Por Juan Carlos Tizziani
Ella no fue
abandonada. La secuestraron cuando era una beba de 12 meses, en Santa Fe, donde su familia
fue masacrada por un grupo de tareas de la dictadura. Hoy tiene casi 23, y durante tres
años peregrinó para reconstruir su historia y saber su nombre. Ayer, la Justicia
confirmó con pruebas inmunogenéticas que María Carolina Guallane es hija de un
matrimonio de militantes políticos que cayó el 11 de febrero de 1977, en una casa de
calle Castelli al 4500. Su padre biológico era Enrique Cortassa. Su madre, Blanca Zapata.
Ella es Paula. La trama se ventila en la Justicia federal de Santa Fe en una causa por
supresión de identidad un delito imprescriptible, en la que ya
declararon dos militares: uno dijo que no estaba en la capital santafesina durante la
masacre del 77 pero el otro tiró de la cadena de mandos que ya se sabe
termina en el ex jefe del II Cuerpo de Ejército, Leopoldo Fortunato Galtieri.
La directora del Banco Nacional de Datos Genéticos, Ana María Di Lonardo, entregó ayer
al juez de Menores de Santa Fe, Julio Rogiano, los resultados de análisis de ADN
realizados a dos familias, una de Rosario y otra de Entre Ríos, que confirmaron lo que
Carolina sospechaba desde que era pequeña, cuando los sueños eran pesadillas y la
aterrorizaban los ruidos y las sirenas.
Seis mujeres aceptaron hacerse las pruebas de sangre el 1º de setiembre último, entre
ellas las dos abuelas biológicas. Ayer, Carolina comenzó a reconstruir los lazos
perdidos: se reencontró con Delfina Cortassa, acarició arrugas de 83 años y supo que la
madre de su padre había visto a su nieta por última vez en la Navidad del 76, en
Rosario. La otra espera el abrazo, en Victoria, Entre Ríos.
En realidad, en el caso entienden dos jueces: Rogiano concluirá su tarea hoy cuando
informe a Carolina su verdadero nombre: Paula Cortassa Zapata. Después será el turno del
juez federal Víctor Brusa, quien deberá investigar a los responsables de la
supresión de identidad, en lo que aparece como otra de las paradojas: Brusa
es uno de los imputadosquerellados por el juez Baltasar Garzón en la causa que tramita en
España por genocidio, terrorismo y torturas.
Carolina inició su búsqueda en 1995, cuando se presentó ante el juez Rogiano junto con
sus padres adoptivos de buena fe, Jorge y María Guallane. Por entonces pidió reserva,
pero hace unos meses decidió contar su historia en público: las fotografías fueron la
llave para encontrar raíces. Una llamada telefónica a la ciudad de Venado Tuerto
donde vive la joven abrieron un camino que maduró con parecidos y
coincidencias. ¿Qué foto me mandaron? Si ésta soy yo..., llegó a decir
Carolina cuando vio una foto que le tomaron a Paula a fines del 76, poco antes de la
tragedia de la casa de calle Castelli.
Los compañeros de militancia de Enrique y Blanca confirmaron entonces que la pareja y su
hija, Paula, se habían refugiado en Santa Fe en el verano del 77. Las familias
Cortassa y Zapata ratificaron que Blanca estaba a punto de parir cuando dejaron de tener
noticias de los tres. Y los vecinos de la casa de Castelli al 4500 recordaron haber visto
a una embarazada que solía pasear una nena en cochecito. Pero el testimonio
de los esposos Luis y Susana Villalba fue el más preciso: reconocieron por fotos a
Carolina y luego a Paula, como la nena que ellos tuvieron durante casi dos horas aquel 11
de febrero de 1977, cuando las fuerzas de la dictadura coparon la vivienda, capturaron con
vida a un hombre y a la embarazada y después se llevaron todo. La secuencia
fue la de siempre: asalto, secuestro, inmisericordia, saqueo.
Enrique Cortassa era un tipo joven, inteligente, un cuadro político, según cuentan sus
amigos. De chico le decían Coqui, pero entre sus compañeros lo conocían como Enri. Fue
uno de los fundadores de la Juventud Peronista de Rosario, donde militó hasta que pasó a
la clandestinidad. Era un típico rosarino, se comía todas las eses, dicen
quienes lo conocieron en los tiempos en que trabajaba en el barrio El Rincón, en lazona
sur. Blanca tenía una militancia periférica, pero no tuvo dudas cuando llegó el
traslado a Santa Fe: marchó junto a su marido, y no se desprendió de Paula, a pesar de
la resistencia de los Zapata. Tenemos que estar todos juntos, dicen que dijo
cuando le pidieron que dejara a la nena en Victoria. No aceptó tampoco hacer una pausa
por el embarazo. Ella siempre decía que Paula le iba a llevar 13 o 14 meses al
hermanito.
