Domingo, 7 de diciembre de 2008 | Hoy
POLéMICAS >JOCHEN GERZ, EL ARTISTA DE LOS MONUMENTOS A LA MEMORIA
Jochen Gerz es un artista alemán nacido durante la Segunda Guerra. Hoy, su trabajo y su especialidad son los monumentos a la memoria ante el horror de la guerra. Y la peculiaridad que tienen, por la que desatan polémicas, respeto y admiración, es que están construidos para ser invisibles. Su argumento es que mientras las imágenes se desgastan, las palabras que cuentan mantienen viva la memoria. El arquitecto y escritor Gustavo Nielsen indaga en la obra de este alemán a la luz de la ex ESMA.
Por Gustavo Nielsen
¿Qué recuerdan los monumentos a la memoria? Por ejemplo, la madre que llora mientras sostiene entre sus brazos a un hijo muerto. O la casita dada vuelta que está en el parque vecino a la Ciudad Universitaria. O el soldado con el pecho abierto de la estatua a los caídos por Malvinas, que vi por el centro. ¿Qué tipo de preocupación pueden instalar en el imaginario colectivo cuando ellas mismas son trágicas en su decodificación, patéticas y absurdas? ¿De qué modo tienen que graficar la tragedia los espacios adonde hubo genocidio por parte del Estado? ¿De manera figurativa, abstracta, simbólica? ¿La representación ingenua o literal de escenas del pasado sirve de algo? ¿Qué hay que hacer cuando se termina una guerra para recordar a los caídos? ¿Y si la guerra no fue guerra sino una matanza a manos del poder?
Muchas preguntas, muchos errores, pocas respuestas.
Jochen Gerz es un artista conceptual especializado en el horror de la guerra. Nacido en Berlín en 1940, vive en París desde 1966. En diciembre de 2004 visitó la Argentina invitado por el Malba, y solamente lo vimos veintipocas personas. Allí dijo cosas como que “el pasado político es el presente político” y “un pasado que no se volvió historia, porque hay un obstáculo que le impide hacerlo, está en caos”. Y el caos siempre es molesto para el crecimiento de una nación. Gerz define su trabajo artístico como “una participación para hacer público un secreto que cambiará el presente”. Ese secreto es el pasado oculto por un Estado. Gerz está convencido de algo: “El presente se libera cuando el pasado sale a la luz”.
¿Qué hace Gerz cuando le encargan un monumento para la memoria? Piensa. No retrata a nadie. No hace ningún plano. No modela en arcilla. A lo sumo manda faxes y relaciona gente con oficinas de gobierno. Y al final hace algo que no se ve, que nadie ve. Gerz cree que, por lo general, los monumentos para la memoria son mandados a hacer para que la gente se olvide del asunto. Para que esa madre que sostiene a su hijo muerto y el soldado baleado les digan: “Eh, ciudadanos, no piensen más en este problema; el recuerdo es nuestro trabajo”.
Gerz hace monumentos, pero odia los monumentos.
En 1986, Gerz inaugura el Monumento de Hamburgo contra el fascismo, junto con Esther Shalev. Toma la altura básica de la ciudad (una de las urbes más destruidas durante la Segunda Guerra Mundial), doce metros, y construye un pilar de esa altura, de base cuadrada, de un metro por un metro. Lo recubre con una lámina de plomo, como si fuera un regalo siniestro. Y entrega volantes a toda Hamburgo incitando a la gente a grabar un mensaje sobre el plomo, con punzones. Los vecinos escriben sus pensamientos sobre la guerra. No todos son en contra; un militar le metió nueve tiros como toda opinión.
Al tiempo, alguien descubrió que sus carteles habían desaparecido e hizo la denuncia a la Municipalidad. Allí le contestaron que era natural, ya que el pilar estaba preparado para hundirse en la tierra. Gerz había instalado un mecanismo para que el monumento fuera enterrándose de a poco, a razón de dos metros por año. Un viejito al que le habían matado a toda su familia se ofreció a reescribir su frase antibélica todas las veces que hiciera falta. Pero también preguntó: “¿Qué pasará cuando ya no esté?”. “Habrá que decirla”, contestó Gerz.
“El dolor por el pasado no es lo mismo que la acusación, o la denuncia del pasado. La función estética del arte es encontrar la verdad. Y la verdad es algo que debe tener voz, hablar.” La torre fue hundiéndose hasta el año 1992, que llegó al tope: a ser una tapa en la vereda. Hoy, en Hamburgo, para encontrarse con el monumento de Gerz hay que encontrarse con la historia: tiene que venir alguien a contártelo. El monumento ha desaparecido, pero la palabra mantiene viva la memoria.
La palabra es analítica, la imagen es tautológica. La misma torre sola, erigida en toda su altura, puede significar tanto el dolor del pasado como su glorificación. Cualquier cosa que se quiera ver ahí. Cualquier imagen que uno quiera, de la tele o un cartel en la calle, depende del título que se le ponga, para que diga una cosa u otra. Una imagen vale más que mil palabras; pero valen, también, las mil palabras. Y mil palabras sonando juntas son un caos idiomático. La imagen no expresa nada específico, para entenderla hay que analizarla a través del lenguaje. El olvido no es otra cosa que una inscripción borrada. El olvido solamente se recupera mediante la palabra.
