CINE
Imperios argentinos
Después de explorar los años ‘70 (Montoneros, una historia) y la represión cultural bajo la última dictadura militar (Prohibido), Andrés Di Tella se mete con la historia de la televisión argentina. Filmada en primera persona, La TV y yo (que se proyecta en el Malba durante todo septiembre) es una película-ensayo audaz, extraordinariamente aventurera, que entrelaza la génesis de la TV con tres tramas paralelas: el imperio catódico del pionero Jaime Yankelevich, el imperio industrial de la familia Di Tella, el imperio lábil, permeable y amenazado de la memoria argentina.
Por Horacio Bernades
¿Es posible calificar como “lograda” una película que, a lo largo de todo su metraje, reiterada y convincentemente, no hace sino confesar su propio fracaso? La respuesta hay que buscarla en la última realización de Andrés Di Tella, La TV y yo, que tras un largo recorrido por el circuito de festivales se estrena por fin el viernes próximo, en esa Meca del documental latinoamericano en que se ha convertido –desde la exhibición de películas como Balnearios, Ciudad de María y Rocha que voa– el auditorio del Malba.
“Yo quería filmar una película sobre la televisión, sobre el modo en que la televisión afecta la vida de la gente, pero me salió otra cosa”, advierte Di Tella de entrada, desde el off de La TV y yo. A partir de la constatación de ese accidente, el realizador de Montoneros, una historia (1995) y Prohibido (1997) se dedicará a “fracasar” con una eficacia inusitada. Di Tella, que pasó siete años de su infancia ausente del país, intenta primero reconstruir qué pasó durante ese período con la televisión argentina. Trata de consultar materiales de archivo y descubre que el paciente trabajo de la desmemoria nacional arrasó son todo. Acude a algunos amigos, pero la cosa no mejora: los entrevistados apenas le entregan unos pocos retazos de recuerdos personales, le silban la cortina de una serie vieja y conjeturan con imprecisión cómo la televisión puede modelar la experiencia y la memoria. Nada demasiado consistente: poco documento para un film que se pretende documental.
Entonces, cuando el sentido común le recomendaría barajar y dar de nuevo, Di Tella se deja llevar por la mecánica del azar, ayudado por el hecho –sin duda afortunado– de que una amiga suya es, a su vez, amiga de Sebastián Yankelevich, nieto nada menos que de don Jaime Yankelevich, fundador de Radio Belgrano e introductor, allá por comienzos de los ‘50, de la televisión en la Argentina. Y a falta de documentos, el realizador opta por leer, escribir, tal vez, la novela familiar de los Yankelevich. Nuevo fracaso: es poco lo que Sebastián sabe sobre su abuelo, más allá de los inquietantes “secretos familiares” que menciona pero que confiesa ignorar. Y nuevo hito de la máquina argentina de olvidar: aunque don Jaime fue todo un personajón de la historia y la comunicación argentinas (“Nuestro citizen Kane”, como lo llama Di Tella), no hay un solo libro, ni una maldita biografía que lo evoquen. Pero su hija aún está viva, y Di Tella va tras ella y le planta su cámara adelante. Nada: la mujer, obstinada, parece esconder más de lo que revela de la saga de su padre, un hombre que llegó a acumular cotas inusuales de poder y que después, dicen que por obra del general Perón, terminó perdiéndolo todo.
Llegado a este punto crítico, allí donde nueve de cada diez realizadores se habrían rendido, Di Tella decide seguir adelante, guiado más por la asociación libre que por una falsa épica del coraje. Entonces recuerda una saga que parece hacerse eco de la de Jaime Yankelevich: la historia de su propio abuelo, Torcuato Di Tella, que fundaba un imperio industrial al mismo tiempo que el creador de Radio Belgrano emplazaba el suyo. Un imperio que comenzó con la fabricación de electrodomésticos, siguió con la instalación de surtidores de nafta, alcanzó su apogeo con la industria automotriz (con el célebre Siam-Di Tella como cabeza de flota) y halló por fin una descendencia impensada en el célebre Instituto Di Tella, templo paradigmático del arte de vanguardia en los años ‘60. Luego vino la extinción: el imperio Di Tella se evaporó en el aire de la Argentina de la época. En una palabra: fracasó.
