Un día Mildred Burton se puso a hablar y no paró más. En un living recargado de objetos de arte y pieles de animales, sobre la calle Marcelo T. de Alvear., lo que dijo estremeció a los concurrentes: algún viejo patriarca con bisoñé, coleccionistas aficionados, ex militares y hombres de negocios, mujeres con ínfulas sociales; señores jóvenes con traje liviano y pañuelo al cuello; señoritas advenedizas, empleadas de un museo o de algún diario, y una galerista entrada en carnes, todos alrededor de la mesa ratona llena de vasitos y ceniceros, flanqueada por sillones diseñados en un estilo particular que el dueño de casa, Federico, llama “neoegipcio”. Burton ya es grande y es el centro de la reunión. Está ladeada por su marido (su segundo marido, más exactamente) y del otro lado por Federico, que se eclipsa en su presencia. Viene de inaugurar una muestra y de comer con toda la concurrencia en un club vasco, sobre la calle Paraguay. Federico, tras pedir la cuenta, los invitó a subir a tomar un whisky.  Y  cuando todos estuvieron sentados y con el vaso en la mano, mientras dejaban fundir el hielo con los típicos movimientos inútiles del bebedor de whisky, Burton se puso a hablar.

Todos mis cuadros, dijo, nacen de un relato anterior, que escribí previamente. Siempre me gustó escribir y varias veces voy a buscar ideas para un cuadro en esos apuntes: tengo más relatos que pinturas. La literatura me interesó desde chica. Mi gran amiga de toda la vida fue Luisa Mercedes Levinson. Ella siempre decía que si hubiera sido pintora habría pintado mis cuadros y yo le decía que de haber sido escritora, habría escrito sus libros. Nos sentíamos iguales, gemelas. También me fascina cierto mundo de Cortázar, de Borges y de Alejandra Pizarnik. A mí, en general, los poetas me aburren, pero Alejandra no.

Las jovencitas, al oír a una artista mayor hablar de Pizarnik en términos tan familiares, se sintieron importantes. Los señoritos de pañuelo al cuello intercambiaron miradas y alguno hasta trató de meter un bocadillo, para impresionar al dueño de casa, pero Burton lo calló en seco:

Yo convivo con lo terrible y con el miedo. Vivo sola en una casona terrorífica de la Boca. Creo que vivo siempre cerca de un abismo que al mismo tiempo me atrae. Antes tenía miedo de caer en ese abismo, pero después de ciertas cosas que me tocó vivir aprendí que no hay abismo en el que pueda caer salvo aquel al que yo decida saltar. Me ocurrieron cosas tremendas pero soy resistente. De los cinco hijos que tuve perdí a dos. Yo me solazo en ese mundo terrible. En cierto modo ese mundo tiene contactos tangenciales con el de Aída Carballo, que fue una de la artistas que me apuntaló, junto con Berni y Roberto Aizenberg, cuando yo empezaba. Ella me largó al ruedo. Con Aída tuve una relación muy especial; me protegió y yo tenía la sensación de que me quería salvar de algo. Aída siempre estuvo cerca de la muerte y de la locura, y se esforzaba para que yo no ingresara en esas zonas. Yo también caminé al borde y estuve internada en varios centros de salud mental con diagnósticos varios: desdoblamiento de la personalidad; síndrome esquizoide, paranoia... Creo que todos somos muchas personas al mismo tiempo y que nos comportamos de distinta manera según a quién tengamos enfrente. Lo peligroso es cuando eso se te escapa. A veces pienso que puedo terminar en la locura total y en el suicidio. Cuando llega la noche y estoy sola en casa, con todos mis perros, antes de que el sueño me venza siento que entro en la tragedia. Tengo pesadillas espantosas y vivo en un mundo paralelo insoportable. Mi sueño es un infierno todos los días, hasta que logro salir a las seis y media o siete de la mañana y voy a pasear a los perros. Antes podía no dormir, pero ahora me canso más. Cada día lo termino hecha pedazos y mi vida consiste en manejar los pedazos.

Al pintar se puede gozar de la locura. Frente a un padre prepotente, un marido artero, una ciudad que te da la espalda: pintar siempre. Desde chica, Millie dibujaba en la casona de Entre Ríos en la que nació. Sus padres querían que tocara sonatas de Beethoven en el piano, pero Millie ni siquiera captaba la digitación de Para Elisa.

