Sábado, 4 de junio de 2016 | Hoy
Por Miriam Cairo
No son muchas las razones que sostienen los profesores, en el ámbito escolar, cuando se les pregunta por qué no circula la poesía en las aulas, pero esas escasas razones parecen suficientes para negarle la experiencia a sus alumnos y negársela a sí mismos. Entre éstas podemos mencionar las siguientes: "porque es un género menor", "porque pensábamos que los poemas eran viejos, difíciles, rebuscados" o bien, "porque creíamos que no éramos capaces de descubrir lo que ocultan".
Otras argumentaciones, que "justificarían" el escaso o nulo contacto de alumnos, profesores, lectores en general, con la poesía, las he escuchado justamente en el ámbito académico, por parte de docentes que tienen la responsabilidad de formar profesores en Literatura para el nivel medio. Una de las razones esgrimidas fue la siguiente: "el problema es que la poesía está en una eterna vanguardia". Esta sentencia, sostenida como una verdad inalterable parecería que alcanza para justificar la indiferencia en determinada institución.
Otro argumento blandido en ámbitos de formación docente sostiene que el gusto por la poesía es algo "propio de la edad", es decir, interesa a los alumnos más jóvenes, en su mayoría adolescentes aún. O sea que la poesía sería una lectura para adolescentes tardíos, en tanto que los lectores adultos se comprometerían en cultivar el gusto por los "géneros mayores".
Del ámbito editorial, respecto de la poesía, nos limitaremos a señalar su silencio y su ausencia. De todos modos, la poesía es inmune a los editores: sobrevive en las ediciones de autor, en las revistas literarias, en algún diario regional, o en las caudalosas mareas cibernéticas. Esta tarea de resistencia se ve esporádicamente interrumpida por ediciones de libros, cuando algún poeta muere, y entonces allí, por un placer cercano a la necrofilia, se produce alguna publicación para promocionar "las obras completas". Obviamente, a esta aseveración se la podrá contrarrestar con alguna excepción que confirme la regla.
Pero volvamos a la primera de las razones mencionadas que sostiene que no se lee poesía en las escuelas porque "es un género menor". Lo "menor" se deba, tal vez, a que contiene menos cantidad de palabras. Y, aunque dicho así parezca burdo y hasta ingenuo, es evidente que la acumulación de palabras tiene un gran peso para los ámbitos académicos, escolares y editoriales.
Obviamente, la lectura de un poema, quiero decir, el barrido ocular por las palabras de un poema cesa en pocos minutos. Pero el portal que se abre en la mente y en el alma del lector, es por el contrario, de una resonancia perdurable.
Gianni Vattimo, en su texto Heidegger y la poesía como ocaso del lenguaje, sostiene "que el hombre habla de lenguaje, pero es el lenguaje el que dispone de él en cuanto condiciona y delimita sus posibilidades de experiencia". Si el ser no es otra cosa que su darse en el lenguaje, es dable pensar que la expansión del ser tendrá más posibilidades cuanto más desarrollado, rico y versátil sea el caudal lingüístico del sujeto. El propio Ludwig Wittgenstein lo ha dicho y nunca será redundante volver a citarlo: "Los límites de mi lenguaje representan los límites de mi mundo".
Uno podría suponer, entonces, que ser un lector de novelas garantiza un frondoso y fluido contacto con la palabra, el cual promoverá grandes construcciones de sentidos en el lector. Sin embargo, Vattimo, reflexionando sobre el trabajo de Heidegger, advierte que "no cualquier acto de lenguaje es el evento del ser".
Por lo tanto, la lectura de un poema, si bien supone una acción que se lleva a cabo en un breve lapso de tiempo, dado que las dimensiones textuales son mucho más breves, el proceso de post-lectura excede con creces el tiempo dedicado a la lectura. Incluidas, en esta instancia, las posibles re-lecturas. Este juego comparativo, nos sirve para poner sobre relieve el requerimiento de altas estrategias reflexivas a partir de prácticas discursivas que pone en juego un lector de poesía, por lo que propiciar estas experiencias en el aula se vuelve una tarea imprescindible y urgente. Ahora bien, al hablar de alto nivel, no estamos aquí presuponiendo que estos recursos son dones de algunos pocos privilegiados o de talentos restringidos a sujetos con cierto acervo cultural, sino que, por el contrario, es una habilidad que se construye a partir de una experiencia sostenida de lectura de poemas.
Pero sigamos profundizando en este juego de contrastes, que puede resultar ilustrativo de la experiencia. Dice Blanchot: "la obra de arte, la obra literaria no es acabada ni inconclusa: es". Y vamos desmalezando el camino. Desde este promontorio me animo a desviarme hacia los senderos poéticos: un poema no es un pedazo de un libro. No es un pequeño texto que me obliga a seguir leyendo otros, como ocurre con el mecanismo adquirido por el lector de novela. Un poema no es un capítulo inconcluso que se resuelve en el capítulo siguiente. Un poema es solo y único. Nos exige entregarnos por entero a él. Es un mundo, un cosmos que no requiere de otros mundos para construir sentidos.
Voy a detenerme, un vez más, en esto de la cantidad, en el prejuicio del volumen. Pensemos que lo que está en el papel, es lo que el poeta fue tomando del infinito, del lenguaje. El novelista, en cambio, sale a buscar palabras, las junta con pala, a cuatro manos las junta, las zarandea un poco (con mayor o menor delicadeza) y las usa a todas. El novelista quiere todas las palabras. Todas vienen bien. Hay un uso, un consumo industrial de palabras. Incluso las toma como vienen. Con su ropa de calle o de enciclopedia. Pero el poeta tiene que enfrentarse a todas ellas, manipularlas una por una, enfrentarlas, resignificarlas, seleccionarlas y finalmente, escoger. Entre el infinito de palabras debe encontrar una, la apropiada. Y el poeta la reconoce a pesar de las vestiduras de calle o de enciclopedia que las confunden en el montón de palabras mundanas o técnicas, o vaciadas de significado. A esa única palabra, el poeta la observa, la escucha, la siente, la emparenta, la disocia, la desnuda, la consuela, la desconoce, la escribe una vez, o varias veces, o eternamente, en una noche, en una semana, en un segundo, a lo largo de la vida.
El poema, pues, nos instala en la palabra. El lector de poesía no transita a tontas y a locas por el lenguaje, sino que se arraiga en la palabra y luego se lanza desde ella hacia una construcción estética, en el espectro plural de pensamientos, en la multiplicidad de redes de sentidos potenciales que están latentes en estos textos mínimos e infinitos.
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