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Domingo, 13 de mayo de 2007

La fiesta de los monstruos

 Por Alan Pauls

“Come en casa Borges.” La frase –simple, transparente, apenas matizada por una predilección sintáctica, como le gustaba a Adolfo Bioy Casares que fueran las frases y la literatura– es el mantra, el talismán, la contraseña feliz que brilla y se repite una y otra vez a lo largo de las 1650 páginas de Borges, el diario en el que Bioy registra con maníaca constancia los cuarenta años de la amistad más conspicua de la literatura argentina. Cada vez que leemos “Come en casa Borges” adivinamos la fruición, la perfidia, el entusiasmo casi escolar con que Bioy debía celebrar las visitas de su amigo: primero cuando se las anunciaba a su mujer, Silvina Ocampo; después, por las noches, antes de acostarse, cuando transcribía los pormenores más ínfimos de lo que habían conversado durante la cena. Porque Borges y Bioy pueden salir, visitar a otros amigos, viajar, asistir a eventos culturales, a entierros, a reuniones literarias, pero es en la conversación –género verbal y espacio íntimo– donde se mueven como peces en el agua y son como quieren ser, como no les importa ser, como serían siempre si las etiquetas de clase, las reglas del decoro y las obligaciones sociales no los amordazaran. En la conversación, el infierno que son los otros deja de ser un límite, un llamado a la mesura, y se convierte en lo peor, o lo mejor, que un par de forajidos de la maledicencia como Borges y Bioy pueden tener a su alcance cuando están juntos: un tema; es decir: un objeto de goce supremo. Tan supremo como un cuello joven para un decapitador medieval.

Esa dimensión conversacional es uno de los primeros anacronismos que sorprenden en estos diarios. (Otro, menor, del que parecen separarnos siglos, es la increíble, adánica cantidad de tiempo libre que tenía Bioy Casares, que además de su obra literaria, nada escasa, sus viajes y sus conquistas amorosas, menos escasas que su obra, podía darse el lujo de llevar un diario con la regularidad de un cucú suizo.) Hoy, convertidos en “personajes”, los escritores charlan en público entre sí, o con críticos, o periodistas, o editores, y exponen su competencia verbal en arenas tan dispares como ferias del libro, coloquios, homenajes, periódicos, programas de radio o de TV. No sé qué se imagina la gente que hacen cuando están en privado, pero seguro que charlando no. Para Bioy y Borges, en cambio, que conocieron la pompa mediática pero nunca terminaron de sintonizar del todo sus códigos, la conversación –como la habitación de burdel para el burgués del siglo XIX– lo era todo: confianza, intercambio, perversión y, sobre todo, laboratorio secreto de una maldad desenfrenada. Los amparaba una larga, prestigiosa tradición de dúos parlantes: Boswell y el doctor Johnson, por supuesto, pero también Goethe y Eckerman, Kafka y Janouch, Walser y Seelig... Sólo que Borges y Bioy van mucho más lejos. Como sus antecesores ilustres, hablan de literatura, glosan versos, debaten grandes ideas, pero el plato fuerte que los pierde es el chisme, el ejercicio sarcástico, la risueña denigración, obras maestras de una pequeñez más digna de una peluquería de barrio o de la mundanidad viperina de Andy Warhol que de la noble tradición del siglo XVIII inglés.

La pregunta es: además de la confirmación de que Bioy y Borges eran unos reverendos mandarines de la hipocresía, ¿qué hay de realmente novedoso en la dilatada salida del closet que consignan estos diarios? No, sin duda, el gusto borgeano por la injuria. Ya eran vox populi el pulso y la puntería con los que Borges –con su fragilidad, su bastón, su ceguera, sus tartamudeos encantadores– practicaba tiro al blanco con sus enemigos (en primer lugar el peronismo, bête noire que no cesa de desafiar al tiempo cambiando de forma; después los comunistas, el psicoanálisis, la literatura de vanguardia, la vulgaridad, etc.). No sabíamos, en cambio, hasta qué punto los empleaba también con sus amigos, con los colegas que en público decía respetar, con los escritores cuyos libros prologaba, con los poetas cuyos versos citaba de memoria, con las mujeres de las que confesaba estar enamorado. (Su madre, protegida aun por Bioy, es la única que sale indemne de las 1650 páginas.) Y sin duda no sabíamos la venenosa complicidad con que lo acompañaba Bioy, en cuya reserva –mucho más genuinamente de clase que la de Borges– detectábamos hasta ahora señales no tanto de rencor o de saña –afectos demasiado “sucios”– como de la indiferencia que podía suscitar en cualquier señorito de la pampa húmeda argentina todo lo que no fuera él, todo lo que no fuera como él. Borges es la crónica minuciosa de una alianza absoluta, sin margen para la disidencia (es Silvina Ocampo, mujer y rara, culpable de una literatura decididamente excéntrica para el credo límpido de Bioy y Borges, la que cada tanto se atreve a ensombrecer los acuerdos masculinos con un reparo o un silencio), fundada a la vez en el pudor extremo (no hablar explícitamente de sentimientos, de sexo, de nada que resulte demasiado privado incluso para la conversación privada) y en la desvergüenza extrema (hablar con todas las letras de todo lo que se opone, obstaculiza o simplemente afea el horizonte estético-ideológico de la célula amistosa).

