Tariq Tayyib Mohamed Bouazizi ardió en su Túnez natal el 4 de enero de 2011 y su fuego se extendió por todo el país: diez días después huía, ¿en helicóptero?, el dictador Zine El Abidine Ben Ali, después de estar 24 años en el poder. Fue una de las, literalmente en caso, mechas que encendieron la serie de revoluciones populares que fueron llamadas Primavera Arabe. Cuando murió tenía 26 años y trabajaba hacía 20: su padre había muerto cuando él tenía tres. Al final de su vida, vendía frutas y verduras en las calles de Sidi Bouzid, un pueblo rural con una tasa de desempleo altísima, y ahorraba para comprarse una camioneta, dejar de arrastrar el carro y expandir así sus posibilidades comerciales. Durante ese año, y un par más, yo estaba pensando y escribiendo textos acerca del sacrificio humano; me preguntaba cómo era que seguía funcionando en nuestras sociedades contemporáneas de manera tan similar a la de la antigüedad. La pregunta se me había disparado por el caso de Rubén Arias, que en frebrero de 2001, cuando la policía intentaba desalojarlos a él y su familia de un edificio tomado en Neuquén, se prendió fuego también. Tenía 31 años, cinco hijos y trabajaba de canillita. Agonizó un par de días, el caso tomó relevancia nacional cuando murió y hubo un estallido popular brutalmente reprimido por las fuerzas de seguridad. La primera foto, la de Rubén Arias, la tomó el fotógrafo Rodolfo Garavaglia, ardiendo y las botas de los canas saliendo de cuadro, es impresionante. Poco tiempo después, las mismas autoridades que habían decidido el desalojo, le entregaron viviendas a las mismas personas que habían desalojado, con la condición de que formalizaran sus relaciones de pareja: se veía el arroz cayendo sobre los muchos, flamantes, matrimonios. Las autoridades, el poder ejecutivo y la justicia, se habían comportado como un dios antiguo, de esos que concedían el favor cuando la víctima propiciatoria les resultaba grata. El caso de Omar Carrasco, el soldado asesinado por un oficial y otros soldados mientras hacía la colimba en 1994, es en cierto sentido semejante: fue su muerte la que logró lo que era necesario hacía décadas, acabar con el Servicio Militar Obligatorio. Fue necesario el asesinato de un chico como si, una vez más, algún Dios hubiera aceptado una ofrenda. No fue ningún Dios, claro, fue la opinión pública y el momento histórico, pero no deja de ser sorprendente que se alinearan detrás del crimen de una víctima inocente. Hay más casos, claro, como también hay muchos sacrificados que no terminan de conmover a nadie.
Pensar estos sacrificios me llevó a escribir una novela corta, Romance de la Negra Rubia, en la que una mujer se quema a lo bonzo en ocasión de sacrificio. Pero sobrevive y se escapa del realismo: incluye jueces y políticos, sí, pero también performances sociales, Bienal de Venecia, instalaciones humanas y mucho arte.