¡Que fiasco! No tuvieron en cuenta que nací en América del Sur entre achiras, ceibos, yaguaretés y curiyús, y bajo la advocación de Ajotaj, viento vengador latinoamericano. Bebí la primera leche de aguara-guazú cautiva y me alimenté con mandioca, porotos, maíz y charqui, a pasar de los bellos robles Chippendale del piano, de las boiseries victorianas, de las bibliotecas Tudor y del escritorio Thompson de mi padre, que me controlaban con amor y arrogancia sajona.

Mildred Burton nació bien british y entrerriana, un 28 de agosto de 1942. Aunque sus padres eran irlandeses y su abuela alemana. Millie era una rareza en aquellos parajes, “blanca, rubia y ojiclara”.  El calor, la selva, el rigor anglosajón o algo en la mezcla de todo eso contribuyó a enfermarla. Tal vez fue la abuela, que ahorcó a su gato favorito con una bufanda que ella misma había tejido para los aviadores ingleses de la Segunda Guerra (un gesto de rebeldía contra sus ancestros del Ruhr). “Las malas notas, reprimendas y castigos caían sobre mis piernas flacuchas, mis blummers y mi cabecita dura. Consultas, psiquiatras, vitaminas: ¿podrán ser los parásitos?” Millie adoraba dibujar pero no podía controlar los resultados. No podía sacar ningún modelo, solamente le salían  “rojos punzó arbitrarios, islas violetas colmadas de animales fantásticos, con pieles de dibujos geométricos diaguitas y grandes cabezas de ojos claros, fijos y duros de grandmothers petrificadas”.

Ahí estaba entera, Mildred Burton. “Su niñez y adolescencia fueron una colección de rigores y mandatos que luego aparecen como nítidos estigmas en cada obra”, escribió un cronista imitando a un psiquiatra.

En la casa, a la sombra, hablaban de médicos y alguno hasta mencionó a un exorcista, ese burdo personaje romano. “Nuestra Millie ha enloquecido. Debemos encerrarla hasta que sane”, susurraba la parentela reunida. “Y así, todo el bienintencionado clan familiar, mis dulces tías, mi abuela y mis primas mayores, con lagrimas en los ojos y letanías en la voz me despiden y me entregan.”

Millie fue dándole vida en sus primeros bocetos a esos personajes perturbadores de la familia.  Hipócrita Baby Doll –mi abuela–; Ezquifina Baby Doll –una tía siempre alterada–; Ardorosa Baby Doll –una prima supersexuada–. A todas las dibujaba con amor  y exagerado oficio; aunque las muñecas están cascadas, los vestidos son de seda y terciopelo.

La internación fue un fracaso; Millie recuperó su libertad. La mandaron al campo, donde hizo nuevos conocidos.

La resolana, la solapa, la injusticia, la luz mala, el lobizón, la pobreza, las curanderas, el calor, el río, se convierten en una corte de los milagros agreste y al descampado, pero tan fascinante y poderosa, o mas, que las de los subsuelos parisinos y londinenses.

Millie vivía en Entre Ríos pero su mente estaba encerrada en una ilustración de Gustav Doré para la Divina Comedia. Sus sueños tenían el soplo pesado del carbón de la industria; los decorados hogareños exhalaban un sentido muy burgués del pudor. Ella se entredormía, desquiciada y exhausta, entre almohadones con encajes y paredes revestidas de papel.

Los cortinados de medio punto y los vetustos postigones amortiguan la luz y el fuego de los campos que intenta penetrar, rompiendo los prodigios de la sala, del escritorio de Pa, de la alcoba de los mayores y de la mía. Aparecen figuras que se evaden o son absorbidas en su mediocridad o pobreza por grandes figuras murales, endebles en la hora pico de la siesta. Los corruptos e iracundos son transformados en ánforas sin utilidad o en piedras duras, estáticas, pagando eternamente sus culpas, latiendo crujidos y rasgaduritas, sin la menor posibilidad de tibieza.

La familia empezó a tener ganas de sacarse de encima para siempre a la adolescente trastornada, que fantaseaba con vengarse de sus parientes convirtiéndolos en un florero o en una piedra para afilar cuchillos. Fracasado el intento de encerrarla, le empezaron a buscar marido. No tardó en aparecer un señor medio rubión, un oficial del ejército con varios negocios y una que otra amante en la zona. Un macho como los de esa época, eventualmente golpeador, que se sentía solo más allá de la compañía ocasional de las putas y que para trepar en las filas uniformadas necesitaba una esposa, mejor todavía una jovencita inútil acostumbrada a la voz de mando. Millie tenía quince años. “Soy subastada y adquirida”, dijo frente al living cautivo, “por un esposo militar, apolíneo, poderoso y lleno de perofillos dorados y atenciones exageradas. Aun no se notan sus uñas y colmillos.” Después llegaron los hijos, uno tras otro, como en un sueño afiebrado. 

