Domingo, 23 de octubre de 2011 | Hoy
Veinte años después de Atame, Pedro Almodóvar vuelve a trabajar con Antonio Banderas y lo hace con una película a la altura de las expectativas. Un film noir a lo Hitchcock (y a lo Hitchcock también adaptando una novela para superarla), filmada en una casa donde filmó Buñuel, con un Banderas tenebroso en su gelidez, interpretando un médico psicópata en la tradición del cine clásico, que experimenta con transgénicos para crear una piel nueva en una mujer que mantiene secuestrada. En esta entrevista, el mismo Almodóvar cuenta las influencias que escondió en la película, cómo manipuló la novela, qué dejó afuera sobre el mundo de las cirugías estéticas y cómo la transgénesis va a cambiar a la humanidad.
Por Hugo Salas
Difícilmente Mary Shelley haya avizorado que con Frankenstein estaba dando vida a mucho más que una novela o una versión remozada del mito de Prometeo. Con su laboratorio, su castillo heredado de una familia previsiblemente aristocrática, su manía amoral, su ambición desmedida y su desprecio por las convenciones sociales, el científico “loco” (antes bien, perverso) pasó a formar parte del repertorio definitivo de la cultura moderna y en particular del cine. Recogiendo el guante de los románticos, el expresionismo alemán de los años ’20 supo multiplicar los doctores y profesores responsables de innumerables calamidades, desde la manipulación de sujetos por medio de la hipnosis (El gabinete del doctor Caligari, las Mabuse de Lang) hasta la creación de un robot destinado a reemplazar a una líder social con el propósito de conducir a los trabajadores a su propia ruina (Metrópolis). En su mayoría, sin embargo, estos villanos habían perdido un filo fundamental del buen Víctor: lejos de la mera condena al hombre que pretende arrogarse un derecho supuestamente divino, la criatura de Shelley conjuga en partes iguales el terror y la poderosa seducción que ejercen sobre nosotros las expectativas que tejemos acerca del avance de las ciencias. Sobre todo, la poderosa seducción.
Iba a ser en Estados Unidos, a partir de los años ’30 –muchas veces, de la mano de alemanes emigrados; no solo cineastas, sino fundamentalmente directores de fotografía–, que películas como las de James Whale, Tod Browning y Rouben Mamoulian devolverían a estos personajes su voluptuosidad. No obstante, en el transcurso del siglo distintos directores descubrirían que ese complejo borde era capaz de crecer hasta límites insospechados de la mano de la medicina. La química, las armas, la experimentación con animales, la investigación científica sobre lo no-humano, con toda su carga de manipulación, feroz y despiadada, sin duda alguna generaba una extraña inquietud. Pero cuando esa misma temeridad, ese mismo denuedo violento, se vuelca sobre el cuerpo de hombres y mujeres, de la mano de los guardapolvos blancos que al día de hoy encabezan el imaginario benefactor de la sociedad, para nuestra sorpresa no sólo hay más horror, sino también mayor encanto. Los efectos extasiantes y alucinatorios de las más diversas drogas, la ortopedia en su sentido más craso e invasivo y en particular, sin duda, el trazo ligero y frío del bisturí sobre la piel desnuda (¿nuestro equivalente al colmillo del vampiro?) constituyen las bases de una erotomanía perversa, asentada en el fervor a la vez sádico y masoquista con que el y la paciente se entregan, voluntariamente o no, a la figura del médico.
En ese sentido, La piel que habito, largometraje número dieciocho de Pedro Almodóvar, no sólo constituye una relectura del género de los científicos/doctores perversos en la línea de Cronenberg, el olvidado Russell o Georges Franju (a quien el director manchego citó explícitamente en numerosas entrevistas), sino ante todo un canto al erotismo perverso que se desprende de la propia ciencia médica. Los habituales procedimientos de estetización del español (el manejo de cámara, el uso alambicado del plano detalle, la atención a los sistemas cromáticos y una fotografía siempre refinada), aplicados a jeringas, bisturíes, agujas e incluso una gota de sangre asentándose en el portaobjeto que habrá de conducirla al microscopio, iluminan la sensualidad de un ámbito donde la angustia y el terror del paciente, al igual que su sumisión, desempeñan un lugar fundamental.
