Viernes, 12 de diciembre de 2008 | Hoy
Hubo un tiempo en el que las mujeres fueron educadas para enamorarse entre sí. La sociedad victoriana festejó la pasión entre jovencitas como parte de un rito de iniciación para el matrimonio y la familia. ¿Qué hizo que este oasis se evaporara? ¿Será esta herencia victoriana lo que hace que a las lesbianas les cueste tanto ser vistas como tales y no solamente como buenas amigas?
Por Liliana Viola
“Soy hija única, de chica me habría gustado tener una hermanita”, le confiesa la Negra a su amiga María Elena. La Negra es uno de los personajes que dialogan con María Elena Walsh en su último libro Fantasmas en el parque y la encargada de traer a colación el tópico de las “hermanas elegidas”, antiquísimo eufemismo para el deseo entre mujeres. La conversación se deriva hacia la hermana que María Elena sí tuvo, pero con quien nunca se llevó bien, hasta que la Negra lanza su conclusión: “Es que tu verdadera hermana es Sara, hace como treinta años que viven juntas”.
¿Verdadera hermana dijo? ¿Quién es la hermana verdadera que no es su hermana y que vive con ella hace 30 años? Se llama Sara Facio, es la fotógrafa que hizo el retrato más conocido de María Elena, de quien tanto se ha murmurado que nunca se casó, que no tuvo hijos, que se fue a París como Manuelita pero con Leda Valladares, y que era tan amiga de María Herminia Avellaneda. La autora, ya promediando sus 70 años y las 70 páginas de este libro claramente autobiográfico, responde así: “Sara no tiene nada de hermana. Es mi gran amor que no se desgasta, sino que se convierte en perfecta compañía. A veces la obligué a oficiar de madre, pero no por mi voluntad sino por algunos percances que atravesé, de los que otra persona hubiera huido, incluida yo. Pero ella se convirtió en santa Sarita”.
Lo dijo. Y no será por azar que María Elena Walsh elige hacer pública su condición de lesbiana, recreando esta escena ya clásica en la que alguien, por ingenuidad, malicia, respeto malentendido, o de todo esto un poco, impone el lazo fraternal a una historia amorosa entre señoras. Le habrá pasado unas cuantas veces. Tampoco es casual que la Negra siga la conversación como si nada. El cuento de las hermanas elegidas es un manto protector y de olvido que deja pocas opciones: salir del armario en cada nueva charla o quedarse donde una está. En Fantasmas en el parque nunca más se hablará tan explícitamente del tema. ¿Para qué? A partir de este momento, Sara seguirá apareciendo en diversas anécdotas como parte elocuente de una primera persona del plural. Y será el amor de María Elena Walsh para quien quiera oírlo, y para el resto, que no son pocos, la hermana verdadera.
¿Será esta miopía una herencia victoriana? ¿Un legado transmitido a través de tantas escenas literarias del siglo XIX en las que las Mujercitas se besan, se abrazan, se visten y se desvisten sin censura porque el lesbianismo no existe todavía? Por algo aún hoy dos hombres no necesitan siquiera ir del brazo para que se note que son pareja, mientras dos mujeres pueden dormir juntas y no es indicio suficiente. Si bien no se puede medir cuánto conserva este presente posmoderno de los corsés de antaño, no hay dudas de que existió un tiempo, no tan lejano, en el que las mujeres cultivaron una amistad erotizada, y algunas hasta llegaron a hablar de matrimonio entre ellas. Relaciones que no sólo no escandalizaban a nadie sino que formaban parte de una especie de educación sentimental, preparación para la llegada del matrimonio con mayúsculas en el cual gobernaría el esposo y nacerían los hijos. Una cosa no quitaba la otra. Al contrario. Y este solo dato, la existencia de estas “amistades admitidas”, pone en cuestión la idea de que la división tajante entre mujer-hombre, hétero-homo haya sido siempre tan así, o al menos pone en duda su infalibilidad.