“La memoria es como la sangre, está bien cuando no se la ve”, nos dice Gerz. En el año 1990 le encargaron en Alemania un monumento contra el racismo para la ciudad de Sarrebruck, próxima a la frontera de Francia. Se elige la calle del centro de la ciudad que lleva al castillo donde la Gestapo había instalado, durante la guerra, su cuartel general. Son dos cuadras adoquinadas. Gerz averiguó cuántos cementerios judíos había, a fines de 1939, en territorio alemán. Lo hizo con los estudiantes de la Escuela de Bellas Artes estatal. Encontró que eran 2146 cementerios, algunos declarados, otros secretos. Entonces extrajo del empedrado 2146 piedras al azar y les grabó, a cada una, el nombre de un cementerio. Las volvió a su lugar. ¿Cómo puso las piedras? Con el grabado hacia abajo. Así es como su monumento no se ve, aunque está. El Municipio se quejó: habían pagado por algo que no existía. ¿Qué iba a pensar la gente? Para ser aún más gráfico, el alcalde le dijo personalmente al artista: “¿Qué pasará en las madrugadas cuando los borrachos, de vuelta a sus casas, orinen sobre la calle toda la cerveza que bebieron en los pubs?”. El contestó: “Así es la vida”, o algo parecido. Me imagino que se calló, por cortesía, la verdad: “Ahora el gobierno se preocupa porque un borracho mee sobre los judíos... ¡cuando en la guerra se cagaban en ellos!”.
La tragedia representada figurativamente se gasta, nos cansa, pierde valor simbólico y de representación. Gerz esconde los nombres de los cementerios para que no se gasten. La dimensión de la masacre pide respeto, reverencia. Y la reverencia en nuestro tiempo, lleno de pantallas y comunicaciones instantáneas, no puede lograrse más con los fusilamientos de Goya; la reverencia hoy es Rotko o Chillida.
El único modo de entablar contacto con 2146 piedras es conversando, rememorando, acordándose del momento en que el artista vino y lo materializó.
Mi primer contacto con este artista fue a partir de un libro maravilloso que se publicó en el año 2001: El objeto del siglo. El autor se llama Gérard Wajcman y la pregunta que se hace es cuál sería el objeto para designar al siglo XX, el monumento exacto para representar ese siglo, si tuviéramos que hacerlo ante seres de otros planetas, por ejemplo. Después de pasearse por los ready made de Duchamp y por el Cuadrado negro sobre fondo blanco de Malevich, Wajcman le da el premio a Shoah, la vasta película de Claude Lanzmann que muestra el flagelo de los campos de exterminio nazi. Ese sería, para él, el objeto del siglo. Digo que conocí a Gerz por este libro porque, en sus páginas, sus monumentos son bien evaluados. Dice el autor acerca de las 2146 piedras: “Este monumento no es afable. No es terapéutico. No colabora con el trabajo de duelo. Clava bajo los pies de los ciudadanos, todos los días, de la mañana a la noche, en el corazón de una ciudad: ‘Véase sobre qué está edificada Alemania’”.
En agosto se organizaron unas mesas redondas en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, sobre el horror del período militar en la literatura argentina. Participaron intelectuales, filósofos y escritores. La periodista María Moreno, que fue parte de la organización del evento, confesó al diario cómo se sentía: “Pensamos que el espacio no iba a dejar de interpelarnos, habláramos de lo que habláramos, en la incomodidad de frases como ‘Te espero en la ESMA’ o ‘Suerte en la ESMA’”. El periodista que cubrió el evento para este mismo diario, Juan Manuel Bordón, sugirió que la extrañeza que se palpaba en la primera jornada tenía que ver con el lugar elegido para el debate: “Nada menos que el centro donde se torturó y asesinó a tantas personas durante la última dictadura argentina”.
La Escuela de Mecánica de la Armada es, en cierto modo, un monumento al horror. Hay quien dice que por más que se le cambie la cara, se la pinte o se la interpele con otras actividades, va a seguir siendo la ESMA por siempre. Ese lugar inmundo.
En los blogs siguió la discusión durante un mes. Casi todos los que leí opinaban que es mejor dejarlo como está. Algunos llevaron el tema hasta la demolición: convertirlo en baldío. O echarle sal, como se les echa a las babosas. O cal, como hacían los nazis con los cadáveres en las fosas comunes.
El hecho de que los mejores monumentos a la memoria sean invisibles no quiere decir que no haya que hacer nada. Para la memoria colectiva es muy provechoso que un espacio encuentre por fin un destino mejor. No hay espacios buenos o malos desde el punto de vista ético, hay aprovechamientos buenos y malos. No se trata de olvidar sino de purificar. No hay rescate mejor que el popular, ni justicia más grande al nefasto período militar que llenar estos boliches de cultura. El tema habilita ya mismo una discusión pública. Los edificios no tienen la culpa de sus destinos. Es lo que opino, fuera de si me gusta o no la arquitectura peronista de la ex ESMA.
¿Cómo se puede discutir públicamente el asunto? Como el edificio está inscripto en la Ciudad, podría llamarse a concurso multidisciplinario de ideas para mejorarlo, tal como se hizo con el Correo Central o el espacio de Interama. Que todo el mundo opine y proponga actividades, para que después la Sociedad Central de Arquitectos llame a Concurso Público Nacional de Anteproyectos, como tan bien lo viene haciendo desde 1886. La gestión actual ha demostrado con creces que lo puede hacer bien. Y el edificio, contra todo lo que digan, creo que se lo merece. Serviría, finalmente, como Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti: sabemos que quienes amamos la cultura por sobre todo podemos desarrollar actividades en cualquier parte, que nos bancamos todas las incomodidades y los desafíos, pero cuánto mejor es ver cine en una butaca cómoda que en una sillita de plástico. Por lo pronto, para ver Shoah, que dura nueve horas, la sillita plástica no sirve.
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