Lunes, 30 de abril de 2012 | Hoy
UNIVERSIDAD › ENTREVISTA A LA INVESTIGADORA ANA MARíA EZCURRA, AUTORA DE IGUALDAD EN EDUCACIóN SUPERIOR. UN DESAFíO MUNDIAL
Los sectores sociales desfavorecidos que ingresan a la universidad gracias a la masificación de la educación son los mismos que luego sufren un mayor abandono estudiantil. Ezcurra, profesora de la UNGS, analiza la responsabilidad de las universidades en la deserción.
Por Javier Lorca
Su libro Igualdad en educación superior diagnostica la convergencia global de dos procesos en los sistemas universitarios: masificación de la educación superior y altas tasas de abandono estudiantil. ¿Cuál es la relación entre estos procesos? ¿Es casual o causal?
–La relación es causal. La investigación que llevamos adelante en la UNGS recorta la problemática de la desigualdad en la educación superior a escala global, la desigualdad en el acceso. En el marco de esa problemática se identifican ciertas tendencias internacionales, a modo de hipótesis. La masificación es una tendencia estructural ya muy comprobada y reconocida, se da desde hace aproximadamente 40 años en forma intensa y continua, y se estima que va a persistir. Esta masificación implica procesos de inclusión social, de ingreso de sectores sociales antes excluidos, de franjas desfavorecidas en la distribución del capital económico y cultural. Por supuesto, este proceso de masificación es desigual a nivel internacional, hay diferencias entre regiones y dentro de las regiones, por ejemplo en América latina. Este ciclo extraordinario de masificación se asocia con tasas de deserción muy altas, incluso en países del capitalismo central. De hecho, Estados Unidos es el país con mayor deserción en educación superior. La problemática de la desigualdad en educación superior hace a la justicia social, también al desarrollo nacional, al poder de las naciones en el contexto de la globalización y la sociedad del conocimiento. La hipótesis central es que esta alta deserción implica una desigualdad social aguda y en alza.
–¿Por qué?
–Porque afecta sobre todo a esa población desfavorecida en la distribución del capital económico y cultural que, con la masificación, logra ingresar en el sistema educativo superior. Por eso decimos que hay un proceso de inclusión que es, a la vez, excluyente. La relación es causal, son procesos vinculados: las franjas sociales que se incluyen son luego las más afectadas por el abandono. Hay una imagen muy ilustrativa del investigador Vincent Tinto: él dice que la presunta puerta abierta a la educación superior es una puerta giratoria. Así como entran, rápidamente salen. Hay brechas de graduación muy fuertes, y son brechas de clase. Una segunda hipótesis fuerte es que estos procesos de exclusión y abandono se concentran en primer año, no sólo, pero sí principalmente. El primer año, el momento del choque con la universidad, es un tramo crítico.
–Mientras la interpretación dominante atribuye la deserción a problemas de los estudiantes (su deficiente formación escolar) y exculpa a las universidades, su planteo en el libro es que las instituciones trabajan como máquinas de reproducción de la desigualdad social y cultural.
–Hay una visión dominante a nivel global, y también acá, tanto en las instituciones como en las políticas públicas –esa visión está estrechamente ligada a estrategias de intervención–, que considera que fallan los alumnos. Se oculta, se enmascara el papel de las instituciones como factor causal o condicionante. Entonces, las estrategias de intervención que se desarrollan son aproximaciones periféricas, actúan en los márgenes del sistema académico, omiten la institución y la enseñanza. Esa es la razón por la cual fracasan este tipo de intervenciones y los procesos de abandono continúan casi idénticos. Se invierten esfuerzos y dinero sin resultados. Por lo general se trata de programas dirigidos a los alumnos y no a los docentes, son cursos que se agregan a las asignaturas regulares y suelen estar poco o nada conectados con ellas. Lo dominante son servicios de apoyo académico, tutorías individuales o grupales, focalizadas en algunos alumnos considerados “en riesgo”. Ese es el formato. Desde una perspectiva alternativa, consideramos que el abandono es usualmente un fenómeno educativo, aunque sobredeterminado por otros factores. Las dificultades académicas son un factor causal dominante en el abandono, pero no exclusivo, operan en concurrencia con otros factores, un conjunto de barreras convergentes e inherentes a una posición social en desventaja. Uno es el factor económico, que puede ser fatal para la graduación, aun en los sistemas gratuitos, por los costos privados que implican los estudios universitarios; otro es el trabajo de tiempo completo, la dedicación parcial al estudio. También hay una estratificación jerárquica del circuito educativo medio, la consolidación de segmentos de calidad dispar, brechas educativas que son brechas de clase social. Pero creemos que el abandono responde, predominantemente, a dificultades educativas.
