Domingo, 29 de agosto de 2010 | Hoy
Empezó a publicar a los 38 años, pero de un modo arrollador: parte de la generación vanguardista, bohemia y lacaniana de fines de los ’60, era un publicista exitoso en plena dictadura cuando ganó el Premio Coca-Cola con Mis muertos punk (1979) y empezó un nuevo capítulo en la narrativa argentina. Sus libros de cuentos (Música japonesa, Ejércitos imaginarios, Pájaros de la cabeza, Restos diurnos) entendieron como pocos la vida cotidiana bajo la dictadura y la transición democrática. Los pichiciegos (1982), escrita durante la guerra, se cuenta entre las mejores novelas bélicas del siglo. Sus artículos periodísticos envolvían en provocación un desafío lúcido a los lugares comunes del pensamiento. Sus poemas lo mostraban inquisitivo ante el extrañamiento de la vida. Y sus novelas, sobre todo las publicadas a partir de Vivir afuera (1998), como un bisturí sociológico de la Argentina. Además, su editorial La Tierra Baldía alentó a los poetas y escritores más radicales de su época. Pero siempre su obra y su mirada estuvieron puestos en rasgar el complejo velo de palabras que cubre ese lugar en el que vivimos y que llamamos realidad. La semana pasada, Rodolfo Enrique Fogwill, el escritor que quiso convertir su nombre no sólo en adjetivo sino también en marca, murió a los 69 años. Radar lo despide a través de amigos, escritores y lectores de la obra que dejó.
Por Vera Fogwill
Cuando casi adolescente empecé a escribir, nada casualmente Fogwill se quitó el Rodolfo Enrique y el Quique y pasó a ser, no sé cómo, sólo Fogwill para todos, incluso para mí. Una manera egocéntrica de saber que todo le pertenecía a él. Incluso los Fogwilles de Devon en su sangre y toda raza o estirpe menor que le sucediera. A mí me queda pensar si podré seguir siendo Fogwill, más allá del absurdo título de condesa que heredé. Si debo firmar simplemente así, como hubiese querido él, o debo cambiarme el nombre definitivamente por el seudónimo literario con el que desde hace años escribo.
Ser la hija de Fogwill es como el poema que escribí el otro día sobre Borges que titulé “Las pobres hijas de Borges”, en alusión a lo que no tuvo y a lo que, si hubiera tenido –una hija que escriba–, le habríamos dicho todos: “Pobre hija de...”. Es intentar ser actor siendo hijo de Vittorio Gassman, intentar hacer cine siendo hijo de Ozu, intentar ser meditativo siendo el hijo de Osho, intentar ser persona siendo el hijo de un animal.
“Escribo para no ser escrito”, se limitaba a decir siempre él. ¿Y ahora qué carajo hago, papá? ¿Escribo para que no seas escrito o dejo de escribir? Me quedo impregnada de las palabras que me envió Teresa Lamborghini, otra pobre hija de, al día siguiente del funeral de mi padre, que fue casualmente pocos meses después que el de su padre y en el mismo lugar. “Fui a saludarte, Vera... a verme supongo... Tensiones que ni llorar podés... Entre los hermanos, las actuales, las ex que llegado el momento no quieren perder actualidad, las que iban a ser o creyeron ser o quisieran ser y al revés... Que si se lo crema al muerto, que si se lo entierra, que si se lo atendió debidamente, que... Esto es sólo el comienzo, te dije con un abrazo fuerte con el que de paso me abracé, cosa que no había tenido tiempo de hacer desde noviembre, cuando yo estaba ahí adonde ahora estás. Sigue que empiezan a reescribir, adelante nuestro, ahí, ‘cosas’ que uno sabe que ni remotamente fueron como se las está relatando... Y ahora tantos escribirán.”
