Pocas voces han afectado al mundo de una manera tan poderosa y profunda. Aretha Louise Franklin, una de las mejores cantantes de todos los tiempos, tenía a Dios en ese registro amplio, sensible, negro, evangélico, capaz de convertir en creyente fervoroso a un ateo irredimible. Fue algo más que “la reina del soul”, un título que jamás tuvo que defender porque nadie se habría animado a discutirlo. Aretha Franklin transformaba a las canciones que pasaban por su voz sin importar su extracción; temas de Elton John, Paul McCartney, The Band, Rolling Stones: todas ellas salieron teñidas de un azul profundo y divino, parecido al del cielo cuando las primeras luces del sol lo incomodan en una mañana sin nubes. Cantó el blues como ninguna, el góspel como un ángel y dotó al soul de un estilo inimitable, elegante y temperamental, religioso y profano. Fue como su canción: “joven, negra y talentosa”, aun cuando el almanaque marcara otra cosa. Su voz no tenía edad. Pero en sus primeros años pagó un terrible adelanto cuando el comportamiento de sus padres le astilló la inocencia. Desde ese entonces, la pureza solo la encontraría en la música.
Lo que la salvó fue el piano, ese gigante de marfil y ébano que aprendió a domar a los siete años como si lo hubiera jineteado en vidas anteriores. Los que la recuerdan de sus tiempos de niña evocan sus ojos tristes, portadores de la pena de una mamá que se fugó del hogar cansada del maltrato, la excesiva “disciplina” y la poligamia de su marido, el Reverendo C. L. Franklin, uno de los pastores más carismáticos que se recuerden. También uno de los más mujeriegos y liberales. Aretha, dicen, nunca se recuperó de ese abandono materno que tal vez haya sido una decisión de vida o muerte. Pocos años después ella murió y la pena de Aretha fue más honda aun. Buscó madres sustitutas en la feligresía femenina de su padre, pero lentamente fue reemplazando su carne viva de niña abandonada por una coraza que iría endureciendo cada vez más con los años. Así como su voz era blanda, más blanda que el agua bendita de la iglesia de su padre, Aretha, la mujer, la madre joven -tuvo dos hijos cuando era adolescente-, la muchachita solitaria, se cubrió con un caparazón impenetrable. Y no lo soltó jamás.
El piano no la salvó solo en una ocasión: lo hizo dos veces. La primera fue cuando pudo canalizar sus emociones en ochenta y ocho teclas, y acompañar a su padre –a quien siempre adoró y perdonó sus pecadillos– en interminables giras evangélicas. La segunda sucedió cuando Jerry Wexler descubrió lo que afectaba a la artista Aretha Franklin. Hoy estamos hablando de una leyenda cuya voz acompañó un tiempo que va desde los funerales de Martin Luther King, muy amigo de su padre, hasta la asunción de Barack Obama como el primer presidente negro de Estados Unidos en 2009. Pero ese talento pudo haber quedado taponado por la impericia de Columbia Records, el primer sello grande con el que firmó en 1961. Cuando la contrataron quedó claro que se trataba de uno de los talentos más deslumbrantes que el mundo haya escuchado jamás. Sin embargo, sus primeros discos fueron un fracaso. Aretha era un gol servido y Columbia no pudo hacer que la pelota toque la red, y eso que para encontrar una voz con tanto aleluya, perfección y emotividad hay que trazar una bisectriz que abarque los talentos de Ella Fitzgerald y Billie Holiday.
“Columbia es, al final del día, una compañía de blancos –se sinceró en su momento el productor John Hammond–, y no supimos que hacer con ella”. Lo irónico es que Atlantic, el sello con el que Aretha conoció el verdadero éxito, estaba conducido por un turco, Ahmet Ertegum, que la puso a trabajar con blancos. Jerry Wexler, el productor designado, se alarmó porque los sesionistas de Muscle Shoals también eran todos blancos; pidió al menos una sección de vientos con gente de color, y le mandaron tres rubios que se soplaban todo. Cualquier disquisición racial voló por el aire apenas Aretha Franklin tocó el primer acorde en el piano; como hormigas atraídas por un panal de miel, los músicos se arremolinaron a su alrededor y se pusieron a su servicio. “Jamás vi tanto sentimiento emerger de un solo ser humano”, se confesó el baterista Roger Hawkins. “Cuando Aretha tocó ese primer acorde, supimos que todo iba a salir bien”, concluyó con acierto el compositor Dan Penn, que escribió “Do Right Woman, Do Right Man” para ella, el lado B del monumental “I Never Loved A Man The Way I Love You”, su primer simple para Atlantic y también su primer éxito masivo.