–¿Por qué enfatiza la incidencia del “alumno esperado” por las universidades y los docentes?
–De acuerdo con nuestras hipótesis, los establecimientos de educación superior y, en particular, las universidades no son un factor causal más sino que son un condicionante primario, una determinación dominante en el desempeño académico, en la permanencia, en la graduación y, por lo tanto, en el abandono. Desde la sociología de la educación hablamos del alumno esperado por las instituciones y, en particular, del capital cultural esperado. ¿Qué significa esto? Es un sistema institucional de expectativas respecto de los conocimientos, habilidades y hábitos académicos críticos que se presupone que los alumnos ya poseen y, por lo tanto, no son materia de enseñanza. Es una enseñanza omitida. En las franjas sociales donde ese capital cultural no está se generan “dificultades por desconocimiento”.
–¿Qué elementos integran ese “capital cultural esperado”?
–A través de investigaciones empíricas, logramos identificar un conjunto de componentes. En primer lugar están –según palabras de los alumnos– el “saber estudiar”, “saber aprender” y “saber pensar”, habilidades cognitivas que son cruciales. (Pierre) Bourdieu analizó estas cuestiones cuando se ocupó de las técnicas del trabajo intelectual: saber tomar apuntes en clase, armar una bibliografía, trabajar en una biblioteca, leer y comprender... En segundo lugar están las competencias metacognitivas, el control del propio aprendizaje, saber si aprendí o no aprendí. En términos de enseñanza, esto se podría enfrentar con dispositivos de monitoreo y retroalimentación de los docentes a los alumnos, en forma frecuente y temprana, antes de los exámenes. En tercer lugar, la planificación, la organización y el aprovechamiento del tiempo de estudio. Es algo muy importante para los alumnos de franjas sociales desfavorecidas, en particular para los de primera generación, porque tiene que ver con el conocimiento familiar sobre la vida universitaria. Estos alumnos dedican un tiempo insuficiente al estudio y además no saben organizarlo. Las estrategias de enseñanza que promueven el aprendizaje activo y en colaboración tienden a generar más implicación y un tiempo de tarea mayor y mejor: o sea, el tiempo en tarea tiene un fuerte condicionamiento institucional, no es sólo cuestión de los alumnos. En cuarto lugar, “el dominio del rol del estudiante”, la capacidad de los alumnos de reconocer y responder a las expectativas de los docentes en materia de desempeño y a los parámetros de evaluación implícitos. Los alumnos de franjas sociales en desventaja ni siquiera saben que esto existe. Desde el punto de vista de la enseñanza, la respuesta sería enseñar a ser evaluado a nivel universitario. Otro aspecto muy importante es la imagen que cada alumno tiene de su propio capital cultural, y sus expectativas sobre su propio desempeño. En los alumnos de franjas sociales desfavorecidas prevalecen una imagen negativa y bajas expectativas, predomina el temor al fracaso. Y el miedo es un factor clave en el desempeño académico. La contracara es la validación de los docentes y la institución hacia los alumnos; las señales que reciben respecto de si son capaces de aprender y tener un buen desempeño. Esto es central, porque son estudiantes extremadamente vulnerables a cualquier señal que refuerce su propia imagen negativa.
–¿Qué políticas concretas podrían ser útiles para propiciar una redistribución del capital cultural?
–De nuestras hipótesis surgen lineamientos generales de acción que, por supuesto, requieren mayor desarrollo. La estrategia es actuar sobre la enseñanza y sobre las instituciones para enseñar lo omitido. Lo que impulsamos es un proceso de reforma educativa que comprometa a la institución en su conjunto, no esfuerzos aislados. Esa reforma tiene que ser sistémica, debe apuntar a este capital cultural esperado y a aminorar la brecha con el capital cultural de los alumnos en el punto de partida. El eje tiene que estar puesto en darle prioridad real al primer año del grado, con una asignación importante de recursos, humanos y financieros. Los mejores docentes, ¿dónde van a estar?, ¿en posgrado o en primer año? Otro aspecto necesario es un enfoque curricular del primer año, planificarlo como un todo. Es ahí donde se puede analizar incorporar dispositivos ad hoc, como los llamados “seminarios de primer año” y las “comunidades de aprendizaje”, que en otros países tienen resultados muy positivos.
–¿Por qué propone estrategias universales y no focalizadas?
–Los programas focalizados tienen algo de estigmatización. Son para los alumnos “con problemas”. Además, nunca cubren a toda la población afectada, que en nuestras universidades masivas suele ser mayoritaria. Por eso es tan valioso que incluso dispositivos pensados como de apoyo y orientación académica, como las tutorías, puedan adquirir rango curricular: de esa manera dejan de ser un servicio para algunos y pasan a ser una enseñanza de lo omitido para todos.
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