VERANO12 › GUILLERMO MARTINEZ

Déjà vu, o los reinos de la posición horizontal

Llego a mi casa y están todos: mi madre, que me abre la puerta; mis hermanas, que salen de las habitaciones para saludarme, todavía algo fantasmales por el sueño; mi hermano menor, vistiéndose lentamente a lo lejos. Pregunto por mi padre.

–Pasó una noche muy mala –dice mi madre–; otro ataque de asma. Tuvo que dormir sentado.

Voy por el largo túnel del pasillo a la biblioteca, que está en penumbras, y levanto las persianas. Mi padre está en su sillón, con la cabeza echada hacia atrás, envuelto en su robe de franela. Tiene la boca entreabierta en un ronquido espasmódico y por una de las comisuras un hilo líquido y brillante se desliza al mentón. Abre los ojos, acuosos, desconcertados por un instante, y al verme allí frente a él pasa avergonzado el dorso de la mano por el costado de la boca, y para demostrarme su lucidez enuncia una variante sarcástica del primer principio cartesiano. Con esfuerzo se pone de pie y camina hasta la cocina. Nos reunimos a desayunar. Preguntan por mi viaje y por mi tesis. Tratamos cautelosamente de no ver cuánto cambiamos y tanteamos en la conversación los antiguos resortes, para que todo sea como antes. Pregunto en un momento por mi abuela.

–Deberías ir a verla alguna vez, nunca fuiste a la clínica en estos nueve años –dice mi madre y agrega–; aunque para qué: sigue igual.

–No, igual no –corrige una de mis hermanas–; empezó a cantar un día, con los ojos cerrados. Canciones en ruso, de su infancia.

–Pero no sabía ruso –digo extrañado.

–Se lo había olvidado –dice mi madre–. Pero el médico nos explicó que a veces pasan cosas así: está regresando a la infancia. Reminiscencias, las llaman.

–El famoso déjà vu –sentencia algo inconexamente mi padre–. Pensar que los pitagóricos, y después Sócrates, habían fundado en el déjà vu la esperanza de otras vidas anteriores y, mutatis mutandis, quizá de otras futuras. ¡Poverelli! El déjà vu no es más que la vejez sarmentosa y sarnosa. Vive lo suficiente y todas las caras te resultarán conocidas y habrás estado en todos los agujeros y al abrir cada libro dirás, como Roberto Godofredo, esto ya lo leí, esto ya lo leí.

–Y ahora, ¿todavía sigue cantando? –pregunto.

–No –dice mi hermana–, ahora sólo repite una palabra todo el tiempo, pero en voz muy baja: nadie puede entender qué dice.

Mi hermano, ausente de todo, se dedica con un dedo sobre el mantel a la caza de la miguita.

–Voy a ir a verla esta tarde –digo.

Es verano y salgo a la calle a la hora centelleante de la siesta. Las veredas están desiertas y escucho mis pasos como si fueran de otro, los pies que se mueven obedientemente y recuerdan desde siempre el camino. Paso por el frente imponente de la casa donde vivía mi abuela. Se ha vendido hace años para pagar la clínica, pero los nuevos dueños la conservaron intacta, e incluso pintaron la fachada con el mismo color tiza. No mucho más allá, en una cortada imprevista y silenciosa, está la clínica. Es una casa antigua de piedra, con una altísima puerta de madera, sin timbre. El llamador es un pequeño puño dorado. Me abre una mujer hombruna con una sombra de bigote, unos anteojos de armazón negro y un largo guardapolvo celeste. Cuando digo el nombre de mi abuela me conduce por un pasillo de pinoteas manchadas de lavandina, con los tablones exhaustos. Estábamos por cambiarle las sábanas, me dice, como si quisiera prevenir una queja, y me hace pasar a una habitación grande y cuadrada sin ventanas.

Me quedo solo por un momento, de pie junto a la única silla. Debajo de un crucifijo, en la cama inmensa con barrotes de bronce, casi oculto por la sábana, está el pequeño bulto de lo que alguna vez fue mi abuela. La luz que entra por la claraboya me deja ver su frente, los pliegues acribillados de manchas, los pocos pelos lacios pegados a la sien y sus mejillas blandas por el sueño, como un recién nacido cruelmente arrugado. Siento el antiguo terror con que la espiaba en mi infancia cuando supe por primera vez de las leyes de la herencia y el salto de la transmisión genética de abuelos a nietos. La puerta se abre a mis espaldas y entra una mujer todavía joven, erguida, con un delantal muy delgado que parece puesto directamente sobre el cuerpo desnudo. Trae sobre las manos una bandeja, un juego de sábanas blancas que deja al pie de la cama. Cuando gira hacia mí, echa hacia atrás los hombros con una sonrisa desvergonzada y puedo ver cómo se traslucen debajo del delantal las tazas erguidas y desafiantes de un corpiño negro. Subo los ojos y encuentro su sonrisa, más acentuada.

–No me digas nada, ustedes son todos iguales: la misma frente, los ojos claros. Todos igualitos.

Se acerca un poco, como si fuera a estudiarme, y veo entre los botones del delantal pedazos intermitentes de su piel.

–Sos el hermano mayor que estaba afuera, ¿no es cierto?

Digo que sí.

–¿Y qué era lo que estudiabas?