Es en torno a la sumisión, de hecho, que la película establece y construye todo su relato, en claro contraste con el sometimiento brutal y explícito por la vía de la violencia física. No sólo en el personaje de Vera (interpretado por la bellísima Elena Anaya), sino también en el de Marilia (Marisa Paredes), los límites del consentimiento y la voluntad articulan los pliegues de una trama que sería verdaderamente penoso anticipar a los lectores que no la hayan visto. Ocurre que, en un gesto soberbio, Almodóvar aprovecha las complejas estructuras temporales que viene trabajando en su cine desde Hable con ella para extender el problema también al espectador. En efecto, durante aproximadamente la primera hora de film, más allá de su belleza plástica y de lo claro de la situación en su nivel más inmediato –un cirujano (Antonio Banderas, a quien Almodóvar aquí dirige/conduce/somete de manera magistral) y su ama de llaves mantienen prisionera a una joven, sobre cuya piel él ha experimentado con medicina transgénica–, el espectador se ve imposibilitado de recomponer parte fundamental de la trama, imposibilitado de anticipar “a dónde va” la película, con lo que no le queda más que, claramente, someterse.
El quiebre llega de la mano de una situación que desentona de manera absoluta con el espacio límpido, aséptico y purista que hasta ese momento viene desplegando: la llegada de un joven disfrazado para carnaval, en un registro de actuación absolutamente distinto. En ese momento, así como Volver partía de la reelaboración seria de una trama descabellada comentada al pasar por el personaje de Leocadia en La flor de mi secreto (una mujer, al descubrir que su marido ha abusado de su hija, lo mata y lo esconde en una cámara frigorífica), la llegada de este personaje da pie a una duplicación seria de la hilarante escena de violación de Kika, y es a partir de esta crasa irrupción de la violencia bruta y explícita que la trama se permite reconstruir la historia hasta entonces velada (como el cuerpo de la joven, siempre cubierto por un obsesivo body de lycra color piel, de los pies hasta el cuello).
La película entones explota uno de sus mayores aciertos: la relación entre el villano y un área de la medicina que ha crecido exponencialmente en gran medida respondiendo al deseo de los pacientes, más que a su salud (la cirugía estética), convertida aquí en un arma con la que se intenta destruir una subjetividad. Así, de manera sutil, genera un punto de absoluta opacidad en la constante tensión entre el yo de la identidad y el cuerpo como una envoltura exterior (La piel que habito), a partir de la cual logra dar otra vuelta de tuerca a su planteo. ¿En qué medida –parece preguntarse Almodóvar– la relación del individuo con su propio deseo no constituye una instancia más de sumisión? Y entonces, marcada la diferencia con la violencia bruta, ¿en qué medida la “perversión” podría diferenciarse del deseo “normal”? Y peor aún, ¿qué es la identidad, qué es decir “yo”, cuando el “propio” deseo parece, antes bien, algo distinto de mí, que me somete, y no cesa de confundirse con ese cuerpo-exterioridad que sin embargo no es posible dejar de sentir como parte de sí mismo?
En ese juego de espejos entre apariencias, identidades y deseos termina perdiéndose, como reclama el mito, también el villano, el temible científico perverso. A medida que se extinguen las últimas imágenes (de manera impecable, al igual que el deseo, la película no termina en un ápice de éxtasis, sino que prácticamente se diluye, se pierde, se agota, sobre un yo que apenas alcanza a afirmarse), resulta bastante evidente que la presencia de Antonio Banderas, su “vuelta” al cine de Almodóvar para esta película, mucho más que con Atame, con quienes algunos han intentado ligarla, tiene que ver con aquel manifiesto feroz y pesimista que fue La ley del deseo.
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