Domingo, 8 de enero de 2012 | Hoy
MUESTRAS > MAXIMILIANO ROSSINI EN LA GALERíA GACHI PRIETO
¿Acaso dibujando algo hasta su más ínfimo detalle es posible capturarlo y salvarlo del final que, por mucho que se demore, el tiempo siempre trae? Apenas con una Rotring y esa fruición melancólica, en un sobrio y elegante escenario de muebles retro, piedras planas y luces tenues, Maximiliano Rossini presenta en Esto se parece demasiado a una despedida una muestra en la que el virtuosismo busca la máxima gracia y se encuentra respirando el aire de un réquiem a punto de sonar.
Por Veronica Gomez
“Me volví a levantar de noche y empecé a caminar alrededor de la mesa esperando que amanezca...”, reza uno de los versos del poema con que Joaquín Boz acompaña la instalación Esto se parece demasiado a una despedida, que Maximiliano Rossini ofrece al público durante la estación estival en la galería Gachi Prieto, como un amor de verano que, paradójicamente, está mucho más cerca de las pasiones meditativas que surgen durante el imperio de los climas invernales. Pues en el ambiente que Rossini calibra con una sensibilidad exquisita, delicada y perturbadoramente obsesiva, reinan el marrón oscuro, el negro y el dorado, colores que, sin ser gélidos, saben bien cómo ser parcos y tristes. Los brillos tenues de un empapelado, la luz fría de una vitrina, el blanco del papel y la claridad leve de unas piedras que se tocan entre sí son apenas un contrapunto a la densidad de lo oscuro, un acento cansino que funciona como un resabio de alegría demasiado remota. “Los recuerdos de felicidad no logran hacerse claros”, de nuevo Boz capta una de las facetas de la poética de Rossini. El chico que imaginamos transitando esta habitación (volveremos sobre este punto, pues la sala no llega a convertirse en habitación) tiene toda la pinta de un chico melancólico, un chico antiverano. En realidad, si no supiéramos que Maxi Rossini tiene sólo 30 y pico, trazaríamos un perfil similar al de Antonio Dorigo, el obsesivo cincuentón de Buzzati que se entregó al destino vertiginoso de un amor que lo llevaría irremediablemente a una previsible bancarrota emocional. Los álamos de la llanura habían advertido a Dorigo: “Detente, hombre, da media vuelta, no pienses más en ella y síguenos, no corras a tu ruina. Nosotros te conduciremos al remoto paraíso de los árboles, donde sólo existe bienestar, canto de pájaros y paz del alma. No te obstines”. Rossini, a diferencia de Dorigo, siguió el canto bienhechor del bosque, escarbó ahí y, como es de esperarse, si uno anda escarbando mucho en el paraíso, no demoraron en aparecer nuevos fantasmas.
Cada ramita. Cada tallo. Cada hoja. Cada pétalo. Cada estigma. Cada filamento. Es necesario nombrar todo, absolutamente todo, Rotring en mano y minutos acumulados hasta la desmesura, para conjurar aquello que no se puede nombrar y nos apena. Luego de su paso por la escuela técnica, donde Rossini se esmeró en el diseño de planos de arquitectura y piezas mecánicas, el dibujo había quedado en el olvido hasta que reapareció como necesidad manual, como una manera de pasar el tiempo, de durar en la fabricación de una pieza única. Esa primera serie de dibujos, que ahora no se ocupaban de máquinas sino de botánica, aunque el aspecto maquinal permanecía en la actitud del dibujante, se llamó “Dibujo para no extrañar”. La naturaleza, con su espectro infinito de tejidos y recovecos, le dio a Rossini, entonces, una fuente inagotable de motivos que le permitirían durar sin la angustia de la proximidad de un límite.