La evocación de la figura de su abuelo lleva a Di Tella a reencontrarse con su padre, Torcuato Di Tella hijo, sociólogo eminente y actual (no lo era en el momento de filmarse la película) secretario de Cultura de la Nación. En diálogo con el director, Torcuato confiesa que si el imperio familiar cayó fue por culpa de él y de su hermano Guido –ex canciller dela administración Menem, promotor de las famosas “relaciones carnales” entre la Argentina y los Estados Unidos–, que renunciaron a hacerse cargo de los negocios del padre. “Tal vez hice toda la película para poder hablar con mi padre”, dice Andrés Di Tella desde el off de La TV y yo. La intimidad, el inusitado tono confesional y la enorme melancolía que invaden esos momentos finales de la película parecen darle la razón.
Pero no: fuera del espacio de ficción que sólo una espantosa simplificación podría llamar “documental”, el propio Andrés Di Tella confiesa que el verdadero tema de La TV y yo no es el diálogo con su padre. “Aunque trabaje con una materia documental, uno presenta las cosas de determinada manera, las pone en escena, y yo resolví narrar mi película como si se tratara de la historia de uno o muchos fracasos. En verdad, creo que el tema de mi película es la vinculación entre televisión y memoria colectiva. Y eso está estrechamente vinculado con la cuestión de la identidad. La identidad colectiva y las identidades personales. Estas cuestiones llevan, a su vez, a la familia, que es el núcleo en cuyo interior la Historia se transmite de generación en generación. Por eso yo salto de una familia –los Yankelevich– a otra –los Di Tella– a partir de ciertas coincidencias que tienen que ver con la historia colectiva de los argentinos, con la caída de un cierto proyecto de país industrial que se forjó allá por los ‘50 y que unas décadas más tarde ya había quedado pulverizado.”
Pero sucede que los Di Tella son su familia. “Eso explica”, sigue el director, “que yo me muestre en la película como un eslabón de una cadena generacional, junto a mi padre y mi hijo Rocco. Y también está presente, claro, el fantasma de mi abuelo, que en tanto patriarca sigue teniendo un enorme peso sobre todos nosotros”. Sin embargo, nada de todo esto parece haber sido la motivación inicial de este verdadero mutante cinematográfico que es La TV y yo, y que su autor prefiere definir como film de ensayo antes que como documental. “Todo surgió de cierta frustración que sentí con mi película anterior, Prohibido, donde me enfrenté con toda clase de negativas, puertas cerradas y rodeos por parte de mis entrevistados. Como lo que me interesaba documentar ahí era el modo en que muchos intelectuales y gente de la cultura se habían visto obligados a negociar, transar, eventualmente colaborar (aunque fuera a disgusto) con la última dictadura militar, se me hizo muy difícil lograr testimonios directos. Pero ahí no confesé ese fracaso; no lo mostré: oculté el detrás de escena y le impedí al espectador que fuera testigo de la verdadera historia de la producción de la película.”
Ese ocultamiento, ¿no está presente acaso en la mayoría de los documentales? “Sí –concede Di Tella–, pero al mostrar los éxitos y no los fracasos, el documentalista –paradójicamente– deja de documentar algo esencial, así que contra eso decidí reaccionar en mi próxima película. De ahí que La TV y yo sea (o se presente como) el testimonio de un fracaso: el espectador puede aprender más de la negativa de un entrevistado que de su testimonio. Es una idea que sostiene toda una corriente del documental contemporáneo: ya no existen pruritos para incorporar la subjetividad, el yo del documentalista. Y al documentar tanto los triunfos como los fracasos, la película pasa a ser inevitablemente un film-ensayo. En el campo de la ciencia y la investigación se habla de ensayo y error como vías de conocimiento; por eso la palabra ensayo es absolutamente pertinente para definir esta clase de películas. Y sin embargo, en el fondo, uno sigue siendo fiel a la ética básica del documentalista, que se mueve siguiendo un afán de conocimiento. Animado por la voluntad de conocer, uno ensaya y se equivoca. Uno sigue asumiéndose como documentalista, pero lo que documenta ya no es el mundo como una cosa externa sino las relaciones que establece el que filma con aquello que filma.”