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Domingo, 30 de marzo de 2014

UNA VIDA A LOS GOLPES

PERSONAJES. Considera que el joven Mick Jagger era un afeminado, se peleó con Jack Bruce por atreverse a tocar el bajo durante su solo de batería y fue capaz de golpear con su bastón al director de un documental sobre su vida, el extraordinario Cuidado con Mr. Baker. Nunca un título mejor elegido: Ginger Baker es un tipo de cuidado. A pesar de sus 75 años y de una salud endeble, el fundador del supergrupo Cream junto a Eric Clapton amenaza con subir a los escenarios en poco más de un mes para presentar su último disco en Londres. Antes de que se realice el milagro, Radar recorre la apasionante historia del mejor baterista de la historia del rock.

 Por Sergio Marchi

En poco más de un mes, Ginger Baker, acaso el mejor baterista de rock de todos los tiempos, volverá a tensar su cuerda infinita cuando suba, a los setenta y cinco años y con una salud absolutamente estragada, al escenario del O2 de Londres. Será la celebración formal de una nueva hazaña en su vida: la edición de A Drummer’s Tale (La historia de un baterista), una rara especie de grandes éxitos y grabaciones favoritas hechas a través del sistema fundraising de Pledge Music, que trabajó codo a codo con su familia. No es tanto por el honor como por el dinero: además de su salud, Ginger Baker tiene sus finanzas en quiebra. Se dice que ganó cinco millones de dólares en la reunión de Cream, el supergrupo de los ’60 que fundó junto a Eric Clapton y Jack Bruce (muy a su pesar) y se gastó la plata en llevar sus caballos de polo a Sudáfrica, donde se radicó. Sobrevivió por los cuidados de Kudzai Machokoto, una joven nativa de Zimbabwe que se transformó en la última de una larga lista de esposas. Kudzai venía con una hija, Lisa, y había sido abandonada por su marido, que al enterarse de que Ginger Baker la había adoptado, reapareció al grito de: “¡Está haciendo la gran Madonna!”. La diferencia es que Baker no tenía un cobre y lo hacía tan sólo por amor, una palabra que parece ajena a su historia. “Es un ermitaño adorable”, lo define Eric Clapton, de quien el baterista dice que es “su único amigo”.

Pero que nadie se llame a engaño; Ginger puede enloquecer de cariño por una niña a la que trata como hija y que podría ser su nieta, llevarla al colegio, todo eso, pero no es un abuelito buena onda. Jay Bulger lo sabe bien. Unos años atrás encontró una noticia en Internet en la que Ginger Baker se ofrecía desnudarse ante una corte africana para rebatir un juicio que una mujer africana le estaba realizando. “Tengo una cicatriz en el pene que sólo una mujer que se haya acostado conmigo podría describir”, refutaba el baterista a la demandante. Jay Bulger enloqueció con la noticia, consiguió el teléfono de Baker y le hizo el cuento del tío diciéndole que era un periodista de Rolling Stone (que aún no era). “No me gusta hablar por teléfono, vení a verme”, respondió Baker, que sospechó algo cuando el joven norteamericano llegó con una cámara. “Hasta que no salga la nota no te hablo más”, le advirtió después de unos días. Bulger emprendió el regreso y logró que le publicaran un extenso artículo en la revista. Y después regresó a por Baker. Entre la noticia de Internet y el estreno triunfal de Beware of Mr. Baker (Cuidado con el señor Baker), un sorprendente documental sobre la vida de este enorme baterista, transcurrieron cuatro años exactos. Y un golpe: el que Baker le aplica a Bulger con su bastón cuando le dice que iba a entrevistar a las personas que habían tocado con él para completar el documental.

–Te dije que no quiero a ninguno de esos idiotas en mi película –ruge Baker.

–¿Qué? ¿Me va a pegar con el bastón? –pregunta Bulger.

–¡Te voy a mandar al puto hospital! –le grita Baker asestándole un golpe en la nariz que lo deja sangrando.

La psicología podría exculpar a este pobre anciano que padece osteoporosis degenerativa, lo que le provoca dolores que combate con morfina y temblores casi parkinsonianos que lo hacen aparecer como inofensivo. Hasta que agarra su bastón o los palillos.