En su reciente trabajo titulado Between Woman. Friendship, Desire, and Marriage in Victorian England (Entre Mujeres. Amistad, deseo y matrimonio en la Inglaterra victoriana), la académica feminista Sharon Marcus descubre las intimidades de este período que va desde 1830 hasta 1870. Sí, con fecha de inicio y de vencimiento, porque luego todo volvió a “la normalidad”. Aparentemente el avance de estas relaciones amorosas amenazaron con colapsar el status matrimonial asentado en la primacía del varón. Aquellas mujeres que “se casaban” sin papeles, generalmente también feministas, tuvieron una influencia notable en la modificación de la ley de matrimonio y en la redacción de la primera ley de divorcio en Inglaterra. Es que estas señoras ya habían encontrado el atajo de los testamentos para no dejar desamparada a su compañera en caso de muerte y entonces no podían menos que reaccionar ante una ley de divorcio que consideraba que el patrimonio quedaba siempre en manos del marido y la mujer tenía que volver descarriada y empobrecida a la casa paterna. Esgrimiendo el imperativo de la reproducción y de la salud sexual, políticos e intelectuales se apresuraron a modificar la ley de matrimonio que hasta entonces hablaba de dos personas y no de dos personas de “sexos opuestos”.
Sharon Marcus desempolva revistas femeninas, correspondencia privada, diarios íntimos, manuales de consejos y buenas costumbres. Las publicaciones de moda que empiezan a ser furor en esos años presentan siluetas femeninas siempre en pose de acoso, complicidad y roce entre ellas. Son leídas a su vez en privadas tertulias donde ocurre lo mismo que se representa.
Punto suficiente para desmentir esa idea de “mujeres asexuadas” eran las de antes. Los fervores que despertaban estas relaciones tan íntimas entre muchachas daban cabida a sensaciones que la estricta coreografía victoriana impedía compartir con el varón. La libertad que se les concedió a los cuerpos femeninos para el roce entre sí, y su correspondiente exposición libre de culpa y límite, se abrió como un atajo.
Estas mismas revistas –del mismo tamaño y estética que las revistas pornográficas para señores– advierten a sus lectoras sobre los peligros de la autoflagelación, lo que permite suponer que se trata de un hábito nada secreto de la época. De hecho, ahí mismo se discute sobre la conveniencia de infligir puniciones físicas a las niñas, quienes a su vez juegan a torturar a sus muñecas, las desnudan y las visten, una especie de goce con el dolor del cuerpo femenino se propaga a través de inocentes viñetas en libros infantiles. “Discutíamos las otras tardes sobre la conveniencia de desnudar o no a las jovencitas a la hora de darles sus palmadas y, según advierte la Sra. X, puede ser de mayor provecho obligar a la joven (puede ser una criada) a que ella misma se vaya quitando las ropas una por una, luego que se ponga de espaldas y, usando el látigo, acercarse...”
El trabajo de investigación de Sharon Marcus, publicado en 2007 y que ha sido considerado uno de los trabajos más originales de los últimos años en lo que respecta a estudios de género, viene a demostrar que alguna vez las mujeres fueron, como diría la Negra de María Elena Walsh, “hermanas verdaderas” que compartían sueños y escenas eróticas sin que nadie juzgara que estaban poniendo en jaque ninguna norma.
“Apoyé mi cabeza en el hombro de Helen, le rodeé su cintura con mis brazos; ella me abrazó y nos quedamos así en silencio. (...) Tus pequeños pies están helados, acostate y tapate con mi abrigo.” Helen, la amiga de Jane Eyre, está a punto de morir, y esta escena de amor profundo en la novela de Emily Brontë sella una etapa en la vida de la protagonista que recién entonces saldrá al mundo y se enamorará de su patrón. Muchas mujeres, cuando piensan en el hombre ideal en sus cartas y diarios, desean que sea lo más parecido a su mejor amiga. Muchos no cumplen las expectativas y hay muchos casos de familias que se construyen adecuándose a estos amores. Muchos casos se registran de suegras en relación con sus nueras, o de amigas casadas con hermanos, amigas de la casa convertidas en parte del núcleo familiar.
Una joven soltera encarga un anillo de oro para su amada. Otra lleva un relicario donde guarda hebras del cabello de su más querida. Allí van dos mujeres de la mano, una llora sin consuelo porque su hermana menor se casa al día siguiente. “¡No podré vivir sin ella!” Y nada de esto es clandestino: aparece en la vida real y en las novelas. Recién en la mentalidad del siglo XX los personajes femeninos centrarán su identidad en la competencia por el varón. Mientras tanto, jovencitas, hermanas, casi hermanas, se confían sus secretos, cuchichean, se tocan, se peinan mutuamente, duermen abrazadas, se admiran la silueta mutua, una nodriza las baña juntas, se copian los gestos y se vuelven inseparables.