La bota machista aplasta y aprieta, ahoga; pero sobrevivo intacta. Los hijos colgando de las tetas. La dulce aguara-guazú devenida en fiera salvaje marca su territorio sacudiendo la roja cabellera erizada. Con los días, llega la calma, los colmillos puntiagudos se suavizan y recupera su majestad de hembra poderosa. Olfateo el aire y sé que al fin soy libre para encarar mis proyectos de mujer artista.

ENCONTRAR LA CORDURA

Del matrimonio y la servidumbre, Millie huyó a la ciudad, a la multitud aturdida en la que quería encontrar la cordura. No se separó pero se alejó de su marido. Y se instaló para siempre en La Boca, donde se hizo amiga de los malandras que deambulaban por la calle Olavarría, entrada la noche. “Vaya, señora, nosotros le cuidamos la casa y los gatitos”, le decían al salir. Para esa altura ya todos la consideraban loca, incluso el (casi ex) marido. Y la locura, que era un escape, se fue convirtiendo en un papel, que Millie ejercía en los bares del centro, donde le gustaba bailar, disfrazarse, cantar y salir emperifollada a recibir el aplauso.

Criaba a todos mis chicos y estaba sola. Pero no solo la pintura me daba para vivir, sino también la música. Yo era pelirroja, flaquita y con cara de nena; usaba dos trenzas y en esa misma época agarré una guitarrita y me largué a cantar. A la gente le debe haber gustado, porque se callaban y me escuchaban. Hacía dos entradas por noche cantando canciones de la Guerra Civil Española.

Esos primeros tiempos en Buenos Aires también trabajaba coloreando muñecas. Tenía una impresionante colección. Todas las semanas, una camioneta pasaba a buscar las muñecas coloreadas y a dejarle otras nuevas. Cada muñeca tenía una historia y le contaba su suplicio, que a veces la hacía llorar.

Varias veces me llevaron presa. Pero como estuve casada muchos años con un militar y mi hermano también lo es, alguna que otra vez les contaba sobre mi familia y eso servía para que me soltaran.

Según cálculos basados en sus propias declaraciones, Mildred Burton tuvo unos 130 novios, y una tortuga.

“La familia del torturador,” escribió un crítico, “es un conjunto de dos retratos en los que se ve a la esposa y al niño del que vive de aplicar tormentos. Cuando el jefe de la familia llega del trabajo les trae a los suyos algún souvenir horrendo: es así que tanto la mujer como el pequeño hijo retratados lucen –ella a modo de colgante y él como un broche– sendas falanges arrancadas a las víctimas. Y allí están, junto con el detalle siniestro, la compleja aquiescencia de los que rodean y apañan el mal, la silenciosa y extraña complicidad, el peso de la culpa.”

Mi abuela era terrible conmigo y yo la adoraba. Me daba manguerazos y me tiraba de las trenzas. Sus manos eran mi terror. Por eso yo pinté a mi abuela niña, mutilada, sin manos, en uno de los cuadros que está en la muestra.

De esos primeros recuerdos entrerrianos viene también la serie De los fusilamientos.

El puma argentino acribillado y convertido en monumento de roca granítica. Los panes vendados contra el muro final. La papa fusilada; la olita de barrio indígena apuñalada. Luego la serie De los invasores. La invasión de ejércitos de broches de colgar la ropa lavada; la escuadrilla de bijouteries falsas y llamativas sobre la tierra árida que asolan las comarcas femeninas. Después la serie De los suicidios y asesinatos. Las zanahorias seccionadas en la 5° Avenida. El suicidio de J. Jarrow; una hermosa palangana con su jarra de loza floreada inglesa arrojándose, desdichada, del primer piso al jardín posterior. Están luego Los contratiempos de J. Pomme, personaje que durante muchos años simbolizó a una mujer pintada como una manzana en diversas situaciones humanas.