En febrero de 1977 el Comando del II Cuerpo de Ejército informó que cayeron en calle
Castelli al 4500 dos mujeres a las que sólo identificó por sus nombres de guerra:
Cuca y Leda. Una era Cristina Ruiz de Ziccardi, la otra Blanca Zapata. No hubo
informes oficiales sobre el destino de Enrique Cortassa.
En la causa, el ex coordinador del Area 212, comisario Juan Calixto Perizzotti, reconoció
que, según un documento que lleva su firma, una de las mujeres murió el 23 de febrero de
1977, doce días después del asalto a la casa de calle Castelli. El cuerpo tenía un
balazo en la cabeza y le faltaban las manos, según un informe médico que está en poder
de la fiscal federal Griselda Tessio. Carolina suele decir que nunca le gustaron sus
cumpleaños. La fecha la había puesto al azar el juez que selló la adopción a los
Guallane y ese hecho la molestaba. Paula nació el 13 de diciembre de 1975; el mes que
viene cumplirá 23. Carolina podrá festejar, por primera vez.
OPINION
La miseria humana no tiene
defensa
Por Luis Bruschtein |
Massera
sabe que es responsable de todos los delitos de los que está acusado. Simplemente
considera que no son delitos. La estructura de secuestro, tortura, desaparición y
asesinato formaba parte de una lógica que no es la que lo ha juzgado y lo juzgará.
Massera y Videla no son tan claros porque ellos tienen que hacerse cargo de sus defensas
personales. Ni siquiera defienden la filosofía de la represión porque sería reconocer
su culpabilidad frente a crímenes horrendos. Entonces prefieren hacerse los tontos, decir
que no sabían nada, y tratar, patéticamente, de desviar las responsabilidades hacia
abajo o hacia arriba.
Massera intentó los dos caminos. Primero amenazó con dar a conocer una orden interna de
la Armada donde se especificaba cómo debían actuar sus miembros con los hijos de los
subversivos capturados o muertos. Esa amenaza estaba dirigida a sus subordinados, aquellos
que se justificaron diciendo que habían cumplido las órdenes de su almirante. Ahora,
siguiendo el camino de sus desleales ex subordinados, dice que cumplió órdenes de la ex
presidenta Isabel Perón.
Los ex integrantes del grupo de tareas de la ESMA y el mismo Massera se han burlado, han
sido despreciativos al describir la actitud de los presuntos guerrilleros en cautiverio.
Han dicho con desdén que no había necesidad de torturarlos porque cantaban
apenas los veían. Pero ésa es su versión. Lo cierto es que para el público, esa gente
murió por sus ideales tras soportar los peores tormentos.
El contraste entre esa imagen y la vergüenza ajena que producen Videla, Massera y los
demás represores tratando de incriminarse mutuamente, entre ellos y con sus subordinados,
de eludir responsabilidades de la manera más miserable, es tan fuerte que hasta debe
hacer dudar a sus adeptos.
Ninguno de ellos ha sido capaz de decir: Tuvimos que hacer todas estas atrocidades
porque era la única forma de salvar a la Patria, ya que se supone que ése era su
objetivo. Y nadie los amenaza con torturas feroces, ni con eliminar a sus familiares, ni
con ser arrojados con vida desde aviones. Tienen más de 70 años, lo más que recibirán
como castigo será prisión domiciliaria. Comparándolos con sus víctimas, esta gente
resulta verdaderamente despreciable.
El cúmulo de pruebas es tan grande que la verdad de sus responsabilidades es inocultable.
No tienen nada que perder. Y aun así, ni siquiera son capaces de defender lo que
hicieron. Habrá que pensar que, en lo profundo del alma, esas atrocidades nunca se
cometen por objetivos políticos sino por miserias humanas, que son las que finalmente
están poniendo en evidencia. |
Si pudiera rescatarlo del dolor
para que no se lastime, lo haría
Cecilia Fernández de Viñas es la
abuela que recuperó a su nieto después de veinte años de silencio. Con él, dice, la
vida volvió a su casa pero también llegó la certeza íntima de la muerte de su hija,
con la que pudo comunicarse por teléfono hasta 1984. |
La abuela materna de Javier,
Cecilia Fernández de Viñas.
