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Viernes, 24 de febrero de 2012

Masculina y femenino

Un paseo dublinense por la historia de las masculinidades femeninas y un llamado a la libertad.

 Por Flavio Rapisardi *

Las críticas de esta película se marean: “... mujer vestida de hombre”, “... mujer que oculta su sexo verdadero...”. Hasta Advocate utiliza una disyuntiva en su caracterización “transgénero o crossdresser”. Que haya medios que utilicen lenguaje de dinosaurios no sorprende, pero que hasta al mainstream gay se le complique nos señala que estamos en una jugosa encrucijada. Y la respuesta puede ser la que Judith Halberstam ensaya en su libro Masculinidad femenina: estos dos significantes no han podido ser unidos con mucho éxito ni siquiera por performatividades en shows cross. Halberstam señala que la performatividad del género “femenino” es más fluida como práctica y categoría que la “masculinidad”, en tanto esta última se ha reservado para sí el lugar de la naturalidad que marca su opuesto en el lugar de la abyección. ¿Es la masculinidad sólo un asunto de varones? Si consideramos que tanto la masculinidad como la feminidad son sentidos culturalmente producidos (materialmente, a no confundirse cultura con algodones al viento) es claro que no, aunque relacionar masculinidad femenina con lesbianismo no es una ecuación necesaria y sólo es aceptada previa existencia de una operación cultural, por ejemplo Ellen Ripley de Alien siempre fue presentada en la saga con rasgos masculinos, pero sólo cuando tuvo un gen alienígena se permitió un flirteo con una mujer, eso sí: cyborg. Hasta dicho capítulo, Ellen era una perfecta heterosexual capaz de fajar a un bicho extraterrestre, pero que llegó hasta a voltearse a un rubiecito entre tiro y tiro en una de sus aventuras. ¿Por qué produce tanto rechazo la masculinidad en las mujeres que en nuestra cultura criolla toma la forma de la “torta bombero”? En este rechazo, afirma Halberstam, el feminismo y las lesbianas de clase media han sido fuertes reproductoras de esta impugnación a una “masculinidad femenina” por leer en ella signos de traición de género. Argumento parecido que feministas y lesbianas esencialistas apuntaron, y aún hoy lo hacen, aunque pocas, contra el movimiento trans como una intromisión masculina en el gineceo sáfico, sin tomar nota que entre pene y falo hay una construcción cultural que puede portar desde la Iron Lady hasta Juan Moreyra. En esta tormenta de categorías, congresos y movimientos, Halberstam propone pensar en términos de masculinidades planteándolas como géneros específicos que pueden o no maridarse con el lesbianismo, por lo que propone rastrear de manera específica las historias culturales de las masculinidades femeninas en la que Nobbs sólo sería la más estereotipada con sus andares rígidos por las calles de la Dublín del siglo XIX. Al comenzar la película sólo parecía que Albert Nobbs era “él” por la necesidad de trabajar en el contexto de la pobreza europea decimonónica, sin embargo con el correr del film y en una charla con otra persona trans personificada estupendamente por Janet McTeer, parece que Nobbs y McTeer sufrieron lo que en España llaman el “complejo del pequeño pony”: en su pasado hubo para ambas un hecho que las llevó a ser lo que son: para Nobbs violencia de género (una violación) y para McTeer, víctima de violencia doméstica por parte de un marido pintor de quien heredó el oficio, toda una justificación heterosexista de ribetes hollywoodenses. Volviendo al devaneo y como bien señala Halberstam, en la historia hay claros ejemplos de mujeres masculinas sin ningún interés sexual por las personas de su mismo sexo: por ejemplo las mujeres vaqueras en los rodeos y por qué no las mujeres soldados en la lucha por nuestra independencia. No creo que Juana Azurduy usara corset cuando empuñaba espada o lanza, pero sí es sabido que no era lesbiana. De igual modo que en el debate por las declaraciones de Cynthia Nixon sobre la elección de su orientación sexual, vuelve a producirse lo que Judith Butler considera como “conflicto permanente con las categorías de identidad”, por eso, quizá deberíamos volver a Monique Wittig y reírse de las ontologías de la diferencia, para hacer de ellas una herramienta cuando sólo debemos enfrentar la discriminación y dejar que la libertad prolifere entre nosotrxs.

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