Jean Pomme: J.P. En 1972, Mildred Burton recibió el Gran Premio de Honor en el VII Salón de Buenos Aires y realizó su primera muestra individual en la galería Galatea. Al año siguiente, el 20 de junio, las columnas embanderadas de la Juventud Peronista se hundían en su lento sacrificio, en un descampado alrededor del aeropuerto de Ezeiza.

J.P. violada en un parque, derrama su jugo sangroso en un arroyito pequeño. Violación en alta mar; J.P. como una manzana verde, joven engañada y arrojada al mar, a la deriva. A veces J.P. levita entre arbustos o espera a su amor en las altas cumbres. O navega misteriosa y solitaria en un suave estanque. Toda esta serie, retomada con frecuencia, se explica pues J.P. (Juana Manzana) era para mí la mujer por excelencia, con sus diversos contenidos, colores, jugos, dulzuras y acideces.

En una ocasión, dicen sus nietos que Burton “fue dada por muerta al ausentarse de su casa por un par de años.” No se sabe lo que hizo durante esa laguna de su vida conocida. Burton solía cambiar  dibujos y pinturas “por comida o servicios”. Alguno de sus médicos caracterizaba su conducta social como desadaptativa. En 1979, mientras J. Pomme era violada y torturada  en los cuarteles, Burton integró el grupo Postfiguración junto a Diana Dowek, Norberto Gómez, Alberto Heredia, Jorge Alonso y Elsa Soibelman.

No fue mi mente corrupta la que inventó esas crueldades. No, esas obras fueron ejecutadas un verano, mientras escuchaba los detalles encontrados en los muertos N.N., desenterrados para tratar de identificarlos y poder darles sepultura definitiva en paz. ¿Qué podía pintar en Buenos Aires ese verano? Ningún artista que se precie puede ser cómplice con su silencio. Paralelamente, aparecen las naturalezas vivas, o sea Frutos del país. En apariencia, inocentes grupos de frutas escogidas y seleccionadas con fineza, pero en ellas, en cada una, subyace un detalle terrible, acusador. Así, entre las uvas y ciruelas húmedas, un par de ojos recién arrancados se incorporan al racimo con sus fibrillas nerviosas y sus derramecitos aun sangrando la mutilación sufrida.  En otra de esas obras, entre los duraznos amarillo-rosados, con esa piel peludita como de niño que los recubre, cuelga una manito de bebé, bella como una fruta recién tajeada con prolijidad. Entre algunos higos, granadas abiertas, apetitosas, y dentro de una de ellas, su símil, un trozo de masa encefálica convexo, suave y brillante como una fruta más.

Mildred Burton pintaba, como los surrealistas, para ver algo y plasmarlo. El suyo era un realismo de esperpentos, un costumbrismo de lo desalmado. Payasos con expresión cruel y rasgos facetados. Marcos y orlas, triangulares; jarras cayéndose; dragones como de cuento chino, entre paredes ornadas por bajorrelieves ojivales; dragones bigotudos y alados que asaltan una carreta y la destrozan con su aliento; niños jugando con una pelota en la página par de un libro encuadernado en cartón, con los colores de la bandera argentina; insectos; más dragones que son también laberintos; dragones violadores de muchas caras; y la corderita de cuyas ubres se amamantan unos raros fetos medievales, bajo montañas llenas de agujeros, en Autorretrato embrión con corderita pascual.

Conservo en mi casa-estudio algunos trabajos muy amados. La madre del torturador, obra en óleo donde una clásica madre con cara circunspecta y cuello alto con festón luce la ultima ofrenda de su hijo, una cadena de oro con un dije donde una falangeta recién cortada y engarzada con esmero orna su pecho maternal. Esta pintura forma parte de una serie familiar, como La hija del ahorcado. Cilinda Correa es la hija del ahorcado, toda blonda y sonrosada, plena de correas o soguitas; los bucles, las cejas, los bordados, todo está realizado con cuerditas presagiosas y pulcras, con vaivenes internos de péndulo vivo. La cabeza dislocada en el cuello dibuja el ángulo forzoso de los ahorcados.

INOCENTE Y PERTURBADORA

La pintura argentina de la época de la última dictadura es una cifra. Los artistas y las galerías por entonces tenían alguna libertad de acción (y una enorme inmunidad comparados con los escritores, los teatreros y las revistas); el Florida Garden seguía abierto y desde la época de Onganía no ocurrían grandes escándalos protagonizados por artistas y policías. Esa es la época que Federico Peralta Ramos describe como el momento en que “la vida me llenó la cara de dedos”.

