Me casé con un francés anti-populista el día de la Lealtad peronista. Elegí el 17 de octubre; el francés, ni idea. 2011. Había pasado un año de la aprobación de la ley. Al año nos divorciamos. Un desastre: la convivencia con el avaro de Moliere y el matrimonio desigual en una casa de muñecas. Puse la firma en el lugar errado. Errado, no de error, si no de lugar otro,/ como hablar con el espejo / y no con quien se mira en él, me digo el mantra de Diana Bellesi. Nos casó una jueza con el nombre de mamá: Alicia. Un lunes al mediodía, a pleno sol. Uno de los días peronistas más felices de mi vida.
Las testigos fueron dos mujeres, psicoanalistas. Silvia, la testigo por mi parte, ante la pregunta de cajón de la Jueza: “¿Alguien quierE decirle algo a los contrayentes?” respondió: “Yo”. “¿Qué?”, repreguntó Alicia. Silencio embarazoso. “Que se amen”, dijo la amiga. “¡Pero si se están casando!”, reaccionó la Jueza. “¡Por eso mismo!”, contraatacó Silvia. Todxs se rieron. La odié a mi amiga: ¡me arruinaba la boda! Pero supe que tenía razón y me ayudó a separarme. El casamiento no tiene nada que ver con el amor. Y mi amor había sido un estrago, que me dejó en ruinas. “Necesito un psicópata que me acaricie el hombro”, reza la Dolly Skeffington de María Moreno. A los meses de divorciarme estrené Querido Ibsen: soy Nora, de Griselda Gambaro, en el Teatro General San Martin. Una consagración. Nora Helmer había sido yo. Como ella, también, abandoné la casa, el marido, el masajista, el personal trainer, la mucama, el chef, la casa en el Tigre... Como Nora me descargué con un alegato feminista y me descolonicé de los privilegios de la protección patriarcal. Y si es cierto que él se casó por el DNI; yo me casé por la fiesta.
Fui un esclavo del amor occidental. El amor de la propiedad privada. No me arrepiento. Usufructué un derecho. El acto performativo de casarme fue una reparación de la agresividad machista que sufrí desde chico. Hasta entonces no pensaba que podía ser necesario casarse para callejear liviano con el peso simbólico del resguardo del Estado. Me casé de politizada que estaba, enfiestada en el kirchnerismo aunque presentíamos la resaca. ¡Pero lo mejor fue la fiesta de boda! Luego del Registro Civil nos fuimos todxs a almorzar al petit hotel del francés, en Parque Lezama. Recibimos a lxs invitadxs en una terraza del tamaño de una plazoleta. Habían llegado unos amigos sanjuaninos desde Estonia, que hacían cumbia electrónica -Mayonesa & Tincho- y musicalizaron toda la tarde. El catering hubo que pelearlo con el colono pero fue superior. Preparado por Gabriel, una loca amiga cordobesa chef, que el manipulador de mi ex marido había repatriado de Niza y engañado. La torta fue una croquembouche: una pirámide de profiteroles rellenos, con dos muñecos trajeados en la cima. Todo muy chic pero muy alcholizadas y alegres bailamos con lxs amigxs e hicimos karaoke en la terraza, bajo un sol tremendo, hasta que cayó la noche. La fiesta fue un momento donde experimentamos, como René Schérer, hablando del libro de su amante, Guy Hocquenghem (El deseo homosexual) una “hospitalidad universal y absoluta”. Que “sin descuidar la cuestión de los derechos, puesto que se trata de una lucha iniciada y muy real, confiere a la realidad por conquistar una dimensión completamente diferente: la de una sociedad de nuevo tipo”.