Cuando se sube una montaña, hay un sistema de marcas que nos guía hacia el refugio. Los montañeros lo saben bien, son marcas simples y estratégicas: un trazo de pintura en una piedra, una cinta roja atada a una rama, una pirca, un machetazo. Atravesar bosques espesos es posible gracias a esos puntos que dibujan un recorrido, un sistema de postas compuesto por hitos a los cuales aferrarse y soltar, una y otra vez, para seguir avanzando. La respiración en la obra de Rossini podría ser similar al camino que emprende un alma solitaria en la montaña: agarrar-soltar-vacío-agarrar-soltar-vacío-agarrar... Y cuando agarra un fragmento de vegetación lo desmenuza hasta el tuétano. Se queda tanto ahí que parece que no va a avanzar más. Entonces, cuando pensábamos que Rossini se había convertido en hormiga para siempre, él se sale de ahí. ¿Cómo? Se preocupa por el ambiente, mide el aire alrededor, se pone su traje de diseñador de interiores, elige muebles, empapelados, alfombras. Combina sus obsesiones con elegancia y sobriedad. Los excesos presentes en el dibujo, el atiborramiento milimétrico de una impresora matriz de punto, quedan enmarcados con molduras doradas que van de la mano, chochas, con los muebles años ‘50. No nos habíamos dado cuenta al principio, tan absortos en el virtuosismo del dibujo, que veníamos paseando entre muebles. Y es que la disposición de los muebles en el espacio no responde a una idea de espacio estereotipado, no se podría rotular como dormitorio, living, cocina u oficina. Los muebles funcionan como fragmentos de otros mundos, casi como restos arqueológicos, pero han sido tan pulidos, tan acompasados entre sí para que parezcan de la misma familia, que la desconexión entre ellos se hace más evidente todavía. No llega al absurdo combinatorio de un De Chirico o un Picabia. El recurso es otro, aunque la soledad es la misma.
En Mitre, de Federico Jeanmaire, un encuentro fortuito y torpe en un vagón de tren da pie al inicio de una historia de amor disparatada y tierna entre Roberto y Mariela. Su desarrollo y su final, subsidiarios del trayecto pautado del ferrocarril, ida y vuelta, mutan al ritmo de una máquina, quien determina el avance de la historia y las pausas estacionales. Wong Kar Wai hace lo suyo en Con ánimo de amar, donde Chow Mo-Wan y Su Lizhen, valiéndose de la repetición de sus encuentros con mínimas variaciones, dibujan un tiempo cíclico que permite el amor, ese estado fuera del tiempo lógico y progresivo donde la contingencia se suspende. En 50 first dates, Adam Sandler, encarnando a Henry Roth, debe enamorar a Lucy (Drew Barrymore) cada día como si fuera la primera vez, dado que ella sufre pérdida de memoria a corto plazo, apelando a la ficción para que la magia del primer encuentro sea posible innumerables veces. Este puñado de ejemplos elegidos entre muchísimos otros ilustra la relación entre amor y repetición, la necesidad de la redundancia para la renovación del rito amoroso. A veces, las cosas no salen tan bien y la pulsión de volver marca el encuentro final, la despedida y la ruptura del tiempo cíclico. Contursi lo supo describir en un tango hermoso y desgarrador: “Palideció la luz del sol al escucharte fríamente conversar, fue tan distinto nuestro amor y duele comprobar que todo, todo terminó. Y ahora que estoy frente a ti parecemos, ya ves, dos extraños...”.
Maxi Rossini crea sus singulares ritos amorosos, ensaya cercanías, sea entre piedras planas que labra minuciosamente o entramados de vegetación tan sólidamente adheridos que parecen imposibles de separar. Intenta, una y otra vez, hallar la fórmula de un encuentro perfecto que, a pesar de alcanzar la gracia máxima, lleva el germen del final en su propia voluntad desesperada de restauración. Esta crónica de una muerte anunciada preferirá para el réquiem un escenario fino y elegante. Asistiremos de etiqueta. No habrá lágrimas ni moco ni grito ni melodrama en la despedida. Y las flores, inocuas detrás de los cristales, no atosigarán nuestros pulmones con el olor nauseabundo de su descomposición.
Esto se parece demasiado a una despedida
Maximiliano Rossini
Del 17 de noviembre al 4 de marzo.
Gachi Prieto Gallery.
Uriarte 1976, Buenos Aires.
Para visitar la exposición concertar cita al:
155-817-0817
o escribir a:
[email protected]
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