Su hija habló por teléfono cuando ya la democracia tenía varios meses. |
Por Marta Dillon
Uno sueña, se
imagina tantas cosas. Siempre me vi a mí misma como Don Quijote luchando contra los
molinos de viento. Pero un Quijote débil que a veces necesitó recluirse para poder
seguir viva. Cecilia Fernández de Viñas sonríe, pero los ojos bailan su danza
tratando de secar esa agua clara que se cuela en el azul profundo del iris y traiciona una
alegría que ya no esperaba para ella: conocer a su nieto, el hijo de Cecilia y Hugo
Penino, desaparecidos el 13 de julio de 1977. Mi nieto trajo de nuevo la vida a mi
casa, por primera vez en veinte años las fotos de mi hija están a la vista. Pero
también llegó con él la certeza de la muerte de sus padres. Y entonces Cecilia
madre no se decide. Por momentos llora, por momentos ríe, loca de contento. Javier
Gonzalo, como lo bautizaron sus apropiadores, todavía no puede decir esa palabra que
Cecilia desea casi tanto como conocer la suerte de su hija: abuela. Apenas puede
pronunciar su nombre sin balbucear y la distancia desde la que llega hasta ella no le
permite tutearla. Pero a esta abuela de 75 años le alcanza con lo que tiene hasta ahora.
El joven llegó por sus propios medios hasta el Juzgado Federal Nº 1 con una única meta,
saber quién soy. Y lo descubrió. Lentamente los lazos que se desgarraron
cuando su mamá fue secuestrada vuelven a atarse en torno de él. Javier conoció a once
primos, a sus tres tíos y a los abuelos que todavía viven. Vio fotos, escuchó
historias, sabe que la ropa que se tejía mientras él crecía en la panza de su mamá
está guardada y que él mismo es la última pieza de una historia que empezó hace 21
años.
El hilito del amor que se está formando es todavía débil, demasiado frágil para
soportar una historia tan dura. Por eso no sé muy bien cómo actuar. Sé que es necesario
contar lo que está pasando, para que otros chicos como Javier se animen. Pero pienso en
él y tengo miedo, miedo de perderlo ahora que lo tengo. Cecilia sabe demasiado de
pérdidas. Conoce la fragilidad de las buenas noticias. Porque mi hija desapareció
dos veces. La primera cuando la secuestraron. La segunda cuando dejó de llamarme por
teléfono. Y eso sucedió cuando ya nadie esperaba noticias de esa chica esmirriada
de la que sólo se conservan las fotos de su casamiento. Cecilia hija habló a su padre
por teléfono doce días después de que el país festejara la vuelta a la democracia.
Después de esa primera comunicación se sucedieron siete más. Cecilia guarda un casette
en el que pudo grabar su voz cargada de angustia pidiendo que busquen a su nene (ver
página 2). Lo peor no es la voz de ella, sino la mía. Escucharme a mí, que no
pude decir nada de su hijo, muda por momentos porque no tenía respuesta, me da una
mínima dimensión de lo que ella estaba pasando. Y me deja impotente frente a ella,
culpable por seguir mi vida mientras Ceci estaba secuestrada, por haber pensado alguna vez
que estaba muerta, porque por un momento creí que no habíamos hecho lo suficiente.
El teléfono, en ese departamento de Villa Urquiza donde Cecilia madre vive desde que esos
llamados se sumergieron en un silencio que recién ahora empieza a admitir como
definitivo, no deja de sobresaltarla. Los mensajes son de aliento. Alguien le dice que
colgó una bandera en la ventana de su casa para festejar la detención de Emilio Massera
y ella vuelve a dejar que la risa reine en su cara. En el 84, cuando se
recibió el último llamado, algunas personas me decían que tenía mucha suerte por haber
podido escuchar a mi hija. ¿Suerte? Maldita suerte que se la llevó dos veces. Mi mamá
siempre decía que lo único que quería era saber si tenía que rezarle a su nieta o
escribirle una carta. Yo todavía no puedo considerarla muerta, no puedo poner una flor
frente a su foto, como lo hago con la de mis padres. Necesito saber qué pasó para poder
llorarla tranquila.
El 19 de agosto de este año, Cecilia Fernández de Viñas y su hijo Carlos fueron al
juzgado de la doctora María Romilda Servini de Cubría. En el corazón de esta abuela
latía una esperanza como una mariposa, aunque el miedo le sujetara la presión arterial
al piso. La jueza estaba conmovida,nos habló despacio, nos dijo que no podíamos
preguntar dónde vivía mi nieto ni con quién. Que no habláramos de derechos humanos ni
de política. Cecilia la escuchó pero la ansiedad la empujaba hasta el despacho
donde esperaba Javier. Entré, lo miré a los ojos y él me dio la mano. Una mano
firme y amable, fue como si me la hubiera dado su propio padre, mi yerno, dice para
fijar en el discurso los lazos familiares. Carlos y Cecilia retuvieron los abrazos. Soltar
el afecto que galopaba desordenado en el corazón iba a llevar un tiempo. El nos
prometió que se iba a comunicar, nosotros no podíamos tener ningún dato de Javier. A
los tres días no pude contenerme y volví al juzgado para pedir que me conectaran otra
vez con él. Javier también estaba allí y entonces, por primera vez, el nieto y la
abuela se dieron un beso. Ahora él tiene un teléfono celular a donde lo puedo
llamar. Pero me contengo, no quiero molestarlo, mi nieto está desandando un camino de 20
años y no quiero apurarlo.
