Domingo, 16 de marzo de 2008 | Hoy
TECNOLOGíA > ¿CóMO CURAR UNA MUESTRA DE VIRUS INFORMáTICOS?
El proyecto suena descabellado, pero puede que no lo sea tanto: ¿cómo curar una muestra de virus informáticos? ¿Dónde radica su belleza? ¿Qué nos revela de la vida? ¿Puede alcanzar esa condición de sublime que se espera del gran arte? ¿Con qué parámetros se lo mide: con el de su existencia virtual o con el de nuestra percepción real? Radar consultó a hackers, curadores y críticos para tratar de entender cómo esas ecuaciones pueden valerse de la belleza abstracta de la matemática para conformar una materia (que parece) viva.
Por Pola Oloixarac
En el informe sobre virus de Patricia Hoffman (una especie de museo online – http://wiw.org/~meta/vsum/index.php – para entendidos, donde se ordenan y clasifican virus del siglo pasado) un ejemplar con intenciones artísticas abre el capítulo argentino. El virus “Anti-D” no dañaba ningún archivo, no estropeaba la pantalla: sólo bloqueaba la tecla D del teclado. “Su autor dijo que era un señalamiento, porque la letra D es el dedo que señala”, recuerda AZ, coleccionista y artífice de varios virus altamente destructivos (su Mordor borraba el disco el día del cumpleaños de su mamá). AZ es también quien puso en funcionamiento el BBS Satanic Brain, cubil informático del virus making pampeano que nucleaba a los creadores de los virus Vinchuca, Malvinas y Paturuzú. Corría la década del ‘90; los mensajes encriptados de Paturuzú leían: “Huija! si sos menemista rezá por tus discos”.
La historia de los virus argentinos registra avances cruciales en el rubro, y una distribución elocuente: en la Facultad de Exactas, el bando de los buenos desarmaba los bichos predatorios de AZ y diseñaba virus teóricos poderosos; desde Satanic Brain, AZ democratizaba el daño con un generador de virus, que ponía al alcance de cualquiera la construcción de virus a la carta. Jugadores de una guerrilla informática que comenzó en los albores de la década del ‘90, y que continúa enmascarándose en actores progresivamente enormes (Microsoft, etc.), para ambos el tema era la intervención divina: el trabajo de quien lo crea.
En 2001 los ceros y unos detrás de 0100101110101101.ORG lanzaron un virus en la Bienal de Venecia: Biennale.py, un archivo en lenguaje python (.py) que se copiaba a sí mismo en otros archivos .py. El asunto causó caos y excitación; para cerrar el círculo, los artistas pusieron el código a disposición de Symantec (compañía antivirus) para que pudiera “capturarlo”. Los artistas trabajaban sobre la histeria que producen los virus informáticos, y buscaban que su acción fuera un antecedente para que virus futuros alcanzaran el estatuto de arte. El virus era totalmente inofensivo, de tecnología viral anticuada, por lo que el disfraz de cazador de Symantec no era más que una jugarreta publicitaria; entre otras ironías capitalistas, Microsoft auspiciaba la Bienal (ergo, el virus) y por 1500 dólares uno podía llevarse a casa un CD-Rom infectado.
Otro experimento es Cyberzoo.org, del artista Gustavo Romano. Su zoológico de virus informáticos, con screenshots de especímenes conocidos colgados como pinturas, manifiesta que la infósfera (la ecología de la información) es el nuevo escenario de la lucha por la supervivencia. Si, como escribió William Burroughs, el lenguaje es un virus que utiliza humanos para propagarse, y programas como Microsoft Word se han convertido en plaga de nuestras computadoras, los virus aparecen como especies predatorias rebelándose al vencedor; acentuando la metáfora darwinista, las formas de vida más radicales se valen del arte para superar el límite de su propia extinción. Como en un museo, en Cyberzoo hay tarjetas postales para enviar virus a tus seres queridos. Incluso, a cambio de una donación podés formar parte de su Asociación de Amigos.
Como pocas criaturas venidas del hombre, los virus ponen la cura en cuestión. En el medioevo, curar aludía a una relación de gobierno (la de un pastor y su rebaño de almas); en el mundo del arte, a acercar objetos artísticos al público buscando un efecto de conjunto; en presencia de un médico, a terminar con una infección. Con los virus, la relación es menos clara, y la distinción entre producción y destrucción se vuelve difusa. El virus, como vio Baudrillard, es el medio y el mensaje; así, inyecta destrucción dentro de la corriente informacional, quiebra la barrera entre información y ruido, rompe el tiempo, impide hablar de obra terminada: el virus es algo vivo.
