Viernes, 21 de marzo de 2008 | Hoy
CINE
La León, ópera prima de Santiago Otheguy, se instala en la geografía mítica del Tigre para contar una historia homoerótica cargada de violencia que se estrena el próximo jueves.
Por Diego Trerotola
En la geografía marica de Buenos Aires, ese Delta ferozmente bautizado como Tigre ocupa un lugar privilegiado, ubicándose en el imaginario colectivo como un punto de fuga donde se fantasea con el deseo desatado. Y así lo afirman Alejandro Modarelli y Flavio Rapisardi en su libro Fiestas, baños y exilios sobre los gays porteños en la última dictadura: “Lo cierto es que el Tigre mismo, en la memoria de las locas porteñas, parece constituir en sí un mito de libertad y diversión”. Si en tiempos más duros el Delta fue la posibilidad de encontrar un lugar para esconderse del ojo represivo que acechaba en las ciudades, hoy bien puede significar cierta garantía de sexo bucólico a cielo abierto, oculto entre los sauces llorones que lamen ríos y arroyos.
Mito, deseo o pura realidad, lo cierto es que los laberintos del Delta hicieron que el Carnaval del Tigre se transformase en una fiesta suprema, donde la teatralidad de travestis y drag queens alcanzó décadas atrás el máximo esplendor del norte de Buenos Aires, generando una galería de personajes y anécdotas que hasta hoy son parte esencial del folklore oral de los gays porteños y bonaerenses.
En esa geografía es donde se interna Santiago Otheguy con su ópera prima La León. Sigiloso, el director indaga en el presente de un Delta fuera de cualquier temporada recreativa, lejos del desborde carnavalesco, para seguir el personaje de Alvaro (Jorge Román), un gay que reparte sus días entre trabajos ocasionales como cortar cañas o encuadernar libros para una biblioteca. El conflicto surge cuando El Turu (Daniel Valenzuela), que maneja una lancha colectiva llamada El León y es director técnico del equipo de fútbol local, comienza a acosar a Alvaro a fuerza de escupirle, insultante, la palabra puto en la cara. La tensión va filtrándose en la vida de esos dos personajes que poco tienen que ver con la vida pintoresca del Delta y sobreviven en el interior de la crudeza fértil de vegetación y ríos.
Con una estilización contemplativa en blanco y negro, con algo lúgubre en cada plano como si la tragedia raspara un fósforo al pie del cañón, la película logra una representación rigurosa de la vida en el Delta profundo, donde la violencia está siempre a punto de lanzar el tarascón, y establece conexiones sutiles entre fútbol, xenofobia y homoerotismo. De esta manera, La León logra desmarcarse de la gastada sensibilidad urbana para retratar historias y personajes gays en el cine y se propone buscar otros cuerpos y otros ámbitos donde deslizar el placer de la mirada. Y, con una estrategia visual de exploración fluvial, la película termina perfilando con firmeza una estampa áspera y elegante al mismo tiempo, para trazar una fábula queer donde el dolor se transforma en placer, casi como un ejercicio de seducción sadomasoquista.
Tal vez los valores de la película ya estén perfectamente claros en la elección del título, en la feminización de León con ese “la” que es casi un prefijo obligatorio de la jerga de las locas latinoamericanas. Así, como su título lo señala, esta película de enfrentamiento viril, filmada con un brillo gris ceniciento en la fotografía, termina convertida en algo epiceno y zoomorfo: es decir, desemboca en la atracción de lo ambiguo y la sensualidad de las formas salvajes.
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