Viernes, 30 de julio de 2010 | Hoy
WEDDING PLANES
Apenas aprobada, la ley de matrimonio empezó a producir cambios concretos en la vida de muchísimas personas. Para dar cuenta de esas señales de un futuro que ya llegó, inauguramos esta sección e invitamos a lxs lectorxs a sumarse.
Por Silvina Maddaleno
Beatriz se despertó el jueves 15 de julio como todas las mañanas. Con los párpados pesados, empapados de fiaca y sueño. El desayuno reparador lo preparó Carmen, su amor y compañera desde hace 20 años. Cuando faltaban apenas unos minutos para salir, encendieron la tele para saber cómo las trataría el clima ese día. “El matrimonio gay es ley”, dijo un periodista. Beatriz manoteó el control remoto y subió el volumen. Argentina año verde, pensó. Carmen no creyó vivir para contarlo.
Saltaron como adolescentes frente al televisor, se abrazaron y lloraron a mares. Ese despertar quedará para siempre como marcado a fuego. Lo relatan una y otra vez con exacta precisión.
Beatriz es maestra de séptimo grado, tiene cincuenta y cinco años. Carmen con sus sesenta y dos, de profesión abogada, todavía no puede creer lo que están viviendo. Dicen que desde que están juntas son para todo el entorno “amigas”, sólo eso. Al menos por boca de ellas. Muchos lo sospechan, suponen, pero no les ha interesado hacer nada al respecto. Cuando oyeron la noticia se paralizaron. Carmen sintió la necesidad de buscar un modo de salir del closet. De pensarlo nomás, se abatató en silencio.
Ese mismo jueves, salieron en auto rumbo al trabajo. Carmen dejó a Beatriz en la puerta de la escuela en el barrio de Avellaneda, en donde trabaja desde hace veinticinco años. Por vez primera le estampó un beso en la boca sin mirar a los costados. Beatriz entró a la institución un tanto temerosa. No tenía ganas de recibir ningún comentario fuera de lugar respecto de la ley sancionada. No había pensado nada para contestar. Ya le había pasado durante los días de debate, oír de boca de sus compañeros cosas que prefería olvidar. Beatriz sintió que no se estaba alegrando todo lo que le era posible. Por suerte la sala de maestros fue indiferente. Nadie dijo nada de la ley, al menos en su presencia. A Beatriz le sudaron las manos, pero duró poco, pronto se fue a dar clases.
Caminó pensando en la prueba que tenía que tomar. De lejos miró el aula y pensó que habían faltado muchos alumnos. Había demasiado orden. En cuanto atravesó la puerta vio que todos estaban allí y sentados en su lugar. Imaginó que le estaban haciendo una cargada y se puso tensa.
Pronto divisó sobre su escritorio un ramo de jazmines con moño azul. Un alumno del fondo le señaló el pizarrón.
“Ahora sí somos todos iguales”, decía en letras grandes, bien desprolijas y escritas con tiza azul. La emoción fue tan brutal y desmedida, que Beatriz se quebró. Pensó que todos los años de docencia habían valido la pena solo por ese momento tan único e inesperado. Apenas alcanzó a decir un “gracias, chicos...” cuando el tsunami de llanto arrasó con toda posibilidad de mantener la compostura. Una alumna sentada delante se paró para abrazarla. Los otros treinta y tres chicos permanecieron en silencio y quietos, como nunca. Unos minutos después, mientras acomodaba sus carpetas en el escritorio, se recompuso y todavía con los jazmines en la mano les dijo con una sonrisa: “La prueba la tomo igual, mis queridos”. A lo que un alumno, muy serio, sentado en el fondo, respondió: “Tómela, Beatriz, hoy estudiamos todos, pero no se engolosine que fue muy difícil ponernos de acuerdo”.
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