Rehabilitado en las últimas décadas como abono literario del debate político, Osvaldo Lamborghini en su momento había sido un escritor de culto. La crítica al principio lo ignoraba, obnubilada por los devaneos de la escena pública, mientras él deambulaba por el microcentro dejando sus libritos autoeditados en una o dos librerías muy elegidas. Exiliado, ausente, inédito... ¿descomprometido?, Lamborghini fue restituido al fin pero como cronista en clave del trauma de la juventud de los 70. También fue peculiar la reemergencia de Lamborghini en los últimos tiempos a través de adaptaciones teatrales que tendieron a devolver el contenido sexual desopilante de su narrativa como colapso anaeróbico: forzudos en musculosa, coreografías dignas de un programa de sábado a la noche de la televisión italiana, sentadillas y bultos por doquier apuntaron al martirio del cuerpo mediante el vestuario reglamentario del roller derby, por ejemplo, en el no tan lejano El Fiord según Silvio Lang (2016).
A pesar de su modernismo, era como si la obra de Lamborghini solo pudiera dar pie a la charla política de sobremesa (la interminable revisión de los hechos de la resistencia, la JP, etc.) o a la producción de ácido láctico en escena. Por eso el Tadeys de Albertina Carri y Analía Couceyro es más sutil y a la vez carnavalesco: es un poco Jaula de las locas y varieté popular, pero también un texto inextricable que se organiza y desorganiza en escena.
No es que le falte política ni piel a este Tadeys: todo lo contrario. Ya en su monólogo de introducción, Diego Capusotto en el papel estelar del Doctor “la araña” Ky nos pone sobre noticia de que el experimento que estamos por ver se ajusta a una causa, una “lucha”: se trata de un programa de rehabilitación de “machitos violentos”, encerrados en un buque-prisión y gradualmente convertidos, a puro golpe y violación, en “damitas” adorables. Ky promociona el tema como un dentista falso en el anuncio televisivo de un nuevo tratamiento de caries, y es el más quieto y parlanchín de un reducido número de personajes más blandos o sanguíneos. Todo ocurre en la cubierta del barco, cuya misma morfología se vuelve erótica. (De un personaje a punto de ser sodomizado se dice que va a “cargar carne por popa”.) Más tarde, un registro fílmico de lo mejor de la TV y el cine argentinos de la democracia de manera algo súbita nos muestra lo natural que resultaba la violencia contra las mujeres en pantalla durante los años 90. Fuera de estas dos picardías, la política vuelve como fiasco y golpe teatral, lo que deja a Lamborghini más cerca de la parodia del lenguaje de la militancia de un grupo de vanguardia como Art & Language (especialmente en sus colaboraciones musicales con Mayo Thompson a mediados de la década de 1970) que de la militancia misma. “El pueblo no sabe que puede cambiar de sexo”, dice Ky en su registro de vendedor de pócimas mágicas, pero la palabra que Capusotto más saborea en los largos juegos que hace con su garganta es “represión”. Son preocupaciones actuales, las que Carri y Couceyro subrayan en el texto: ¿cómo decir algo nuevo, incluso algo justo, sin adoctrinar? ¿Cómo describir una coyuntura de violencia sin someter a quien escucha? Ese es el modernismo de este Tadeys. Es como si las directoras, más que afirmar o negar cualquier tópico, quisieran dejar que el texto se lea como un sacramento harináceo que la saliva va horadando en el paladar de los fieles. Hablando de Lamborghini hace un par de décadas, César Aira podía burlarse impunemente del feminismo, pero Carri y Couceyro encuentran en Tadeys elementos precisos de orientación y puesta al día: utilizan el barco-escuela como ese buque encallado en el que Robinson Crusoe obtenía, apenas dando un par de brazadas sobre el mar calmo, lo necesario para sobrevivir al naufragio y la derrota. La crítica del adoctrinamiento como violencia contra las mujeres es válida para toda política, no solo la de la izquierda setentosa. Pero la consecuencia disparatada es Lamborghini como escritor sin banderas, especie de dandy (personaje encarnado finamente por Couceyro, con bigote y traje de dos piezas, recorriendo su querido microcentro apartidario, su Bajo donde Borges, Bioy y los suyos peleaban contra los aliens en otra recordada comedia política argentina).
Tadeys es una novela inconclusa, que Lamborghini dejó escrita en tres carpetas en 1983, pero sin ordenar, y que solo se publicó tras su muerte. Carri y Couceyro simulan este carácter de boceto en la forma de una acción regurgitada en suspiros y quiebres, toda hecha de pequeños números que se suceden o arrinconan a la vez en escena. En la construcción vertical del reparto, basada en el adoctrinamiento y la autoridad, Capusotto es el maestro albañil y Javier Lorenzo (el Comandante “la hiena” Jones) es su primer vigilante, el que le va pasando la luz y la palabra al resto de los actores, cachiporra policial en mano. Todo da pie al palo de comedia bufa y dos términos rotan en su atracción mutua: lo bufo y el bufarra (el macho que para probar su virilidad desvirga a otro varón). Sin embargo lo más violento que ocurre en escena es la ingesta de una variedad de aguardiente tan dura que deja a los protagonistas gritando patas para arriba como personajes de tira gráfica. No hay mucho del Lamborghini muscular de otras adaptaciones ni del equidistante Lamborghini filo, proto, o post militante: la política, como el sexo, es solo metáfora. (Aira también dijo que Lamborghini lograba desplegar la metáfora “en posición horizontal”, como si la llevara a recostarse.) La investigación que hacen Carri y Couceyro de los materiales de Lamborghini es elíptica, desprejuiciada: se sabe que era un escritor capaz de pasar de una frase de Lenin a la adoración entretenida de un glande o de cualquier orificio del cuerpo, que consumía por igual teoría política y pornografía barata. Las directoras encaran el tema buscándole a la política y al sexo un mutuo denominador común de obsolescencia: el resultado es un erotismo vintage, casi lírico y en sí mismo metafórico, un cabaret con rastros de asamblea estudiantil. En sus momentos riesgosos este es un Lamborghini de Moulin Rouge pero tan helado, que a veces la acción dramática roza la hipotermia: el sexo es apenas mental. Este Tadeys bufo y cabaretero ejerce la reducción de la cuestión político-partidaria a utilería cuando una de las “damitas” (Iván Moschner) blande un ejemplar viejo de El Capital. Otro homenaje al arte por el arte puede verse en la acción remota de una indefinida “guerrilla del sur” (¿o será de la revista Sur?) que también parece llegada por error desde Invasión, la película de Hugo Santiago. Todo este andamiaje modernizante, cosmopolita incluso, insinúa repetidamente la idea de que el arte huye del fermento de consenso y represión que llamamos doctrina, incluso cuando se obsesiona con él.
Desde el 11 de abril, de jueves a domingo a las 18, en la sala Luisa Vehil del Teatro Nacional Cervantes, Libertad 815.