No me quiero olvidar tampoco de la serie de ambientaciones o habitáculos perversos, casas habilitadas por ellas mismas y sus mobiliarios y objetos ejecutados en tamaño natural y con elementos no perecederos. Por ejemplo el Baño Burton Bazrum Gord, un baño real donde la grifería diseñada especialmente para la clase más gorda está realizada con oro y rubíes exagerados y con formas truculentas. Un rollo de papel sanitario de oro puro sellado con rubíes exagerados y con formas truculentas.

Sin embargo, las únicas referencias al contexto en una obra de arte podían ser las más elípticas. Burton se acostumbró a hablar a través de claves, a pintar jeroglíficos.

Más tarde pinté pájaros del país: El regreso de Juan Picaflor, El descanso de Clara Gaviota, en alusión a mi hija que vive en el sur y esperaba a su primer bebe, y otras más, Martín Pescador, El Hornero. Terribles maternidades, absurdos amantes melancólicos, sublimados gays airosos u otros tristes y vergonzantes, entre otros temas, a los que llamo “esquitáculos”, pequeñas teatralizaciones esquizoides y transgresoras. Sus textos son ingenuos, burlescos y llenos de cancioncitas picantes y ridículas. Escribo sus letras y compongo su música (soy egresada del Conservatorio Nacional de piano y puedo escribir algo de música sencilla).

Burton hablaba de un “refinamiento interno”, capaz de transformar lo obsceno, lo mediocre, lo violento. Y el refinamiento es parecido al secreto, que a su vez es parecido al pudor. Berni en aquellos años tenía un escondrijo, una especie de bulo junto a un amigo, de nombre clave Polonio, con el que se juntaban a dibujar chicas desnudas. Solía regalarle a Mildred alguno de los dibujos, para que los vendiera y poder mantenerse. 

Hipócritas muebles, objetos ornamentales y un espejo se derriten, chismean y se aburren entre puazos y dulces empalagosos. La sala de juego Erotical Burton Park, donde toboganes, trapecios, hamacas, calesitas y subibajas erótico-infantiles gozan con sus lenguas, falos y salivitas estilizados mientras que los banquitos están cubiertos con pechos y nalgas seductores y convocantes. Buenos provechos Burton Pig habla de la corrupción de los muebles de un confortable comedor, donde la mesa, sillas y trinchante de madera están cubiertas de guardas talladas de pústulas perfectas, con deformidades en panzas y gorduras en sus patas y bajorrelieves que supuran y se babean. Los utensilios para comer, exquisitas sopapas, bisturíes y tijeras de disección de bronce brillante, completan La paquetería Súper Gord de la mesa, donde no faltan copas de cristal con forma de tubos de ensayo y drenaje y botellones como frascos de laboratorio. Todo es repulsivo, pero sus actitudes son tan humanas que conmueven.

Abundaban en aquellos años también los escándalos televisivos y las grandes aventuras del gobierno, como el conato de tensión que casi llevó a una guerra con Chile. Al visitar el país en busca de un acuerdo de paz, Juan Pablo II recibió un regalo oficial: un rosario de motivos diaguitas, en plata y piedra inca. La artista era Mildred Burton.

Hace pocos días terminé Autoportrato niña con corderito pascual. En primer plano mi padre cordero Pascual dormita cargando una estrafalaria cruz y una coronita espinosa que lo traspasa. Entre las orgánicas montañas de fondo revoloteo con mi pelo al viento sobre un pterodáctilo, dimensionando huevos con púas generadores de futuros corderos pascuales. Casi toda mi producción, mis amados seres y yo misma vivimos en una constante metamorfosis, ¡y no inocente! Sino absolutamente dirigida, controlada e inexorable.

Los señores empezaban a cabecear en el living de Federico. Las chicas, un poco asustadas, mirando la hora. Burton mezclaba sus recuerdos de infancia con sus últimos trabajos, y quienes la escuchaban con atención se confundían en su relato; para remontar la velada, Burton se puso a difamar a un artista y todos se sobresaltaron, pero pronto entendieron que sus dichos no brotaban de la calumnia sino de una especie de memoria amplia, que también incluye lo que nunca ocurrió. 

