Lunes, 7 de enero de 2013 | Hoy
Por Dahiana Belfiori
Sale el sol y hay un alivio de inundación, de tempestad de agua en veredas, colchones y alfombras. Un susurro, imperceptible, repica en cada garganta: ¡Qué no llueva más, por favor! Pero nadie se atreve a maldecir la lluvia, que se cuenta en milímetros caídos, en niñxs evacuadxs y en hogares de chapa y tierra derrumbados. Se susurra aquello que no se puede decir en voz alta y tampoco esconder, y resulta que a veces los susurros son más poderosos que la palabra gritada a viva voz: tienen en su origen la fuerza del viento removiendo la superficie del agua que no desagota, que no filtra. Susurro: bruja que provoca efectos de lo invisible en lo visible. Los efectos del agua que cae insolente son tan perceptibles que resulta obsceno no mirar. Aun así hay obscenxs. Aun así la obscenidad nos gobierna. Susurramos para que deje de llover, y para que no se enoje la indómita lluvia, que no tiene la culpa de nuestros abandonos.
Cavar una zanja o una canaleta, en la tierra azabache, dura, apisonada, es la tarea. Cavar la zanja mientras se mira para los costados y sólo hay agua y más tierra mojada, y agua agua agua. Tantas veces esperamos la lluvia, tantas veces suplicamos por ella en esta ciudad sin río. Ahora, hay mujeres con sus hijxs descalzxs que se organizan para cavar una zanja que lxs salve de la lluvia permitiendo escurrir la bronca y la impotencia. Allí donde no llega ningún Estado, allí donde sólo son valiosos los votos en cada elección, pero durante el resto de la vida, la vida pesa llena de olvidos. Ante el paisaje desolador, me asombra la alegría y la fortaleza de esas mujeres. Y siempre la presente sonrisa de lxs niñxs, siempre. Me aferro al mango de la pala para no marearme en esa dentadura inocente. Penetro, ahueco, hundo, socavo enérgicamente la tierra bruna, con lo que dan mis pocas fuerzas, pero cavo. La humedad se pegotea en las jarras con jugos y cervezas compartidas. Apuro el trago para seguir. Para no atragantarme, sonrío y cavo. Cavamos. La zanja no alcanzará para salvar los ranchos. La madrugada traerá relámpagos que iluminarán el camino inundado desde el hogar a la casa de todxs. Y habrá colchones secos, frazadas, y un arrullo tibio de canción de cuna compartida.
Esa noche se tenderán puentes, nos cuidaremos. La mañana nos traerá leche con chocolate en manos solidarias y habrá fueguitos en ropas nuevas y abrazos con gusto a arroz con pollo. Darle la espalda a la lluvia, para abrazar soles, por una vez. Diques de esperanza, desagües de solidaridad sorprenden y contienen el agua que invade. Lxs niñxs juegan en el galpón, como llamamos amorosamente a la Estación, que es centro cultural y centro de evacuadxs al mismo tiempo. Siento que la dignidad existe y se agita una frase del I-Ching en mi cabeza: No estés triste; debes ser como el sol al mediodía. Plenitud del sol al mediodía. Eso fuimos en medio de la noche de toda noche. Lxs niñxs nos enseñan paciencia y soles. Sólo quisiera soles para esxs niñxs, como los que alguna vez tuve.
Sale el sol, sale la siesta. Paseo por los pastos de una callecita arbolada. Aromas de hojas de eucaliptus se elevan desde las plantas de mis pies y deambulan entre mis axilas y mi cuello empujando las fosas nasales hasta hacerlas vibrar. Aromas pesados y redondos como gotas de lluvia en verano. Una sinapsis alocada me provoca el vértigo de mil imágenes por segundo. Me aferro al olor que empuja los recuerdos, volviendo y revolviendo a mi niñayó. El eterno retorno es eso: siempre regresar a la niñez, esa matria. Soy una eterna recienvenida y me pliego en el montoncito de hojas de eucaliptus quemadas por lxs vecinxs en cada casa, suerte de alambique casero en el que se destilan los sueños que se llevan la humedad y los mosquitos. Desde esa niña que fui, lanzo un conjuro: ¡que se los lleve pronto!
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