“Buscando un portamacetas blanco, con diferentes características y medidas, y luego de recorrer varios viveros y navegar arduamente por Mercado Libre y otras páginas sin dar con él, un día Patricia (Caramés, de la Colección Fortabat) nos comenta que vio un portamacetas similar en el pequeño jardín de su vecina Nené. Patricia le comenta a Nené de la búsqueda, y le explica para qué se usaría el portamacetas. Nené, de unos ochenta y tres años, le dice que ese portamacetas blanco había sido de su mamá. Que ella lo heredó y la acompañaba desde entonces.”

Entonces Nené decide donar el portamacetas tan querido: donarlo para que pase a integrar una obra, realizada casi treinta años antes, del artista Omar Schiliro. Quienes buscaban la pieza faltante eran Cristina Schiavi y Paola Vega, las curadoras de Ahora voy a brillar, la retrospectiva de Schiliro que inauguró a principios de abril en la sala de exhibiciones temporarias de la Colección Fortabat. Allí confluyeron personas, objetos, cartas y anécdotas, en estado de máxima brillantez, alrededor de la figura de este artista especial como pocos.

Estaban allí sus amigos de siempre, sus amigos nuevos y sus obras restauradas con mucho cuidado, ahora dotadas de todos los objetos que llegaron a contribuir con la reparación. Como el portamacetas de Nené muy típico, blanco y con tiritas diagonales de plástico que forman rombos.

Pero la historia de la exhibición comienza con una visita al Delta del Paraná, Primera Sección. Paola Vega, entonces interesada en investigar la trayectoria de Ana Sokol, va con la cabeza llena de ideas a encontrarse con Jorge Gumier Maier en su casa del Río Sarmiento. (Gumier había concurrido a la legendaria peluquería de Sokol muy de joven). La charla se extiende y, hablando de leyendas, Gumier la sorprende mencionándole la posibilidad de hacer una retrospectiva de Schiliro, que le venía dando vueltas en la cabeza pero no lograba materializarse. Gumier fue, además de curador entre 1989 y 1996 de la galería del Centro Cultural Rojas (el entorno afectivo donde Schiliro desarrolló su trayectoria fugaz, aunque nunca realizara una muestra individual en el espacio), la pareja del artista hasta su muerte temprana. Ya fallecido, durante algunos años la obra de Schiliro siguió participando de muestras colectivas pero lentamente, pasado el cénit del Rojas, fue eclipsándose sin que la historia del arte ni las instituciones locales le concedieran hasta ahora especial significación.

Paola Vega aceptó el convite. Avanzaron rápido y pronto notaron que no daban a basto. Solo salió el nombre de Cristina Schiavi, colega, amiga en común y cercana en su momento al artista homenajeado.

Los desafíos que enfrentaban eran muchos; no el menor, el estado disperso de las obras de Schiliro, sus terribles necesidades de restauración, el cuidado que exigían. “No es nada fácil encontrar piezas en vidrio o plástico de la década de 1990, compradas en ferias de antigüedades como remanentes o en negocios del barrio de Once. Muchas ya no se fabrican. En el caso de las piezas de vidrio”, que eran parte de las arañas de luz utilizadas por el artista, “no son las mismas las que se comercializan en la actualidad que las que se importaban en aquellos años. Buscábamos una aguja en un pajar. Testarudas ambas, obsesivas y comprometidas con la causa, nunca pensamos en abandonar”.

Hay algo en las circunstancias en las que trabajaron Vega y Schiavi bastante parecido a lo que habían sido, en su momento, las posibilidades de trabajo de Schiliro en la escena de los tempranos años 90 en Buenos Aires. Que un bijutier como él, pasada la frontera de los treinta años, se dedique al arte al saberse enfermo y que lo haga con una eficacia tan espectacular habla mucho del afecto que tenía alrededor. Comenzando por el del novio y siguiendo por el de los amigos. De alguna forma, también esta vez, estaban ahí listos para prestar ayuda el portamacetas de Nené, el trabajo de Vega, Gumier y Schiavi, los textos que escribieron para el catálogo Francisco Lemus y Mariana Cerviño, y un largo etcétera de pequeñas colaboraciones más o menos anónimas, desde las posibilidades que les brindó el museo hasta el beneplácito del público para un artista poco mencionado últimamente: todo lo que tenía alrededor colaboró en la tarea, igual que en aquellos años en los que Schiliro recibió amor, ya que no otros remedios, y pudo devolverlo en la forma de historias deslumbrantes. 

Se trata de historias de amor, como la de la palangana y la araña de caireles. Casi todas las obras de Schiliro, pequeñas esculturas con material encontrado, cuentan un romance prohibido entre miembros díscolos de familias enemigas que se enamoran y se pierden en una unión morbosa. El plástico y el vidrio son los Montesco y los Capuletto de esta historia. Palanganas y caireles dan la composición schiliriana esencial: una base de plástico de la que brotan tentáculos transparentes. Pero a estos dos materiales hay que sumarles dos efectos adicionales: la luz y el movimiento.

Por eso las obras, ahora restauradas y ubicadas en un adecuado dispotivo de exhibición, parecido a un altar, tienen el abolengo innegable de un modernismo travesti y particularísimo, con vasos comunicantes que llevan a una de las tendencias más lúdicas del siglo XX: el arte cinético y óptico, abandonado al placer mecánico y lumínico, que con Schiliro vuelve recauchutado como carnaval y cursilería reconfortante.

Ya pasados los años, y gracias a la curaduría tan esmerada, la supervivencia de estas obras las eleva por sobre sus circunstancias originales. Su movimiento al museo es parecido a la transmutación que sufrió el portamacetas de Nené al integrarse a una de ellas. Estas obras ahora reafirman, y a la vez cuestionan, el lugar de Schiliro y del arte del Rojas en general como mero depósito del significado epocal de la contracultura argentina fin de siglo, con sus propios vericuetos existenciales. Porque si es verdad, por un lado, que Schiliro sintetiza la posición típica del artista del Rojas (la del arte hecho por no artistas, por amateurs), por otro lado es verdad también que sus obras desbancan cualquier atisbo de escribir una historia del arte argentino que no los deje, a él y a sus amigos, en un lugar primordial.

Lo que restauran las obras de Schiliro es algo parecido a la ilusión del arte, la fe en el arte como una entidad enigmática capaz de trastornar totalmente la existencia. Es una obra que quiere tropezarse con la vida, vivir sin mal y brillar sin pecado. A través de sus juegos mecánicos y lumínicos, el candor de Schiliro se ramifica en las maravillas infantiles de una feria de atracciones. La principal es, literalmente, un juego: un tablero con opciones de vida repartidas en una torta gráfica coloreada, con una cuchara giratoria en el centro y un botón para que el espectador la accione tras subirse ceremonialmente a un banquito. Las alternativas en las que puede caer esta ruleta mágica son las posibilidades de la gracia: trabajito liviano, suerte buena, ropita linda, casita cómoda, etc. La gracia siempre es lo más difícil.  

“Un satélite subió al cielo”, dice una canción de Lou Reed. “Y esa es la clase de cosas que me vuelan la cabeza”. Nené fue avisada de que si decidía donar su portamacetas para restaurar una de las pieza no iba a recuperarlo más. “Nené insiste en su regalo”, cuentan Vega y Schiavi en el catálogo, “porque prefiere que el portamacetas siga vivo en una obra de arte. Porque así, cuando muera, la maceta tan apreciada por ella podrá cobrar un nuevo sentido”.