Domingo, 11 de mayo de 2014 | Hoy
CASOS Música andina con actitud rockera, sincretismo sonoro y choque cultural: existe una fuertísima escena de heavy metal parido en el Altiplano, en plena cordillera, con grupos que ya tocaron en eventos oficiales frente a Evo Morales. La nueva ola metalera se está formando en Bolivia, donde varias bandas sin prejuicios se animan a fusionar guitarras salvajes con zampoñas y quenas.
Por Nicolás G. Recoaro
El Alto es una ciudad pesada. Su leyenda joven de luchas y resistencias populares ha quedado tatuada en las tres últimas décadas de historia boliviana. Como en 2003, cuando se desató, sangrienta, la Guerra del Gas y miles de alteños hicieron renunciar al agringado presidente neoliberal Gonzalo Sánchez de Lozada. Y así germinó la llegada al poder de Evo Morales, el primer presidente indígena de Bolivia. “El Alto de pie, nunca de rodillas”, es el grito de guerra de toda una generación de migrantes rurales que habitan la ciudad más pobre y poblada del Altiplano y capital aymara del mundo. Actitud rebelde, y por qué no, algo rockera.
Cada jueves y cada domingo, con la Cordillera Real y los picos de nieve eterna del Illimani como telones de fondo, la Feria 16 de Julio toma por asalto la ciudad de El Alto, enclavada a casi 4000 metros de altura. Los comerciantes la transforman en el shopping a cielo abierto más grande del mundo. Según cuentan con orgullo los alteños, uno puede comprarse en la feria desde un tornillo hasta un auto importado del Japón –quizás algo flojo de papeles–. Entre chicharrones de cerdo, tablets, aguayos y ropa norteamericana de segunda mano, pero primeras marcas, las cholas de trenzas largas y sombrero bombín manejan con destreza el arte de la compra-venta: las milenarias tradiciones de los Andes le marcan la cancha a la globalización exacerbada. Entre tanta borrachera del consumo, uno puede toparse también con estoicos muchachitos de rasgos andinos que resisten el pesado sol ataviados según la estricta etiqueta negra: campera de cuero negra, remera negra, chupines negros, borcegos negros y larga melena al tono negro. En sus puestos de feriantes, ofrecen las últimas novedades de la vital escena del heavy metal boliviano.
Con vuelo propio, algo lejos del formato tradicional nacido en tierras gringas, en el parnaso metalero boliviano han comenzado a recuperar cierta búsqueda creativa surgida en la escena local setentista con grupos como Wara. Varios años después, la veta se continuó con Octavia y Sabathan, que exploraron la fusión de ritmos tradicionales del Altiplano, como el tinku o la saya. “Lo que estamos buscando es crear música andina, pero con el poder y la actitud del rock”, cuenta desde La Paz, Viko Paredes, líder de Alcoholika La Christo, uno de los grupos pioneros en abrirle el juego a la mixtura de ritmos. Sincretismo, unión –o quizá choque y entrechoque– de culturas, jugada netamente marketinera –en un mercado discográfico original liliputiense– o simplemente heavy metal a la boliviana. Para algunos, la nueva ola del metal global se está formando en los Andes.
“El metal posee una cercanía natural con los ritmos andinos, por su irreverencia ascética (y se me viene a la mente la frase ‘Los Andes no creen en dios’), como también por su carácter antisistémico y pagano. Y estrictamente en lo musical, las zampoñas, las zankas, los pinkillos y otros instrumentos andinos pueden combinarse y cazar muy bien con las distorsiones mayormente bajas y agresivas del heavy metal”, explica desde La Paz el escritor Aldo Medinacelli. De reciente aparición es Metal Marka, homenaje a la icónica banda K’alamarka –quizás el conjunto folklórico boliviano con mayor proyección internacional después de Los Kjarkas– que realizaron una docena de grupos metaleros provenientes de todas las regiones del país. Este disco es un botón de muestra del nuevo estilo híbrido, que combina riffs acelerados y dobles bombos guerreros con solos de zampoñas y quenas.
El crítico musical Javier Rodríguez Camacho, uno de los pocos que se han dedicado a reflexionar sobre el devenir de la música popular boliviana contemporánea y autor del fundamental ensayo Kosmische Cumbia, explica en diálogo con Radar que “la fusión de rock duro y sonoridades autóctonas ha sido desde siempre una de las vetas más fecundas en la música contemporánea boliviana. Esta tendencia se observa desde los inicios, cuando en la estela de bandas inglesas progenitoras del heavy como Deep Purple o Led Zeppelin, grupos rockeros paceños incorporaban motivos andinos a su sonido eminentemente blusero. Son paradigmáticos en este sentido el disco El Inca (1973) de Wara y Gusano Mecánico (1974) de Clímax, entre otros. Pero a partir de 2007, un período que coincide con la presidencia de Evo Morales, han aparecido nuevas bandas que sin incorporar directamente instrumentos, sonidos ni temas autóctonos en sus propuestas, tienen más asumida la persistencia de lo nativo en todos los ámbitos nacionales. No tratan lo indígena como algo a reivindicar desde lo ideológico ni un gran tema nacional, mucho menos como el Ichspaltung que exploraron en sus composiciones las bandas de hard rock setentero, sino como algo que coexiste naturalmente en nuestros espacios de consumo cultural y es igual de legítimo que otras músicas”.
Metal Marka incluye los grandes éxitos de la veterana banda de folkloristas nacida en la década del ’80, con títulos que podrían hacer ruborizar a más de un metalero ortodoxo. “Aguas claras”, “Mamita” y el inoxidable “Cuando florezca el chuño”, entre otros, son reversionados por los principales exponentes del metal boliviano: los paceños Nordic Wolf, Bruuhash, Hostil, Disanhellium, Metalian, Thrasmaniacs y República Límite, los cochabambinos Bajo Tierra, los cruceños Bloody Compani, los potosinos Alma Eterna y los chuquisaqueños Logia.