La anatomía de los virus se divide en dos: por un lado está el payload, lo que el virus hace: por ejemplo, que los caracteres se desplomen al piso de la pantalla (virus Cascade), o que cada vez que tipeás “Thatcher” tu computadora escriba automáticamente “puta de mierda” y no lo puedas corregir (virus Fumanchú). La otra parte es la escritura de su ADN para reproducirse y sobrevivir, y ésa es la que interesa a Gera, ex investigador del Grupo de Investigación en Virus de Exactas: “Al principio no sabíamos qué podían hacer los virus. La misma discusión que se da en biología la teníamos nosotros: estos virus, ¿son vida? Era muy común que se nos escapara alguno, lo que fomentaba la sensación de que 1) es un bicho, 2) está vivo. Si crear virus es un arte, es un arte culto, accesible sólo a los que pueden apreciarlo. Emular la vida en un entorno virtual puede parecer sólo un ejercicio de poder, pero cuando estudiás los virus te das cuenta de que su mayor perfección depende del grado de intervención divina. O sea, el trabajo del que lo crea”.
¿Hay belleza en un virus? Según Logical Backdoor, hacker, la belleza es la elegancia. “Que sea conciso, denso, que sepa diseminarse por varios medios, cien veces más rápido; que sus mecanismos de reproducción sean ironías sobre distintos programas o sistemas operativos. Que el código le tienda trampas a quien va a desarmarlo, chistes; el payload podría sumar, pero es la parte menos sutil.” El arte crucial del virus tiene que ver con la realidad de la infección, y con llevar la noción de creación hasta sus máximas consecuencias: creando un ente que imita a la naturaleza (la mímesis era el fin esencial del arte griego) en su porfía por evolucionar a través de distintos medios. Nuestros escritorios se vuelven escenarios de situaciones extrañas, maravillosas: en septiembre de 2007 el Stoned.Angelina, virus de 13 años, apareció infectando computadoras que tenían instalado la última actualización de Microsoft Windows Vista. Naturalmente, Stoned.Angelina había nacido para correr en sistemas 13 años más simples, pero la cuestión surge: los pequeños malditos son inmortales. ¿Y cómo hizo para subirse ahí? ¿Y cómo hacían los virus para salir de Europa del Este, si corrían en otro sistema? Según Alberto Soliño, experto en seguridad informática, “son omnipotentes: pueden burlar todas las restricciones geográficas, políticas y técnicas”.
La confección de virus es un arte que involucra estilo, discípulos, un gusto exquisito. Eso no excluye la existencia de artistas más o menos mediocres, ni formas inferiores, meramente comerciales, como las empresas que contratan virus makers para atacar a la competencia, los niñatos que se bajan tutoriales “Hacé un virus en 10 días”, etcétera. Como toda elite, observa peyorativamente la invasión de bisoños y advenedizos, la pérdida de cierta mística; pero no importa, forman parte del sistema de excitaciones viral.
Para el curador y ensayista Rafael Cippolini, el virus art es un formato entre otros. “Hay algo que llamaría provisoriamente conciencia artística; lo interesante son las posibilidades de emergencia de esa voluntad. Entiendo al hacker como un crítico cultural, porque nos devela las fallas del sistema en el que vivimos, pero uno que es débil porque no entiende la importancia de la identidad como arma, algo que sí hacen los artistas.”
En esto último, los hackers disienten. Según Logical Backdoor, “los artistas circulan en un entorno legal, un micromundo de legitimación; pero el hacker no busca la legitimación de ningún museo. Si hay un agente contemporáneo que actúa como un arma, es el hacker. Pero como transita la frontera de lo ilegal construye su identidad de otro modo, que no tiene nada que ver con los procesos de señoras gordas que se dan en el campo intelectual. Para llegar al mercado la tecnología atraviesa un proceso que lo convierte en producto; entonces el hacker toma el producto y lo rompe para reencontrarse con la tecnología. Así, revierte la lógica del mercado y libera la tecnología del producto”.