A veces el éxtasis de esta compañía las lleva a referirse a la compañera públicamente como “mi esposa”, “mi marida”. Por ejemplo, en su libro, Marcus registra que en 1844 una niña de diez años llamada Emily Pepys, hija del vicario de Worcester, escribe en su diario íntimo: “Anoche tuve el sueño más hermoso de mi vida. Lo recuerdo y me sigue haciendo feliz. Veía a una chica preciosa con la cual yo (una chica) estaba a punto de casarme (la gran idea). Yo la amaba y ahora, en este momento, la amo todavía. Era un hecho nuestro amor, e íbamos a casarnos muy pronto. Enseguida entonces pensé en Teddy (nombra al chico que le gustaba en ese momento) y le pregunte a mamá muchas veces si podíamos dejarlo afuera de esto, y un rato después me desperté. Lo recuerdo ahora con toda nitidez. Una mañana excitante”.
Más sorprendente que el sueño es el hecho de que lo registrara en su diario, sabiendo que entonces no se consideraba un género privado sino que circulaba en la casa entre familiares y amigos. Y más sorprende aún que la idea no le resulte revulsiva a la mañana siguiente sino iluminadora. Teddy sigue allí, pero será pospuesto cuando otra mujer, la madre, dé el visto bueno para poner un paréntesis entre él y la dama del deseo.
Aunque la niña, soñando casarse con otra niña, parece contradecir la versión de la época victoriana tan estricta en su división del mundo en sexos opuestos, Marcus argumenta que no sólo este sueño sino su realización fueron moneda corriente. Muchos adultos entonces encontraban la idea de casamiento entre dos mujeres menos lejano que lo que sueña Emily. De hecho, cuando la activista y escritora Frances Power Cobbe publica su autobiografía, una especie de best seller de entonces, incluye la foto de la casa donde vive con la escultora Mary Lloyd y utiliza el plural para hablar de sus finanzas, “de nuestros amigos, nuestro jardín y nuestro hermoso y querido hogar”.
Si se insiste en analizar la historia desde los pares de opuestos Hombre vs. Mujer; Heterosexual vs. Homosexual, tan caros al siglo XX, no se podrá comprender cómo es que este oasis existió. Por eso la siguiente pregunta tampoco tiene lugar en este horizonte: “¿Es posible decir que estas mujeres victorianas eran lesbianas?”. Marcus responde: “Si se entiende lesbiana como desviación de la norma, como inversión de género, como rechazo al matrimonio como institución, entonces ninguna de las mujeres que aparecen aquí puede ser considerada lesbiana. Hay que tener en cuenta lo que han tardado las lesbianas en convertirse en perversas: cuando por esos mismos años la medicina señala a la sodomía como una patología y desviación, y nadie piensa en mujeres sodomitas u homosexuales, los homosexuales son siempre hombres. Las lesbianas no existen. No es ‘el amor que no osa decir su nombre’ sino el amor que no necesita nombre y que se grita a los cuatro vientos. En el camino de aprendizaje hacia la mujer perfecta, las esperaba esta especie de sopa de mujeres compuesta por la madre, las hermanas, las amigas. Y ellas bebieron”.
¿Cuál es el nexo entre pasado y presente? Difícil saberlo. Pero conociendo la furia con la que el siglo XX monitoreó los límites entre homo y heterosexualidad, es notable que las amistades entre mujeres –que siguen incluyendo muñecas y figurines– se mantengan tan centrales y fuertes. Las promueven en revistas de adolescentes y en publicidades de moda. Una reciente encuesta realizada en Inglaterra arroja que aumentó considerablemente en los últimos años el número de mujeres que reconoce haber tenido al menos una relación sexual con una mujer y que se considera “atraída mayor y no únicamente” hacia los hombres. En el correo de lectores de la revista Hola, la consejera intenta calmar a un chico desesperado porque encontró unas revistas Playboy bajo la cama de su novia, diciéndole “que es completamente normal que una mujer se excite mirando cuerpos de otras mujeres”.
En este contexto, la palabra “amiga” sigue conservando su doble o triple sentido, que va desde la fraternidad hasta el deseo amoroso.
¿Es esta época más o menos cerrada que la victoriana? Difícil saberlo. La mirada atenta en los detalles permiten, en todo caso, dar cuenta de la diversidad y de las paradojas, que por lo visto ocurren en todas las familias.
Que luego de la aparición de Fantasmas en el parque, y luego de que el suplemento Radar (2/11/2008) publicara un reportaje donde la autora se refiere a su salida del closet, otros medios sigan presentando en sus notas a Sara Facio como “la amiga inseparable de María Elena”, puede resultar un caso de profunda miopía. Pero también un gesto típicamente victoriano, en el sentido más amplio de la palabra...
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