Sólo puedo escribir estas líneas a pedido de mi íntimo y querido amigo Martín Pérez, y lo hago en breves minutos, en medio de la noche, casi sin detenerme a pensar. Cuando salí del quirófano, en mi parto, antes de que me den a mi hijo, pese a tener prohibido aparecer, él ya había logrado inmiscuirse e invadido mi habitación del sanatorio a media noche. Ya había llamado a todo el mundo para contarles y me esperaba allí, creo que fumando. Yo quería asesinarlo, pero tanto amor me lo impidió. No puedo dejar de oír sus comentarios a su nieto cuando volvían de la plaza: “Ni una mina, una pálida, todas viejas chotas de veinte con culos gordos, ¿no, Aki? ¿No hay otra plaza por acá?”.Mi padre para mí, como padre, fue un gran escritor. No se lo podía molestar, no se le podía quitar minutos a su silencio ni a su pensamiento. Su mejor novela es su vida, una vida más impactante que cualquier escrito que hayan podido encontrar o leer de él y/o sobre él. La mejor literatura la hizo en las noches arrullándome para dormir, jamás –mientras me tocaba estar con él– me dormí sin un cuento de mi padre, jamás. Hasta de grande era capaz de meterse en mi cama a contarme un cuento, pese a que yo, dormida, me sobresaltaba y le decía: “¡Papá, ya estoy grande para cuentos!”, “¿Papá, estás drogado?”, “¡Papá, soy tu hija!, ¡Papá!”.
Debo confesar que no creo en la muerte, en la única muerte que creo es en la mía. Ahí dejarán de existir todos, los que están y los que no están, porque viven en mí. De beba me llevaba en moto, y caminaba poniéndome adentro de una bolsa de mercado. Mi cabecita salía por esa hamaca ya desorbitada. Mi padre durante mi infancia no me llevó a Disney, a pesar de tener colecciones de autos antiguos, excéntricos y barcos y mucha plata, o guitas, como decía o dice él. Me llevaba a la pensión donde vivía su amigo Leonardo Favio y me hacía practicar y tocar frente a ellos en la guitarra milongas y gavotas. En sus años brasileños me llevaba de visita a lo de su amigo Caetano Veloso y lo observaba componer tristes canciones. En sus años de barco me hacía vivir solos en alta mar. Una vez mi abuela me llevó a verlo a Londres, donde estaba viviendo. Yo no entendía por qué no llevábamos equipaje, ni tomábamos aviones. Londres era finalmente la cárcel. Allí lo visitaba. Y él no tenía problema en presentarme a un asesino que había matado a su mujer por rompe-pelotas. Y me explicaba que por fin allí escribía en paz, sin chicos hinchando las bolas, tráiganme puchos.
Mi padre era de esos que te enseñan y te obligan a dar el asiento a los mayores, pero se queda cómodamente sentado mientras lo hacés vos. Pero también era de los que llegaban cargados de chocolates para entregar al colegio en plena época de Malvinas. Creo que fue esa sola vez a mi colegio, porque nunca lo vi en los actos. Tenía once años y mi mayor preocupación era pensar cómo podía pagar todas las deudas, éramos nuevamente muy pobres. Un abogado me explicó que las deudas no se heredaban, pero se equivocó. Se hereda otra cosa: la herencia es la vivencia. Llego a lo de mi viejo, está cagado a palos, viene un cana a llevarse la tele, la puerta abierta siempre, me mira y se la lleva igual. Fogwill parecía un monstruo, estaba desfigurado, pero estaba bien, no había pasado nada, nena. Me levantaba en la mañana y mi padre siempre me dejaba una nota al pie de mi diario íntimo. Lo había estado chusmeando a fondo. Analizaba mis textos sobre pijamas parties como textos de Proust. Me explicaba por qué estaba bien o mal escrito. Yo sólo tenía escrito “me gustan Los Parchís”, o “mi amiga Viole es lo más”. Sin embargo, él precisaba saberlo todo. Todo lo que yo hacía era genial, siempre fue un fan mío, por no decir suyo.