–Lógica matemática.

–Que vendría a ser... ¿como filosofía? –me pregunta distraídamente mientras quita de un solo movimiento la sábana que cubre a mi abuela.

–Como filosofía, sí –acepto.

–Ah, yo no sirvo para esas cosas tan complicadas: yo soy al pan, pan. Bueno, tengo que cambiar las sábanas. ¿Me ayudarías a sentar a nuestro bebé en esa silla?

Nos situamos uno a cada lado de la cama. Sillita de oro, dice, y cuando se inclina para pasar los brazos debajo del cuerpo desmadejado, veo sus tetas gruesas que se juntan y sobresalen, apenas contenidas por el escote. Extiendo a mi vez los brazos y encuentro del otro lado sus manos cálidas y algo rugosas. Mi abuela se queja en sueños cuando la izamos y empieza a murmurar algo en un barboteo, como si hubiéramos puesto en marcha un mecanismo descompuesto. Tiene una levedad de pájaro y sólo el camisón de flores hace recordar su sexo. La depositamos con cuidado sobre la silla y nos quedamos mirando un momento los labios que se mueven en ese suspiro insistente y casi inaudible.

–¿Qué estará diciendo? –pregunto–. ¿Sigue así indefinidamente?

La mujer baja su cabeza hasta acercarla a la cara de mi abuela y lleva un dedo a sus labios.

–¡Shhhh! –el ruido, seco y muy fuerte, me sobresalta, pero mi abuela se calla milagrosamente, como una canilla que hubiera dejado de gotear, y la mujer sonríe, orgullosa–. Aquí todos saben que tienen que obedecerme –me dice, y lleva hacia atrás los brazos para atarse el pelo con una gomita.

Gira a la cama en el estrecho espacio que le deja mi cuerpo y cuando se inclina para sacar la sábana de abajo me toca por un instante sólidamente con su trasero. En una esquina del colchón que quedó al descubierto veo un monograma que me resulta familiar. Me acerco para leer la etiqueta descolorida y la mujer me mira con curiosidad.

–Es uno de los colchones que fabricaba mi abuelo –digo, todavía asombrado, y miro otra vez la corona de cinco puntas, como si fuera un signo que pudiera decirme algo trascendente–. Toda la ciudad dormía en una época sobre sus colchones. Se llamaba a sí mismo el rey de la posición horizontal.

La mujer se aproxima y se inclina junto a mí para mirar la etiqueta. Nuestras caras quedan muy juntas y siento el soplo de su aliento. Veo sobre sus labios unas gotitas de sudor. Una de sus rodillas toca mi pierna.

–El rey de la posición horizontal, mirá vos –no se separa y mueve su rodilla más arriba por mi pierna–. Y al nieto, ¿qué posición le gusta?

Nos besamos. Su lengua, muy grande, tiene algo de blando y mugiente, y busca derechamente el fondo de mi garganta. Hundo una de mis manos en su delantal y saco fuera del corpiño una teta caliente, pesada y oscura, con el pezón sobresalido. Las manos de ella ya abrieron mi bragueta y ahora desabrochan el cinturón. Se pone en cuclillas y me baja el pantalón hasta los tobillos. Rodea mi miembro con una mano, alza sus ojos hasta encontrar mi mirada y pasa la lengua por el costado sin dejar de mirarme, ascendiendo lentamente hacia la punta. Contempla por un instante el glande, abre la boca por encima con los labios curvados y con una ondulación de la lengua deja deslizar una película líquida de saliva.

–Por los microbios, ¿viste? –me dice. Un hilo transparente une sus labios con mi miembro. Se lo mete enteramente en la boca con chupadas largas y rítmicas. Lo saca de pronto, con una última succión satisfecha.

–Ahora me pongo en cuatro y me la enterrás, ¿sí?

Se pone de pie, pasa las manos debajo del delantal y deja caer la bombacha al suelo con un movimiento de los muslos. Apoya en el borde del colchón las dos rodillas separadas y extiende los brazos hacia delante. Arquea la espalda para alzar hacia mí las caderas, me mira entre la abertura de sus piernas y se sube el delantal sobre la cintura. Entonces, cuando veo la hendidura roja, tan cerca y precisa como nunca, tengo un déjà vu vertiginoso, nítido, imposible. Algo, comprendo, está horriblemente mal, porque es la primera vez que veo una concha así, descarnada, tan roja, con los labios abiertos. Doy vuelta la cabeza, desconcertado, hacia la silla donde debería estar mi abuela.

–Vamos, filósofo, no mires allá, concentrate en el agujero –escucho a lo lejos.

Pero si no soy ése que está en el colchón, me doy cuenta, mientras veo rodar borrosamente la bestia de dos espaldas, no puedo ser otro que este que está aquí, inmóvil sobre la silla. Y ahora empiezo a recordar que sí, por supuesto, todos han muerto: mi padre, mi madre, mis hermanos, todos en la posición horizontal, aunque salí hace apenas un rato de mi casa. Pero entonces, ¿quién viene a visitarme? ¿Tuve acaso hijos, nietos? Siento que algo se desliza por el costado de mi boca, algo líquido, indetenible, y pienso pastosamente en la frase que dijo mi padre recién, esta mañana, su variante del primer principio: “Babeo, luego existo”.

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