¿Cuál fue la movida que destapó ese talento sumergido? Una simple observación de Jerry Wexler. Se podría haber repetido la historia de Columbia, pero es ahí donde reside el valor de la etiqueta: Atlantic siempre fue un sello dedicado al rhythm & blues, y descubrieron en 1954 que Ray Charles podía remontar ese estilo pecaminoso a los cielos, maridándolo con el góspel. Columbia demostró una notable falta de criterio cuando trató de contener ese volcán de emociones que era Aretha en un formato de diva refinada a lo Dionne Warwick: intentaron convertirla en lo que no era. Ted White, el primer marido de Aretha que también fue su mánager, esperó a la finalización del contrato para llevar a su mujer a Atlantic, como quien busca al médico adecuado para un tratamiento riesgoso. Y allí encontró un equipo dispuesto a generar el medio ambiente necesario para que Aretha pudiera convertirse en la mitológica vocalista que hoy el mundo recuerda. Fue Jerry Wexler, pero también el notable oficio del arreglador Arif Mardin, otro milagrero de artistas encallados, y la pericia de Tom Dowd, el ingeniero de sonido que registró los discos de Otis Redding entre muchísimos otros. Rodearon a Aretha con los mejores talentos del soul de Atlantic, bravo, crudo y filoso y supieron elegirle el repertorio en el que aflorase su espíritu religioso. A Wexler le queda el crédito del hallazgo del hecho determinante: ¡cuando Aretha tocaba el piano y cantaba al mismo tiempo los cielos se abrían y dejaban entrar la luz! Y los músicos daban lo mejor de sí. Amén.
Un poco de respeto
Si el feminismo emergente de los años 60 tuvo un himno, ese fue “Respect” cantado por Aretha Franklin. Paradójicamente, el tema fue compuesto por un hombre, Otis Redding, y cantada por él tenía un sesgo machista que pretendía ser gracioso. Versos como “Oh, tus besos, más dulces que la miel/ ¿Y sabés qué?/ También es dulce mi dinero”, hoy serían una afrenta. Pero cuando Aretha lo cantó se transformó en una canción de reafirmación femenina: Respeto. Y por si hacía falta claridad, lo deletreaba: R-E-S-P-E-C-T. A no confundirse; en la historia del soul, si Aretha fue la reina, Otis era el rey, pero Franklin le insufló a la creación de Redding un “hálito divino” del que carecía. Y el espíritu de la canción se insertó con naturalidad en un tiempo en el que las mujeres alzaron sus voces, marcharon por las calles, lucieron orgullosas sus minifaldas y utilizaron la pastilla anticonceptiva. Aretha solía cantar con sus hermanas Erma y Carolyn haciéndole coros, y fue en un aparte con Carolyn donde las chicas diseñaron la remodelación de la composición de Otis para hacerla inmortal.
No fue la única de sus canciones en alcanzar la eternidad: “I Say A Little Prayer” (traducida al español como “Rezo una pequeña plegaria”) es el otro de los temas interpretado por Aretha Franklin que quedará por siempre asociado a su memoria, pese a no ser de su autoría (fue compuesto por Burt Bucharach y Hal David), y a haber vendido un millón de copias en la garganta de Dionne Warwick un año antes. Como si eso fuera poco, “I Say A Little Prayer” era solo el lado B del simple “The House That Jack Built”. La idea surgió como otro divertimento de hermanas, cuando Aretha la cantó en un recreo con The Soul Stirrers, el cuarteto femenino liderado por Cissy Houston que la respaldó en esa sesión. Se hizo evidente que debía haber un registro de esa versión y como no había otro lugar, la enviaron a la cara B, desconociendo que habían alumbrado un clásico. Aretha se prodiga en una enormidad de matices, como si su voz buscara reflejar una autopista sinuosa que se interna en una cordillera; sube, baja, llega al éxtasis y acopla la ternura en una misma estrofa sin sonar recargada. “I Say A Little Prayer” es, por lo menos, una canción milagrosa.
