Sábado, 11 de agosto de 2012 | Hoy
Por Miriam Cairo
Perro callejero. El perro en cuatro patas, como un prestidigitador de sesenta y nueve sensaciones, barría con la lengua el estrecho callejón sin salida. Limpiaba, limpiaba, limpiaba hasta hacer una compota de suspiros. Metía la trompa en la boca de tormenta y el callejón se estremecía. Del otro lado alguien tiraba de la cadena supurante hasta arrancarle un collar de aullidos invisibles.
Halcón peregrino. El halcón peregrino entró en la habitación con el frasco de la noche entre las manos. No podía hilar lo que decía. No podía recordar las nubes, ni el color blanco, ni las formas. No podía recordar que los labios hasta hablaban. Con la tremenda mano en el largo cabello estiró las alas calientes. Volcó el frasco de la noche y las lunas rodaron como besos. El pájaro se disolvía en silencios y humedades. Compartió una bebida caliente, un pedazo de pan, un nombre. Luego frotó la lámpara maravillosa y se cumplieron todos sus deseos.
Pez espada. Sentado en el muelle, los pies apenas tocan el agua. Esta noche quiere ser de aire. Quiere ser de un país en el que esté amaneciendo. Flotante y descreído no escucha a los otros peces que vienen a preguntarle algo sobre las branquias y otros vocablos marítimos. Sólo aquellos de nosotros que han nacido pueden conjurar la nostalgia de los suspiros. A veces es la sed, a veces el llanto. Pero a veces es sólo el aventurero que salió del mar para perseguir los rostros del aire. Toca apenas el agua con los pies. El amor de las algas marinas invade los recuerdos, pero él se sutura la luna a las escamas. Quiere algo más que mar. Quiere respirar el aire.
El buho y la rana. El búho dijo: me gustaría sacarle unas fotos como éstas. La rana desnuda quería ver las estrellas. Me gustaría ver las estrellas, dijo la rana desnuda. El búho abrió los ojos redondísimos y dijo, póngase así, respetuoso. La rana se puso así y el cielo se abrió sobre su cuerpo. Cayeron uno por uno los astros inmensos. Sáqueme una foto bañada de estrellas, dijo la rana, complaciente. Y el búho sacó un montón de fotos movidas pero igualmente hermosas.
Ave migratoria. En temporada, se desplaza hacia la pluralidad, hacia la excitante certeza de lo vario. Del cristal de las razas puras se ocupan otros. Una partícula de aire lo abarca todo, lo penetra todo. En una rama vecina, dos pájaros mestizos respiran el mismo aire. Pasa una pájara rubia y una pájara morena, aleteando las plumas perfumadas de membrillo. En el árbol del dancing suena la cumbia como redoble de campanas y los feligreses acuden al templo. El ave migratoria también. Se acerca a una pájara colorada. Dice algo incomprensible primero. Dice algo raro después. Se debilita lo dicho al decírselo y la pájara le sonríe extasiada. Bajo las luces azul violeta de la noche el rocío los humedece. Es usted hermosa, dice él, y a la pájara se le asombra el punto único, el nervio central. En el árbol se encienden y apagan los lirios que habían bajado de la luna. Los pájaros bailan. El le pregunta si está casada. Ella dice, a veces. El ave migratoria y la pájara colorada cruzan volando al árbol de los besos. Ella cae de espaldas. El la deja caer. Caen juntos hasta que amanece. Entonces, el ave migratoria dice adiós y se marcha, porque eso es lo que debe hacer.
Oveja negra. La madre en camisón, llorando, gesticulando, comiendo cabeza abajo y regando de lágrimas la arada. La hija por nada del mundo masticaría una sola de las flores del campo. De nada le ha servido, a la madre, colocar bolitas de naftalina en las grietas de la tierra, ni bolitas de moralina entre los fardos. La hija más blanca que el alcanfor le ha salido con el alma bruna. Enamorada de las flores silvestres se alimenta de orugas y pestañas. Si no engorda, el señor Benetton la expulsará del paraíso. Por todas partes cuelgan, de los alambres negros, pájaros con carteles publicitarios y ángeles contratistas. La madre no sabe qué leer primero, si Memorias de una princesa rusa, o el Nuevo Testamento, o el Manual de las amas de casa, o la Cosmopolitan. Algo tiene que hacer con esa hija descarriada que no le dará nietos, ni orgullo, ni lana, ni nada.
Mariposa de la noche. En el centro del mundo el hombre mira a la mariposa de la noche, embarcada en una felicidad que él no le ha dado.
El. Su amante. El hombre pide la cuenta. Se la traen en una bandeja color plata. La mariposa de la noche cruza encantadoramente las patas.
El silencio cae sobre la tarjeta de crédito. La mariposa de la oscuridad se acerca al hombre. Dice algo ocultando el rostro con su mano.
El hombre ríe. En torno de ellos van girando miles de ideas que mueven apenas la cabeza y son de todos colores, a cual más luciente.
La mariposa de la noche se balancea en la madrugada vacía creando a voluntad una pequeña luna blanquísima.
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