Estaba en la cocina, preparándole a Martha el quinto café de filtro del día. Ella, con su mejor voz a lo Paloma Efrón pero más cavernosa, me dice desde el living (donde ahora estoy escribiendo estas líneas): “Tenemos que casarnos”. Ocupada en aquellos menesteres, no había visto avanzar la gran nave con su proa a toda velocidad sobre la vida doméstica. La quilla de acero del sistema, como debe enunciarse en el barrio de La Boca, bastión de las metáforas navales. La Ley de Matrimonio Igualitario se había sancionado ahí nomás, en julio, luego de una larga lucha del movimiento lgbti (y del liderazgo de Néstor Kirchner, que con su “ok, háganlo” entregó una importante herramienta del Estado para aplastar décadas de mataputismo social). En esos días las discusiones sobre el “deber ser” lgbti, el deber ser por dentro o por fuera del sistema, establecían un eje dilemático. ¿De qué lado estás?, era la pregunta.
Me resistí. Siempre supe que mi DNI iba a registrar forever un estado civil “soltera”. Nunca bajo la autoridad de un varón (mi generación nació cuando la mujer casada era “incapaz” para la ley civil, nuestras madres usaban el “de” precediendo el apellido del marido y no a la inversa, nosotres les hijes estábamos solamente bajo la potestad de nuestro padre y madre no contaba para la ley, tuvimos que salir a las calles para que las madres compartieran derechos respecto de les hijes). Pero el suelo que pisábamos no era ya el mismo. La lucha del movimiento lgbti y, en lo que a nosotras respecta, la lucha de las lesbianas por su existencia -más allá de la lucha por reformas- había revoleado el tablero por los aires.
A mi anarco-resistencia al matrimonio, la troska (desde sus 67 años de sabiduría beatnik) le respondió con un conciso: “Fuck the system”. Eso quería decir que nos habíamos cansado de escuchar historias de lesbianas expulsadas de sus hogares por sobrinxs ignotxs al fallecer una de ellas. Que habíamos llegado al hartazgo del desprecio social y de la desigualdad con lxs heterosexuales. Martha resumía en aquel “fuck the system” su vida en la Nueva York bisagra entre los 60s y los 70s ocupando edificios para alojar mujeres latinas, la búsqueda de departamentos de renta controlada para pagar menos alquiler, los mil y un trucos para conseguir la green card.
Y marchamos entonces rumbo al casamiento civil (conquista arrancada primero por el laicismo de la Generación de 1880 a la iglesia católica), ella más convencida y yo tímidamente y temblando, triste porque Martha estaba muy enferma hacía años, al registro civil de Barracas, que celebró el 12 de noviembre de 2010 su primera boda de lesbianas. El fotógrafo del registro civil la saludó con un apretón de manos. Durante años le había llevado a la redacción imágenes relacionadas a crímenes por resolver. Y yo estaba ahí, con un ramo de jazmines en la mano y una libreta roja en la otra, aprendiendo una nueva lección del manual de praxis Martha Ferro. Firmando un papel que no contradice el pacto que sellamos en invierno de 1988, cuando cruzamos en bote a la isla Maciel y en el trayecto fijamos nuestras propias reglas. Sin medias tintas burguesas.