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Domingo, 17 de julio de 2011

ARTE > UNA MUESTRA ANTOLóGICA DE ENRIQUE POLICASTRO EN EL SíVORI

Los miserables

Hijo de inmigrantes, autodidacta, empleado estatal que recién con la jubilación pudo viajar por el interior que tan bien pintó, Enrique Policastro (1898-1971) recibió en vida premios y reconocimiento. Sin embargo, muchas veces su obra fue rescatada con torpeza y reconocimiento a sus posiciones éticas e ideológicas más que a su talento. La muestra en el Museo Sívori permite moverse entre esos paisajes y personajes con los que este pintor del Bajo Flores retrató –sin el heroísmo de Carpani ni el didactismo ideológico del muralismo mexicano, cercano a Berni y al Grupo Boedo– la tristeza y el dolor seco de la pobreza.

 Por Veronica Gomez

Sombrío, triste, parco, sordo, pesaroso y seco. La lista de adjetivos empáticos a la pintura de Enrique Policastro, una pintura que, como su autor, pertenece más al reino del mutismo que al de los discursos elocuentes, podría continuar en esta misma sintonía. Lo demás es tierra, tierra y tierra. Las personas, las casas y los animales son cosas no diferenciadas de la tierra. De la tierra venimos y a la tierra vamos, pero el Génesis no nos cuenta que entre una y otra instancia, ese período llamado vida, no dejamos de ser tierra que se metamorfosea por las variaciones climáticas, por la luz, por la contingencia. Para Policastro la tierra no es diferente de la carne. Presenta heridas, zonas tumultuosas, oscuras corrientes sanguíneas y turbulencias densas. Como un cuerpo que posee un corazón enorme, esta tierra late muy espaciadamente. Entre latido y latido hay un silencio que es un muro. Parece imposible que una pintura tan grave y parda pueda invocar tanta ternura. A veces, la rispidez de un monte, empastado hasta el agotamiento, puede alcanzar el otro extremo y sugerir terciopelo. No tarda mucho la epidermis de este cuerpo inmenso en convertirse nuevamente en un erizo encrespado.

Sin titulo. 1947/ Velando a mi padre. 1945

EL MUNDO ES ANCHO, AJENO Y SIN ALEGRIA

En la biografía de Enrique Policastro no hay datos deslumbrantes, viaje iniciático a Europa, declaraciones pomposas ni grandilocuentes ambiciones vanguardistas. ¿Mi biografía? Es una historia triste como la de todos los pobres, diría Enrique cuando le preguntaran por su vida. Nació en Buenos Aires el 5 de enero de 1898, víspera de Reyes. Padre italiano obrero del calzado y madre andaluza, Enrique debe suspender sus estudios primarios tras la muerte de su padre en 1911 para colaborar en el sustento de su familia. Trabaja en una empresa de maquinaria agrícola. En 1925 hace el primer envío al Salón Nacional y comienza su carrera artística. En esos tiempos ya era empleado en la Secretaría Electoral del Juzgado Federal, donde permanecería hasta su jubilación. Sus viajes al norte, a la pampa y al sur argentino corresponden a su etapa post jubilación, cuando pudo dedicarse a la pintura a tiempo completo. Aun orillando la línea del olvido, rescatado a veces en un sentido telúrico reduccionista, no puede decirse que Policastro haya sido un pintor ignorado; recibió numerosos premios y distinciones, fruto de su empeño por ser un artista profesional partícipe del panorama de la plástica nacional, aspiraciones que lo llevaron a ser presidente de la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos en el período 1954/55, cuando dicho organismo era aún joven y combativo y se planteaba, entre otras metas, “defender los intereses morales y materiales de los artistas plásticos”. Hoy en día, en lo que respecta a las problemáticas del arte contemporáneo, la SAAP está menos vigente que el fiambrín en las góndolas del supermercado. Hay en la trayectoria de Policastro cierto tesón y persistencia, un aparecer sin brillo, como si el arte fuera un escenario, no de estrellas y celebridades, sino de obreros o monjes cuya misión es hacer alguna cosa en la vida, sea archivar papeles, limpiar las veredas, vender papas o pintar paisajes. Y hablar poco. Para qué la palabra si con la pintura alcanza y sobra. Reacia a las categorías excluyentes, la pintura de Policastro se codea con el expresionismo, el costumbrismo, el realismo, el muralismo latinoamericano y, por su técnica, puede situársela como precursora del informalismo. Como artista militante, la sensibilidad de Policastro se hizo eco, junto con Antonio Berni y Demetrio Urruchúa, de la posición política del Grupo de Boedo y sus preocupaciones por un arte que pusiera en evidencia las miserias sociales. También el Partido Comunista sería para Policastro un espacio afín a sus ideales. En una entrevista para la revista Contrapunto, el pintor resumiría así su misión política como artista: “...aquello que parece no tener solución debe ser exhibido, mostrado en su completa desnudez...”. En la exposición antológica de Enrique Policastro organizada por la Fundación Alón en coproducción con el Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori, tenemos la oportunidad de internarnos en el universo del taciturno pintor del Bajo Flores con una selección muy representativa de su producción, desde los paisajes bonaerenses hasta los viajes al interior del país.