En rigor, esa especie de pacto de sangre ya había dado y publicado algunos frutos, sólo que en el terreno de la ficción: la obra excepcional, aunque esporádica, de H. Bustos Domecq, seudónimo que Borges y Bioy habían formado acoplando algunos apellidos familiares de segunda línea y usado para firmar una serie de relatos barrocos, brutales, a la vez obscenos y políticos. (En “La fiesta del monstruo”, quizás el más célebre, publicado como un panfleto clandestino durante el primer peronismo, una muchedumbre que rumbea hacia una manifestación se distrae un poco y carnea a un transeúnte judío con un cortaplumas.) Más que un alias literario, Bustos Domecq era un nombre de guerra. Les permitía escribir, en una lengua que contradecía al máximo la pureza patricia de la que practicaban, todo lo que sus identidades oficiales de escritores les prohibía escribir. Nacido a principios de los años ‘30, al calor de un folleto publicitario sobre el yogur escrito a cuatro manos en la estancia láctea de la madre de Bioy, ese alter ego permisivo y escatológico es sin duda el precursor ficticio de la extraña bestia de dos cabezas que Borges y Bioy forman en estos diarios. Porque Borges, en efecto, es una feria de infamias joviales organizada por un par de truhanes que sólo saben dos cosas: que no los escucha nadie y nadie los castigará. Más que agresivo, hay algo profundamente infantil, casi enternecedor, por ejemplo, en el trance conjunto que los transporta cuando resuelven con trampas y bajezas problemas “serios” de traducción o de edición (es el caso de la famosa antología Cuentos breves y extraordinarios: “Contemos nosotros el episodio”, propone Bioy cuando no encuentran la fuente de una leyenda india, “y se lo atribuimos a un autor cualquiera”), en la despreocupación con que bajan de un hondazo a los mejores poetas para reemplazarlos por burócratas ilegibles (Oliverio Girondo por Arturo Capdevila o ¡Menéndez y Pelayo!), en las regocijadas palizas que propinan a los intocables (Shakespeare es un “amateur, the divine amateur”, Goethe, “el mayor bluff de la literatura”), en el deleite de mezclar lo sublime (Quevedo) con lo bajo (los pedos, los pedos como “reclamos de putos llamando a putos”), en el epíteto monomaníaco (la frase “Es un bruto” le sirve a Borges para descalificar cualquier cosa, desde escritores hasta presidentes), en la renovación jocosa de estereotipos verbales (“En menos que... trepa un cerdo/ suda un negro/ caga un feo/ nace un chino/ tarda un rengo/ mira un tuerto”), y en la misoginia, el racismo y todas las subespecies de la incorrección política que dos niños modelo ejecutan sobre unas criaturas de arcilla teniendo en mente todas las personas reales que la vida adulta o diurna los obliga todos los días a saludar, a sonreír, a elogiar.

Sólo hay dos momentos fuertes en que Bioy parece tomar distancia de su amigo y, como si el pacto que los une quedara en suspenso o él hubiera madurado de golpe, lo contempla desde afuera. Uno, cuando nombra la condena boswelliana que pesa sobre él: ser “el discípulo o alter ego de Borges”, que “me cocina y me sumerge en la comparación”, “nefasta para la difusión de mis libros y para que se me tome en cuenta como escritor”. (Pero si Bioy fuera algo más que un Boswell brillante, lo que ya es mucho decir, ¿por qué su diario “sin Borges”, Descanso de caminantes, parece, al lado de éste, de una fatuidad mediocre y sin consuelo?). El otro momento es cuando está en juego la vida sentimental de Borges, desdichada, irremediable, capaz de suscitar en Bioy, un profesional de la prescindencia, uno de los pocos impulsos “intervencionistas” que se permite a lo largo del diario. Y está por supuesto la bella escena del final, con Borges en Ginebra, separado del mundo por el cerco de María Kodama, muerto, y Bioy en Buenos Aires, enterándose de la suerte de su amigo en la calle, por boca de alguien a quien ni siquiera conoce. “Pasé por el quiosco”, escribe. “Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges.” El resto es risa pura, la risa de los dos escritores argentinos con los que desapareció otro anacronismo crucial, que todavía no sabemos si seguir deplorando o ponernos a añorar: una vida privada. La risa de dos monstruos que se dan la gran fiesta a espaldas del planeta entero, entregados a una especie de revanchismo ligero, homeopático, ni siquiera violento, que sabe que cuenta con todo el tiempo del mundo porque mañana, una vez más, “Come en casa Borges” y todo volverá a empezar.

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