La locura es la juventud eterna; la locura es un cierto placer; la locura es una suerte de castigo; la locura es hermosa; “la ciencia no nos ha enseñado aun si la locura es o no más sublime que la inteligencia”, decía Edgar Allan Poe. La locura, que es indiferente al paso del tiempo, le permitió a Mildred alternar con sucesivas camadas de artistas a lo largo de los años. La dictadura, la democracia, la nueva figuración, la nueva geometría, la hiperinflación y los mundiales de fútbol fueron pasando sin que ella los viera. Pero así, distraída y apenas delirante, Mildred Burton se fue convirtiendo en una celebridad. En 1998 expuso en el Museo Nacional de Bellas Artes. Gianni Vattimo, que andaba de visita, la encontró fascinante. “Es muy genial”, le dijo a una jovencísima periodista que lo seguía de un lugar a otro. “Tiene alguna base del surrealismo europeo, pero su pintura es extraordinariamente argentina, ni siquiera latinoamericana”.

Poco después la directora teatral Analía Couceyro le dedicó una pieza, una pequeña investigación basada en su vida, titulada Barrocos retratos de una papa. Mildred fue a uno de los últimos ensayos. “Los actores dicen cosas que son verdad, pero que yo no les dije”, comentaba sorprendida al salir con su buen talante con una pizca de mitificación.

Y es que todo para ella era verdad. Todo era real: la tortura, la belleza, los dragones como el que pintó sobre azulejos para el mural de la estación Dorrego del subterráneo, los amigos vivos y muertos. Y de eso hablaba sin parar. La locura de Mildred Burton fue simulación, pero también sistema.

En 2002, la galería Brodersohn-Martínez albergó una de sus últimas muestras individuales: Realidades inocentes y perturbadoras. En Viamonte casi Florida, fue el suspiro de un mundo afantasmado, que estaba por desaparecer. Burton presentó en sociedad a Ninforuncita, una versión hipersexualizada de Caperucita, algunos dibujos de 1966 y otros de 1972. Por esa época se hizo habitué de Belleza y felicidad, donde todos se desvivían por hablarle, y participó de una muestra en Brukman, la fábrica tomada por sus empleados, en mayo de 2003. Allí compartió cartel con artistas como Sergio De Loof, Fernanda Laguna y Mariela Scafati. La vida argentina fluía, como salida de un manantial, y a cada paso que daba, Mildred Burton daba que hablar. “Ligeramente escandalosa”, escribió un chimentero redactor de La Nación, “resultó la inauguración de la muestra Una mirada sobre los 70, en la galería Castagnino/Roldán, el martes último. Mientras la pintora Mildred Burton, del brazo de su joven marido, afirmaba estar embarazada e instalaba el desconcierto, a unos metros otra artista prodigaba insultos encendidos a un colega por no haber sabido guardar secretos... de alcoba.” ¿Y es que no puede una mujer de cincuenta y tantos años embarazarse, o tener un marido lindo? Millie no sentía el paso de las horas, ni era conciente de que sus interlocutores se iban quedando dormidos uno tras otro, como si les hubiera suministrado un veneno. Su marido fumaba en el balcón y Federico solo seguía escuchándola, con los ojos azules brillantes como los de un personaje de historieta que está por largarse a llorar.

Burton tenía el ojo para las vidas tristes y alienadas. Se fascinaba con las internas del Moyano y los veteranos de Malvinas. Los seres maltrechos, de los que todos rehúyen, la obsesionaban.

Ella, que había sobrevivido a tantas masacres, pergeñó una obra que la pudo sobrevivir y que el tiempo fue llevando hasta el pasado más reciente, el pasado que quiere dejar de ser pasado y convertirse en tiempo fluido, manso y lleno de sorpresas. Por eso esta biografía no puede terminar; porque la obra de Mildred Burton está sin terminar. 

Federico la había retratado, de pie en medio del océano y con el agua hasta la cintura, sobre un cielo nocturno de símbolos interplanetarios, sosteniendo una esfera sobre su mano y sonriendo a medias mientras se lleva la otra mano al corazón. Mildred mira a la cámara, de frente con sus ojos claros. Está esperando a quien vea en esos ojos una vida sin principio ni final.

Mis hijos, mis animales, mis pinceles, mis escritos, me observan inquietos. Quisiera tener el don de la síntesis para condensar mi vida y mis experiencias en un diskette esclarecedor, pero no es posible, mis personajes no lo permitirían. Quedarán algunas de mis obras y muchos manuscritos y ellos contarán sus historias y posiblemente la mía, la de una artista plástica latinoamericana, libre.