No me enseñó a manejar. Las minas no pueden manejar, por eso le robó el Citroën a mi vieja. Cuando no puedo dormir, nada mejor que escuchar el tipeo de una máquina de escribir IBM. Traía a genios como Laiseca para que compartamos el mate, prefería llevarme a geriátricos a ver tíos abuelos moribundos, prefería llevarme a velorios a ver amigos ya muertos, prefería llevarme al bar La Paz a escuchar sobre los que se habían ido hasta la hora que llegaba la revista Billiken, que siempre me compraba antes de irme a dormir a la madrugada.
Finalmente, luego de haberme explicado toda su vida qué era la muerte, la muerte de las creencias de cualquiera que sea que uno tenga, de cualquier sueño que uno quiera, de cualquier cosa que uno vea, me la mostró. Cuando una semana antes me dieron sus cosas en el hospital, elegí un libro de los que tenía con él. Era una novela de Elvio Gandolfo: Cuando Lidia vivía, se quería morir. La abrí al azar y decía algo así como “el padre se despide de la hija muerta”. La cerré aterrada. Mi papá me estaba avisando que él no se moría ahora, que me moría yo. Luego de tener una semana para digerir esto y más, pude estar ahí toda esa última noche y darle la mano y ver cómo era todo eso de lo que de alguna manera me había estado hablando toda su vida. La muerte de a poco de cada parte de su cuerpo, el fallo de un órgano, la defunción de un miembro inferior, superior, la presión que se va, el latido que se apaga, así como en una cátedra de vida. Sin dolor. Ver eso, vivir eso, me posiciona en otra parte. Nacer es bello, morir lo es también. Sobre todo cuando la persona que muere lo sabía y, más que eso, lo decidía. Sobre todo cuando esa persona vivió y muy pocos lo hacen; vivir es ser, y él fue quien quiso. No todos lo logramos, no todos podemos traspasar la barrera moral y reírnos. Ahora es sólo parte de mí y no Partes del todo, como titulaba él uno de sus tantos libros. Ahora si me remito a su “Sentimiento de sí”, aquel poema magnífico que me dedicó sólo a mí: “Padres: metros maestros de palabras, restos de lo legado y lo perdido, poderes, patrias, potestades, nada...” Y en el que me puso a mano en la primera hoja: “Gracias por tu silencio”. Aquel silencio que prometí tener y que cumplí.
No puedo dejar de pensar en que se fue literariamente haciendo referencia a Piglia, con su respiración artificial. Era muy chica, se publica Help a él y le había puesto Vera a un personaje y Vera era una puta... Y esa puta soy yo, la diferencia es que en ese entonces ni siquiera sabía lo que era coger. Poco entendía de la referencia sonora a “El Aleph”, y el juego con el nombre de Beatriz Viterbo para Vera Ortiz Bety. Yo cursaba tercer grado y le pregunté, llorando: “¿Por qué le pusiste Vera a una puta que te cogés y te mea? ¡Por favor, no se lo regales a mi maestra, papi!”. En ese entonces no había Veras, así que esa Vera para la nena que era entonces sólo podía ser yo. El sólo me contestó otra cosa: “Vera es la verdad, estar cerca de ella, en la orilla. Eugenia, tu segundo nombre, es el origen de la génesis del gen, del genio”, que me dio origen, y estaba hablando de él, claro. Y agregó: “Fog-will es y será siempre estar entre la niebla, tinieblas, o mejor aún: el deseo de ellas”. Pero se parece más sonoramente al fuck.
Cuando falleció, que es sólo ya un decir, o una obra más suya, subí a mi auto estacionado en la puerta del hospital. Estaba con el amor de mi vida, a quien mi padre adoraba y en la radio empezaba a sonar “No me importa morir”, ¿de quién?, de El Otro Yo. Con Suomi nos miramos. Mi papá me trabó la puerta. El no lo vio, yo sí. Es que soy yo!, yo!, yo!, como dice aún su contestador. Yo.
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