CARTA DESDE EL FRENTE

Leyó la carta el día en que cumplió 14 años. Se la había dejado su padre cuando marchó a combatir en la Segunda Guerra Mundial, por si no regresaba. El mandato era claro: “Sé un hombre siempre. Utiliza tus puños; a menudo serán tus mejores amigos”. Y Peter Edward Baker le hizo caso, pero usó sus manos de dos maneras diferentes: para defenderse de aquellos que lo hostigaban por su físico esmirriado y su pelo color jengibre (de allí su apodo de Ginger), y para redoblar sobre el banco escolar, lo que incitaba al desorden y al baile colectivo de sus compañeros. Hubo una fiesta en la escuela que fue animada por una banda, y no hubo modo de frenar el reclamo colectivo de los compañeros que querían a su amigo pelirrojo sentado en el banquillo. Ginger Baker jamás había estado frente a una batería; después de ese momento no habría modo de concebirlo sin que estuviera sentado detrás de una.

Pese a su amor por el jazz y bateristas como Art Blakey, Max Roach y el británico Phil Seaman (que lo advirtió sobre la heroína y lo introdujo en la percusión africana), Ginger Baker se abrió paso primero en la banda del bluesman británico Alexis Korner, que para disgusto de Ginger incorporó a un tal Mick Jagger como cantante, y después en el rock flamígero de la Graham Bond Organisation. Del cantante stone dijo que “era un afeminado al que le tocábamos cosas de jazz para confundirlo”. El plural incluye a Jack Bruce, el bajista con el que formaría una de las bases rítmicas más estupendas de la historia, y que además se convertiría en su archienemigo por atreverse a tocar durante la ejecución de su solo de batería, lo que le valió una paliza por parte de Baker, que terminó echándolo de la banda a punta de cuchillo. Graham Bond estaba hasta el cuello de heroína como para defender a su bajista.

Fue Ginger quien fundó Cream, cuando apalabró al ascendente Eric Clapton para que fuera su guitarrista. Pero no daría el sí hasta que Baker aceptara que el bajista fuera... Jack Bruce. “Se me encendieron todas las luces de alarma del mundo”, reconoció Baker. En dos años, Cream cambió el modo de concebir el rock, con los solos de Eric Clapton y los tormentosos tambores de Ginger, que de esa manera incorporó el solo de batería al paisaje; Clapton se convirtió en “Dios” y Jack Bruce sostuvo a pie firme el enfrentamiento con el temperamental Baker. Hasta que la cuerda se cortó por la parte más delgada, en 1968: Eric no toleró esa tensión y se fue. Quería algo más tranquilo, menos estresante y trabajar con Steve Winwood, que había dejado Traffic. Las cosas iban bien hasta que Ginger Baker se enteró de que algo tramaban aquellos dos y se dio una vuelta por el ensayo. Winwood saltó de alegría; Clapton se vio venir un tendal de problemas pero aceptó seguir adelante. Ese otro grupo fue Blind Faith y duró aun menos que Cream por el consumo de heroína de Ginger Baker, que tuvo el dudoso honor de enterarse de su propia muerte mientras conducía un superauto en California, acompañado por tres hermosas mujeres. Resolvió ir a desintoxicarse a Hawaii, pero pronto comprendió que había más heroína allí que en Los Angeles. Entonces se hizo llevar el auto a Kingston y se fue a Jamaica. Cuando regresó a Londres con una bolsa de la mejor marihuana como ofrenda para Steve Winwood, de sus labios supo que Eric Clapton había desaparecido y que Steve iba a rearmar Traffic.

Baker no se iba a rendir tan fácilmente y creó su propio grupo: Ginger Baker’s Airforce, con coristas, percusonista y dos baterías. “Dicen que inventamos la música de fusión, pero yo no sé qué mierda es eso”, explicó Baker en el documental sobre su vida. “Y también dicen que con Cream fuimos los padres del heavy metal: deberíamos haber abortado”, concluyó. Su Airforce se vino a pique a medida que profundizaba su consumo de heroína. Y en esta ocasión se fue a buscar el latido africano, pero en vez de tomar un avión, lo hizo manejando. A su estilo; esto es: con el acelerador a fondo como si quisiera huir del síndrome de abstinencia, y atravesando el desierto hasta que volcó su Land Rover en una duna obstinada. Se radicó en Lagos, Nigeria, donde fue aceptado como uno más del grupo por el gran Fela Kuti, que lo tomó como invitado permanente... a todo, lo que incluía sus shows, sus orgías y sus bacanales. Cuando Paul McCartney eligió Lagos para grabar Band on the Run, tuvo que soportar el asedio de Ginger para que usara su estudio en vez de los de EMI. Y un apriete de Fela Kuti (del que Baker debe haber sido partícipe necesario), que lo acusó de querer robar su estilo musical.