Velando a mi padre, un óleo de 1945 que escapa a los géneros abordados comúnmente por Policastro (el paisaje y el retrato), es de una crudeza espeluznante. En primer plano, una antesala con cuatro figuras, dos de ellas pegadas en un abrazo rígido, se sumerge en una oscuridad angustiante. A la derecha se abre un vano que es tan pobre que ni siquiera tiene puerta. Una parte del ataúd con el muerto asoma en enfermizos tonos amarillentos. El dolor es seco. Nadie llora. Las caras son un amasijo de ocres. Las personas allí ya no tienen lagrimales sino un cascote de tierra reseca que ni el fluir del agua se digna a aliviar un poco. En Caballo muerto, de 1950, la luz se aclara, pero sólo para dejar ver el cuerpo del animal tendido en un páramo verdoso que es reino de cardos y yuyos. El vientre hinchado como el de un ser desnutrido absorbe la luz pálida de un sol cansino. En otro cuadro, un perro ladra a la luna. El cielo es turbio, la luna espantosamente deprimida. Abajo, un rancho negro con forma de caja y al lado una caja más pequeña y también negra, que bien mirada resulta ser una persona. La escena es desesperante. Si algo logró transmitirnos Policastro, es que no hay belleza alguna en la pobreza. Puede haber belleza en el uso vigoroso del óleo, en la construcción de una atmósfera, en los matices infinitos de sus paletas bajas de tierras, en la emoción pictórica, pero el mundo que evoca su obra es infernal. “¿Cómo sabes si la Tierra no es más que el infierno de otro planeta?”, se preguntaba Aldous Huxley.

Inundacion en Sarandi. 1954/ Caballo muerto. 1950

LAS PENAS SON DE NOSOTROS

Los muñecotes pobres, obra que por circunstancias de época y por algún tipo de mala conciencia social fue la más citada, reproducida y propagada de Policastro, resultan a veces insoportablemente burdos. Allí Policastro se vuelve anecdótico y caricaturesco, cosa que no sería incómoda si no existiese esa otra parte vastísima de su producción, sus paisajes, donde evoca lo mismo sin el riesgo del panfleto y con una brusquedad y potencia pictórica que en verdad logra dejarnos mudos. De todas formas, Policastro siempre es creíble. A diferencia del muralismo mexicano, o del hombre-mole de Carpani, los pobres de Policastro no se muestran en graves escorzos heroicos, inflados de poder libertario y solemnidad, sino que son figuras toscas y secas, rudimentarias y clavadas como estacas en la tierra. Si algo tienen esos retratos de gentes pobres es honradez, no hablamos de la honradez del modelo que sería una postura típica de la demagogia política, sino de la honradez del pintor, de la sinceridad con sus propios afectos. Policastro tenía una experiencia que le daba a su pintura una exactitud en la sensibilidad y una mirada plenamente real y descarnada, experiencia que les hubiera venido bien a muchos pintores de temáticas sociales: Policastro era pobre. Sin embargo, la vivencia de la pobreza no habría servido de mucho si no hubiese estado acompañada por un espectro muy personal de decisiones estéticas. Policastro fue un gran y humilde admirador. En sus escasas apariciones públicas confesaba: “Tampoco he podido ir a Europa, y sé que me convendría. Se aprende mucho también, viendo las obras de los grandes artistas. Tal vez las mejores lecciones que he recibido han sido las que han dado Carrière, Cottet, Goya y algunos otros desde los cuadros suyos que hay en nuestro museo... Me he pasado ante ellos, estudiándolos, muchas horas...”. Raúl Soldi diría de su amigo Enrique: “A mi juicio es el único pintor que auténticamente pinta desolación. Su pintura fue hasta no hace mucho tiempo como una casa en penumbras. Pero habituados los ojos a esa penumbra, se descubre una gran riqueza cromática, plena de pequeños pasajes”. Raúl Lozza estaba convencido de que lo que Policastro buscaba no era “una variedad o mayor riqueza anecdótica sino un color, un matiz que hablara, una materia que palpitara”. Basta adentrarse en Laguna negra, un óleo de 1954, para reconocer que Lozza estaba en lo cierto. La inundación invade el terreno con una tristeza plateada de pescado muerto. La luz es turbia y el cielo parece haber sobrevivido a la catástrofe; se ha derrumbado y su fantasma todavía sigue allí, sosteniendo cúmulos de materia en lucha. Tal vez los versos de Manuel Castilla serían la invitación ideal para ingresar a una pintura que supo nutrirse también de una experiencia carnívora de la tierra: “Entren conmigo a lo hondo de la noche, a su arena más negra, y tráiganme a la tierra de la mano, ya ciego, tiznado de infinito. Yo sé que así, a tanteos, voy a sentir las cosas”.

Enrique Policastro. Muestra Antológica.
Del 25 de junio al 23 de julio
Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori. Av. Infanta Isabel 555 (frente al puente del Rosedal de Palermo). Horario: Martes a viernes de 12 a 20. Sábados, domingos y feriados de 10 a 20 / Entrada: $1. Sábados y miércoles, gratis.

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Sin titulo. 1927
 
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