Dos mamuts de los videojuegos, Vivendi y Blizzard, están en tratativas para lanzar un virus altamente peligroso que infecte a los jugadores del mundo virtual World of Warcraft. El plan es usar WOW como un campo de pruebas de las reacciones de usuarios, que ayude a comprender mejor las epidemias en el mundo real. La cuestión de la cura regresa, esta vez proyectándose hacia la cura futura de comunidades: los investigadores esperan que las conductas de los avatares en pánico les permitan diseñar estrategias contra plagas concretas (hay algoritmos para calcular en qué tiempo se desparrama una peste en Londres, pero no para medir cómo el factor humano puede agravar la situación). No es la primera vez que un virus “se suelta” en un mundo virtual; en 2005 el Corrupted Blood infectó ciertas mascotas virtuales de los jugadores, que a su vez contagiaron a los menos experimentados. Interesado asimismo en estudiar las reacciones humanas en mundos virtuales, Cippolini explora Second Life para desarrollar una curaduría artística. Pero hasta ahora sólo ha conseguido ser expulsado en reiteradas oportunidades.
Vectores de destrucción en las praderas informáticas, los virus manifiestan la vulnerabilidad de una existencia donde nuestros datos son extensiones vitales. El nuevo capítulo del cuidado del yo es el cuidado de la información. Los virus ponen en crisis el sistema de propiedad del yo, y son termómetros de pulsiones sociales: si en 2004 llegaban correos con el virus I love you que la gente abría ilusionada, infectándose, ahora los emails virales invitan a abrir las fotos de una bella modelo con el cuerpo destrozado en un accidente. Si el deseo es la estrategia, ¿cuál es el deseo del virus informático? Que la gente intercambie software y files por fuera del control de los productores de tecnología; y que se ponga paranoica.
Durante los primeros brotes de paranoia, en el limbo pre-internet que vio aparecer esta nueva clase de predadores, AZ solía llamar por teléfono a Alberto Soliño, su némesis. Soliño, de 17 años, desarmaba sus virus; AZ, de 19, enloquecía como el malo de un dibujito animado: “¡El próximo no podrás destruirlo, ya verás!”. Combinando sadismo adolescente con una educación técnica del Otto Krause, AZ hacía virus feos, poco elegantes, pero con efectos devastadores. Aislado, socialmente inepto, mantenía la clase de romanticismo nerd que autores como Marshall McLuhan describen en sus perfiles de artistas. “Ahora me retiré. Pero cuando sea viejo, vuelvo”.
La colección de virus de AZ duerme en la casa de su mamá, en Congreso. Soliño sonríe: “Lo más probable es que el entorno actual sea tóxico para sus virus”. Aunque siempre existe la chance de que, como Stoned.Angelina, consigan readaptarse al medio. No sólo los virus pueden, según el entorno, perder efecto; también el estatuto de arte puede tornarse un ambiente nocivo para estos organismos. Como señala Romano, “basta con que algo sea catalogado como arte para que pierda toda su virosidad. Si es arte, es ficción, no es más que un juego”. La curadora Eva Grinstein apunta: “Museificar el hackeo es anular su potencial; desde el punto de vista de la curaduría, los virus son un tabú”.
En los ’50 las computadoras funcionaban con tubos de vacío, que emitían luz y calor y atraían polillas, mosquitos, entre otros bichos; si el tubo se rompía los insectos penetraban la computadora, y los programas empezaban a fallar. Es el origen naturalista del término bug: vulnerabilidades que el hacker encuentra para indicarle al programa que haga cosas para las que no estaba diseñado originalmente. Según Logical Backdoor, es la resistencia, el error que no es error, los bordes filosos de la tecnología.
Imanuel Kant, enamorado de los espacios de posibilidad, concibió lo bello como “una finalidad sin fin”; una revelación de los estratos ocultos del universo, algo que –cuando es temible– puede trascender en sublime. Pero si el arte de los virus no puede despegarse de su efecto, su manera de acercharnos no deja de revelar un exceso, la desmesura de lo vivo en los campos lógicos de los espacios informáticos. Inexponibles, salvajes, los virus han encontrado un dominio abstracto en el mundo puro, no-ambiguo de las computadoras, donde la verdad, la democracia y la belleza se dan como no lo hacen en ningún otro lugar (¿si el payload es lo bello, la lógica de la infección es lo sublime?)
Por eso, aun si los virus todavía no tienen cura, los desafíos curatoriales del arte contemporáneo mantienen la lógica del bug: trabajando con movimientos que actúan desde afuera de la institución hacia adentro, inoculando bugs que alteran el funcionamiento del museo. Para que el arte no pierda capacidad de contagio.
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