Domingo, 19 de abril de 2015 | Hoy
Por Juan Bautista Duizeide
Primavera de 1982 en una isla sobre el río Santiago, afluente del Río de La Plata, en las cercanías de Ensenada. Media tarde. En la isla funciona un colegio internado para varones muy particular: el Liceo Naval Almirante Brown, un secundario dependiente de la Armada Argentina con muy buen nivel académico, exigencia física bastante alta, actividades náuticas, instrucción militar.
Un cadete de quinto año, solo en el aula correspondiente a su división, está leyendo un libro cuando entran dos oficiales. El cadete, un adolescente de unos diecisiete años, se pone de pie y en posición de firmes como indica el reglamento. El más antiguo de los oficiales –un teniente de navío de infantería de marina, que estuvo unos meses antes movilizado a una base del sur por la guerra de Malvinas– le indica descanso. El cadete cambia marcialmente su posición, pero continúa de pie, de cara a esos oficiales que hacen una ronda de rutina.
Sobre el verde de la cajonada –una especie de pupitre con tapa donde guardar carpetas, cuadernos y manuales– se destaca el libro forrado de blanco que estaba leyendo el adolescente de diecisiete años. Ese libro, en ese momento, es un peligro. Aunque el programa de literatura del Liceo incluya autores como Miguel Hernández, Federico García Lorca, Antonio Machado, Pablo Neruda, Alejo Carpentier y Julio Cortázar, aunque en la biblioteca estén también las obras de Roberto Arlt, Italo Calvino, J. G. Ballard entre tantísimos otros libros, y su acceso sea irrestricto, los libros que los cadetes lleven desde sus casas deben ser entregados al jefe de año para que los autorice. El cadete, que desde primer año se lleva libros desde su casa a pesar de que la biblioteca del Liceo es inabarcable y variada, nunca los hizo autorizar. Nunca, tampoco, lo encanaron por eso. Jamás lo habían pescado. Ahora, piensa el cadete, va a ser la primera. Justo cuando le faltan unos pocos meses para egresar como bachiller y guardiamarina de la reserva naval, para irse a estudiar a Buenos Aires. Justo cuando ya es uno de los que mandan en la isla, apenas por debajo de los oficiales, pero por encima de todos los demás cadetes.
El oficial más joven le dice al cadete:
–Qué bronceado...
Efectivamente, ese cadete tiene la cara aún más bronceada que los demás, que de por sí la tienen bronceada todo el año por hacer cada día actividades al aire libre. En semejante comentario, el cadete, que por algo es cadete de quinto año, identifica una posible línea de fuga. Entonces contesta:
–Fui a correr una regata el sábado y había mucho sol, señor...
–¿Y cómo salieron? –le pregunta el teniente de navío alto, flaco, pelirrojo, de bigotes a reglamento.
–Ganamos, señor.
–Lo felicito –le dice el teniente de navío–. Siéntese.
Y se van, el teniente adelante, el guardiamarina detrás.
Respira el cadete. Acaba de salvar su fin de semana. Y por ahí hasta corre otra regata en el Betty Boop si es que vuelven a admitirlo como tripulante.
Más de tres décadas después, un hombre que no ha dejado de ser aquel cadete, aquel lector clandestino, recuerda. Desde otra isla, cerca del Río de La Plata, por el arroyo Gambado, a unos metros de la casa adonde sabía escaparse Haroldo Conti, un autor que por entonces él no conocía. Recuerda aquel libro forrado de blanco y cómo llegó hasta él. Piensa que en aquel episodio lejano acechaba una enseñanza.
El libro era Las venas abiertas de América Latina. Se lo había prestado Miguel Andreux, un compañero de promoción que por años fue una especie de guía; juntos fueron a ver al cine Lara La canción sigue siendo la misma, al fin de la dictadura; juntos fueron después a ver The Wall; y también él le pasó el Balzac de Martínez Estrada. Tipo raro el Mike, piensa, autor de un Jesucristo para principiantes del que también hizo las ilustraciones, compilador de un diccionario esotérico... “Tomá. Es de un socialista español. Pero lo que dice es cierto...”, fueron las palabras del Mike al entregarle aquel libro camuflado de blanco.
Ni aquel cadete que recibía el libro, ni su amigo que se lo entregaba conocían nada del autor, lo cual muchísimas veces resulta una de las mejores maneras de aproximarse. No sabían que no era español sino uruguayo, perseguido y exiliado. Tampoco sabían que aquel libro estaba prohibido afuera de la isla, donde también había que someter los libros a autorización militar. Ni sabían que este
Galeano había dirigido una revista llamada Crisis o que había sido amigo de un escritor llamado Haroldo Conti, cuyos libros no estaban en la biblioteca del Liceo, así como no estaban los de Rodolfo Walsh, Francisco “Paco” Urondo, Miguel Angel Bustos o Roberto Santoro.
El hombre piensa ahora, mientras la marea repunta, que las mejores lecturas siempre son lecturas peligrosas. Lecturas hechas contra la lengua de la institución. Se trate esa institución de la Armada Argentina en tiempos del masserismo, de la historia en tiempos de Novaro y Palermo, de la literatura en tiempos de César Aira o de la política del progresismo panglossiano. Esa era la enseñanza que latía en aquella casi fábula de hacía tantos años, cuando tenía poco menos de veinte años y el pelo muy corto.
Gracias, piensa el hombre, y va a fijarse que esté el bote listo por si la crecida sigue.
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