El punto más alto del disco es el clásico tema de K’alamarka inspirado en el código moral andino: “Ama sua, ama llulla, ama quella” (“No seas ladrón, no seas mentiroso, no seas flojo”, en quechua). Viene interpretado por los alteños Armadura, una banda que paradójicamente cuenta entre sus principales fans a los funcionarios de la demonizada Embajada de los Estados Unidos en el país andino. Cuentan que los Armadura dieron un recital en la última celebración del Día de Acción de Gracias en la sede diplomática (antes de la expulsión del embajador). Pero también fueron parte, pocas semanas atrás, de los festejos organizados por el gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS) por el lanzamiento del satélite de comunicaciones Túpac Katari 1, que marcó el ingreso de Bolivia en la era espacial.
La gira presentación de Metal Marka por las ciudades de Sucre, Cochabamba y La Paz conoció altibajos y demostró las dificultades de la escena metalera boliviana para dar el gran zarpazo. Como en la clásica novela de Augusto Céspedes, el diablo siempre anda metiendo la cola en Bolivia. Richard Sánchez Martínez, periodista del matutino paceño Página Siete, arriesga: “El metal en Bolivia no existe, es tan ínfimo y reducido que ni tiene público y mucho menos mercado. La pésima organización hizo que el concierto de La Paz se postergara dos veces, y que se cambiara de local. Del gran Teatro al Aire Libre a El Fantasio, un boliche para 200 personas donde generalmente se hacen matrimonios o fiestas de colegios”. Sin embargo, en un artículo publicado recientemente en The New York Times, el cantante de Armadura, Boris Méndez, rescataba que durante las fechas de presentación del disco, el público reaccionaba más efusivamente con las canciones que combinan instrumentos de viento, que ante las que eran de puro metal. Por su parte, el multiinstrumentista Yuri Callisaya, encargado de los vientos en el grupo, afirmaba que las nuevas generaciones de metaleros alteños, en su mayoría hijos de migrantes rurales, están empapados de la fusión: “Disfrutan del hip hop en aymara, tocan rock, escuchan reggaeton, tienen todo un mundo de géneros. Sin embargo, sus familias mantienen las tradiciones, como alimentar a la Pachamama en el mes de agosto”.
Desde el escenario principal, el presidente Evo Morales, sus ministros y algunos diplomáticos disfrutan del aletargado show folklórico. Sobre una pequeña tarima, siete u ocho pibes enfundados en sus ponchos marrones y con los chulos multicolores en la cabeza, hacen sonar una melodía dulce con sus zampoñas. Hasta que de golpe, la explosión de guitarras, sintetizadores y batería dan la señal precisa para el frenético ingreso a escena de unos treinta bailarines que se sacuden en un pogo milenario, al ritmo de una versión metalera del tradicional tinku. Esto sucedió a principios de diciembre del año pasado, durante la ceremonia de promoción del Rally Dakar, que por primera vez pasó por el país andino: el evento llegó a su fin con la agitada actuación de la banda Alcoholika La Christo. En diálogo con Radar, el frontman Viko Paredes recuerda que la idea de mezclar metal y ritmos andinos le surgió durante la década del ’90, en una estadía en Washington. Paredes dice que en los Estados Unidos frecuentaba un restaurante que ofrecía los clásicos manjares de la comida boliviana –con música andina de fondo–, y el local estaba pegado a una discoteca en la que se pasaba tecno. El músico tuvo una suerte de iluminación cuando un día, desde la calle, escuchó la mezcla de los dos ritmos.
“En esa época, había millones de bandas que trataban de ser Metallica, Guns N’ Roses o Sepultura, y pues había que poner la diferencia –dice Paredes–. La primera fusión la hicimos en el año 1997, cuando comenzamos a indagar sobre las diferentes zampoñas, sikus e italaques, y surgió el disco Raza de bronce.” Con los años, la banda de Paredes también experimentó con el tinku, el ritmo que identifica al ritual que se lleva adelante en la localidad potosina de Macha, en el cual cientos de comunarios se miden una vez al año en duros enfrentamientos a golpes y ofrecen su sangre, para que la Madre Tierra sea generosa en la próxima cosecha. Una ceremonia que tiene poco que envidiarle a un fraterno pogo en cualquier recital de la escena metalera global.
Antes de embarcarse en una minigira por el sur de Bolivia, Paredes explica que prefiere que no cataloguen su música. Ni metalero ni folklorista. Simplemente, se define como un músico bastante curioso, “con agresividad, oscuridad y mucho sentimiento”. Para algunos de sus colegas, como Sharbel Gutiérrez, líder de la legendaria banda de grindcore Subvertor, la exploración de Alcoholika es netamente de “mercado, porque de identidad y sentimiento aymara y quechua, no se ve mucho en el grupo. En realidad, no hay muchos grupos en los que se pueda apreciar un producto propio, con identidad y filosofía andina”. El crítico Rodríguez Camacho puede aportar algunas precisiones finales: “Antes que una fusión plena, se podría hablar de la perseverancia de trazas andinas en la música urbana contemporánea de Bolivia. Pasa lo mismo con la cumbia, el pop y, naturalmente, el rock; que no pueden escapar de ese hecho. El metal está dejando de ser una excepción. Sí, tenemos por lo menos dos décadas de retraso en la fusión de heavy metal y sonoridades autóctonas, pero últimamente hay señales para creer que comenzamos a avanzar”.
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