Pero una de las tantas revoluciones nigerianas acabó con la estadía de Ginger, que escapó de la policía tirándose por la ventana y subiéndose a su auto para acelerar con todo mientras las balas le silbaban cerquita. Regresó a Inglaterra y formó la Baker Gurvitz Army, con los hermanos Adrian y Paul Gurvitz, a mediados de los ’70, que podría haber prosperado de no imponerse la inquietud legendaria de Baker, que una vez que dispuso de dinero importó unos caballos de polo de la Argentina. Había descubierto el deporte en Africa, cuando invitado a un club de polo, le ofrecieron varios tragos, lo colocaron sobre un caballo y apostaron a ver cuántos segundos aguantaba. “Salí a 1400 kilómetros por hora y el caballo no pudo tirarme.” Acometió el deporte con la misma pasión demente que depositaba en la batería.

HOMBRE DE NINGÚN LUGAR

Su primera mujer, que le dio tres hijos, siempre le tuvo una paciencia infinita. Pero Baker cometió el desaire de dejarla por una de las mejores amigas de su propia hija, que –encandilada por el hecho de tener a su lado a una estrella de rock– aceptó irse a vivir con él a Italia. Se afincaron en un ignoto pueblito de la montaña toscana, arriba de una colina, con dos caballos y seis perros. Sin luz. Sin gas. La joven se fue con el primer muchacho que encontró cuando la hija de Baker fue a visitarlo con algunos amigos.

“Nunca supe bien si él simplemente se cansa de las cosas o deja a la gente exhausta o necesita moverse a otro lugar”, explicó la tercera de sus esposas, a la que conoció en los ’80, cuando se radicó en Los Angeles. “Aquí, en California –sostuvo la mujer–, Ginger podría haber tocado en todos lados. Pero al final no lo quería nadie: demasiados problemas.” Baker no se achicó; primero, se hizo de amigos en un club de polo donde participaba de los partidos para después tocar con el grupo de jazz del salón, a menudo con su hijo Kofi, también baterista. A mediados de los ’90 puso un aviso en una revista ofreciéndose como baterista, y tuvo la suerte de ser invitado a Masters of Reality, la banda de Chris Goss, con quienes grabó Sunrise on the Sufferbus, y un monólogo de su autoría en el que se quejaba de la incapacidad de los norteamericanos para hacer un buen té. Fue un gran grupo alternativo que no obtuvo reconocimiento.

Cuando el siglo concluía, Baker se alistó en DJQ20, un grupo de jazz que él considera como el mejor de los que tuvo, que deslumbró a todo el mundo en el Iridium de Nueva York con una residencia que contó con varias visitas de uno de sus héroes, el legendario baterista de jazz Max Roach. “¡Mierda, Ginger! –lo saludó–. ¡Tocás como un negro!”, elogio que hace llorar a Baker cada vez que lo recuerda. Pero la deportación injusta de una chica mexicana que cuidaba de sus caballos lo llevó a putear en perfecto inglés británico a todo Estados Unidos por radio, lo que resultó en su propia deportación. Tuvo muchos problemas para retornar cuando Cream se reformó en 2005 y se presentó en el Madison Square Garden.

Y así marchó a su segunda expedición al continente negro, afincándose en Sudáfrica, donde fue hostigado por las mafias locales que no veían con buenos ojos que les pagara a los empleados negros mejor que a ellos. Padecieron su mal humor legendario y parecía que “ya se le había acabado el truquito de tocar la batería”, según Leda, su hija guitarrista. Pero no: la visita de Jay Bulgar, la nota que publicó en Rolling Stone y el documental sobre su ajetreada vida, hicieron que Ginger Baker renaciera una vez más de sus propias cenizas. Que muchas veces son cenizas de los cigarrillos incontables que se obstina en consumir pese a un EPOC formidable que lo tiene en jaque perpetuo.

Hoy, Ginger Baker reside en su Inglaterra natal, bajo los cuidados del sistema de salud, que mantienen viva su débil anatomía hasta el momento en que se sienta en el banquillo de una batería, toma los palillos y se vuelve a convertir en el demonio de siempre, tocando con brillantez, con ferocidad y con un estilo incomparable. “No, no, no –aclaró Clapton en el documental sobre Baker–; Ginger no tiene nada que ver ni con John Bonham ni con Keith Moon. No se los puede comparar. El es más que un baterista: sabe de armonía, de arreglos, puede dirigir una banda. Es uno de los músicos más completos que yo haya conocido.”

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