Viernes, 8 de marzo de 2013 | Hoy
Por Dahiana Belfiori
Una fue entendiendo, al resistir el peso de la costumbre sobre la mollera --esa tela de araña gigante que se teje segundo a segundo y desde los siglos de los siglos en el silencio de los gestos y las miradas--, qué era eso de ser mujer, qué era eso de ser varón y de paso, qué era ese horror extenso e indefinido de no ser ni varón ni mujer. Una fue aprendiendo que la cultura -en la encarnadura cotidiana de lo familiar- dejaba marcas, marcas invisibles por no ser decibles, por no poder ser dichas, marcas simbólicas. Pero también, señales en la carne, diseccionando y clasificando: lo que se muestra y lo que no; lo que duele, y lo que no tiene que doler. La tela de araña metamorfoseándose en escalpelo: ese bisturí llamado cultura. Una fue acatando órdenes, interiorizando comportamientos debidos e indebidos. Una fue callando. Y cada vez la voz se hacía menos audible. Y cada vez los miedos, más ciclópeos. Una fue asumiendo que la palabra no era propia. Que a una, la decían otros.
Todavía recuerdo aquel baile de fin de año en el que luego de que se bajara el telón, la niña que era yo, salió corriendo excitada, como si estuviera ante un gran descubrimiento, vociferando a su madre que observaba tras las bambalinas de un teatro de pueblo: "¡Mamá: bailé, me vi y me gusté!" Esa madre que era mi madre no pudo más que reír a carcajadas ante la ocurrencia de esa hija de no más de cinco o seis años de edad. Es que en el alboroto y aquellas palabras se traslucía una definición, provisoria y momentánea, de la felicidad; felicidad de la que ninguna de las dos quisimos sustraernos. Yo me gusté, mientras me sostenía en media punta y sin tutú en una danza que a pesar de ser para otrxs porque era la muestra anual de la academia, fue vivida como experiencia de autoconocimiento, de un poder hacer, ha(s)ciendo. No había conciencia plena de la mirada externa; quizás sí, un coqueteo con un espejo todavía desconocido. Pero lo que sí había era una suerte de regodeo en la dulzura y un estar ahí, bailando. ¿Libre? Tal vez. Sé que sentí placer. Y era eso lo que se dejaba oír en la exclamación infantil, o eso es lo que ahora quiero creer y recordar.
Hasta que las palabras no fueron mías. Ese yo que asomaba a la urdimbre del mundo con una timidez incipiente comenzó a no reconocerse. La timidez se convirtió en mudez y llegó el día en el que ya no me gustaba. Hubo despertares, sacudones, entregas, y más marcas. Hubo la vida. Me encontré luego con un feminismo que confirmó mis sospechas de que el famoso zapatito de cristal era una cárcel creada para retenernos a mi madre y a mí y a muchas como nosotras, domesticadas a lo doméstico, sin que nos diéramos cuenta y sin que tuviéramos la posibilidad de chistar. Yo chisté, por supuesto (al menos tenía un recuerdo del cual aferrarme). Reencontré mi voz en una voz colectiva. La cultura ahora me ofrecía otras herramientas. Porque había historia, porque había caminos recorridos, porque otras habían dicho lo que yo adivinaba. Ahora hablo. Y también escribo; así, con imprecisiones y vaguedades, con un yo limitado y libre a la vez. Y además dejo que mi cuerpo se entregue al baile que se trenza en las calles y que se parece tanto al de mi niñez.
Este ocho de marzo, como tantos otros ochos, diré y diremos que no queremos ni flores ni bombones, que queremos lo que nos corresponde y que lo que nos corresponde es ni más ni menos que lo que vamos decidiendo importante para nosotras. Un nosotras condicionado, transitorio, en constante movimiento, que dice estar harto. Pero el hartazgo se hace alegría, lucha y resistencia. Y también poesía, que me nombra como quiero que me nombre. Así Gabriela De Cicco escribe desde su extraña tierra, que es la mía y -creo- la de varixs:
"Estoy harta de las palabras/ que se astillan en mi lengua/ antes de salir/ Hastiada del silencio impuesto/ por el miedo./
Estoy cansada de la invisibilidad,/ y aún así no quiero llamar la atención/ ni pasar tan desapercibida./
Quiero girar sobre tu grupa/ y que seamos, como antes, ríos salvajes/ Quisiera poder nombrar, otra vez,/ las palabras a las que desnudé de sus pudores./
No fui/ la primera, soy simplemente/ la heredera/ de las que abrieron surcos/ para la siembra fecunda/
Harta se escribe con H de humanidad/ con muda letra de horror y holocausto/ Harta es una palabra que aprendí/ con la desesperación de mi paciencia:/ cuando la hora/ de la fuga/ se me hizo, corazón adentro,/ pura resistencia./"
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