Es difícil no pensar lo mismo de casi todo lo que grabó en sus primeros años con Atlantic: “(You Make Me Feel Like) A Natural Woman”, “Chains Of Fools”, “Think”, “Son Of A Preacher Man”, su extraordinaria versión de “Bridge Over Troubled Waters” de Simon & Garfunkel, el funk comprimido de “Rock Steady”, la puesta en valor de “Spanish Harlem” (clásico de Ben E. King) o el gozoso Amazing Grace, el álbum góspel que grabó cuando Mahalia Jackson -la gran intérprete del género religioso-, dejó este valle de lágrimas. Pero en un punto del camino, lo que fue una alianza prodigiosa se destruyó y Aretha quedó extraviada en esa encrucijada donde el soul comenzó a mutar en música disco. Tuvo que encontrar una nueva casa -el sello Arista-, y nuevos cómplices –el ejecutivo Clive Davis y Luther Vandross y Narada Michael Walden como productores–, para torcer un destino empecinado en desbarrancarse en la escarpada década de los 80. Quedó atrapada en malos amores y muchas botellas para olvidarlos y se fue transformando en una mujer dura, en una reina adusta que maltrataba a sus súbditos y ocultaba su verdadera y dolorosa infancia. Dialogaba con el espejo, le ponía lustre a los escenarios, se inventaba un relato y cada tanto grababa un disco en el que buscaba -y a veces conseguía- reinventarse.
Hay una historia que la pinta bien y es la de David Ritz, el hombre que escribió las biografías oficiales de los grandes músicos negros (Ray Charles, B.B. King, Marvin Gaye y otros), que intentó por todos los medios escribir la de Aretha sin lograr jamás comunicarse con ella. Hasta que un día Aretha lo localizó en un hotel y lo convocó a una suerte de casting de escritores para sus memorias. Ritz propuso un encuentro y Aretha lo frenó: “Sólo llamados telefónicos”. El hombre resultó vencedor de aquella competencia y se puso al servicio de Aretha, pero no logró hacerla hablar de lo que ella no quisiera. Sus hermanas querían que recordara la dureza de los años de infancia y Aretha solo brindaba la falsa versión de una infancia feliz. Ritz no pudo torcer su negación y escribió un libro llamado From These Roots, como escritor fantasma de la visión de Aretha Franklin sobre su propia vida. Años más tarde, logró que le diera el aval para una biografía independiente, y así Ritz pudo contar algo más equilibrado en Respect: The Life of Aretha Franklin.
Llena de gracia
Todas las cantantes -blancas o negras- que vinieron después y que abordaron un repertorio cercano al rhythm & blues, le deben algo a Aretha Franklin. La lista va desde Chaka Khan y Bette Middler y llega hasta Joss Stone, Beyoncé y Nicki Minaj, pasando por Whitney Houston, Annie Lennox y Mariah Carey. Alteza entre sus pares, Aretha Franklin dio una última muestra de su poderío en diciembre de 2015 cuando se presentó en el Kennedy Center de Washington. Se le otorgaba una distinción a Carole King, quien junto a Gerry Goffin compuso uno de los grandes éxitos de Aretha, “(You Made Me Feel Like) A Natural Woman”, y Franklin cerró la ceremonia como invitada sorpresa. El gesto no solo deleitó a Carole King, sino que la interpretación hizo llorar al mismísimo Barack Obama, presente junto a su esposa Michelle. Aun portando un generoso sobrepeso, Aretha se movió con gracia y naturalidad, y el lugar se vino abajo cuando dejó caer su grueso tapado de piel sin perder una pizca de afinación. La reina todavía podía sacudir las tablas de un escenario en tiempo y forma.
Aretha Franklin quedará por siempre en la historia definiendo el sonido de la música negra en los años 60. “Soul es la habilidad de hacer que otra gente sienta lo que estás sintiendo -le dijo la reina a Newsweek en 1967-, es difícil reír cuando querés llorar. Hay gente que puede ocultarlo. Yo no, por eso no sueno falsa”. Eligió el 16 de agosto para morirse, el mismo día que Elvis Presley. Una fecha que marca el calendario de las leyendas .