Javier también conoció a su familia paterna. En una audiencia similar a la que tuvo con
Cecilia se reconoció en los rasgos de Hugo Penino padre. Y Lupe, una de sus tías, le
hizo una pregunta sencilla que le sirvió al joven para reconocer sus raíces. Ella
lo miró y le dijo: Vos usás el pelo cortito porque no podés controlar los rulos, igual
que tu papá cuenta Cecilia. ¡Y era cierto! Esos rulos rebeldes Cecilia
los había visto crecer en su memoria desde hace 14 años. En Abuelas se había
recibido la denuncia de un médico pediatra que había hecho una visita domiciliaria en
casa de la familia Vildoza. Ahí conoció a Javier; le llamó la atención que la que
decía ser su mamá parecía la abuela y que la habitación estaba demasiado pulcra para
un chico de su edad. No sé si era un buen dato, pero me atormentaba pensar que él estaba
sufriendo. Por esa época yo seguía cada cumpleaños basada en esa partida de nacimiento
falsa en la que el represor Jorge Vildoza figura como padre. Aquel pediatra se
animó a dibujar al niño que había atendido, lo más fiel en esa imagen fueron los
rulos, aunque cuando vio a la hija de Carlos Viñas, nieta de Cecilia, no dudó en decir
que se parecían mucho. Los dos tienen casi la misma edad y también están abonando un
vínculo que crece sobre la tierra fértil de la verdad.
Cecilia sabe que Javier volvió a su vida porque él mismo le dijo que necesitaba saber
quién era, cuál era la verdad. Sabe también que reconoció la foto del que se decía su
padre en una página de Internet que presenta una lista de represores. Pero no tiene
ninguna herramienta para resolver esa distancia que deja a su nieto atrapado entre dos
fuegos: Hoy escuchaba la radio y alguien decía que Javier se iba a tener que
acostumbrar a que esa persona que alguna vez le arregló la bicicleta era un ladrón y un
torturador. El corazón se me hizo un puño ¿Cómo puede un chico escuchar eso? Por
supuesto que quiero justicia, pero si pudiera rescatarlo a él de tanto dolor, si pudiera
taparle los oídos para que no se lastime más, lo haría.
A pesar de que ella lo niegue, Cecilia es una mujer fuerte. Aunque ayer se haya negado a
recibir los flashes que explotaron en la conferencia de prensa que se dio en la sede de
Abuelas de Plaza de Mayo porque sentía que su salud no la acompañaba, ella tiene el
valor necesario para enfrentar a los represores cara a cara. El dolor acelera los
procesos naturales. Mi consuegra falleció hace nueve años porque no daba más. De su
hijo, Huguito no supimos más que había sido muy torturado. Cecilia nos preguntaba por
él en esos pocos llamados. Por él y por su nene, el varoncito que había parido en la
ESMA. Ahora pienso que esta alegría del encuentro debería ser para ella y su ausencia es
más grande que nunca. Por eso la salud no me aguanta tanto trajín, pero es el precio que
mi nieto merece que yo pague por la felicidad de tenerlo otra vez conmigo. Cecilia
dice otra vez con la misma certeza con que afirma que su hija es
maestra. No hay un tiempo de verbo que le sirva para hablar de Cecilia porque ella
todavía está suspendida en esa categoría para la que se inventó la figura del
detenidodesaparecido. Su madre no desechó ningún recurso para buscarla. Hasta seanimó a
ir a un programa de televisión española ¿Quién sabe dónde?, el
original en el que se inspira Gente que busca gente con la esperanza de
que alguien la escuche y le acerque esos datos que significan la diferencia entre volver a
dormir y el insomnio permanente a que la condena la incertidumbre. Cecilia todavía espera
porque está segura de que el tiempo está a favor de los que no bajan los brazos. Y ella
entre los suyos tiene el calor de su nieto recuperado. Una calidez que le dio fuerza para
sentarse frente a Alfredo Astiz durante cuatro horas y mirarlo fijamente a los ojos en un
escrache privado que sirvió para molestarlo, para que alguna vez pise el palito y
la verdad sea nuestra. Por ahora corta jazmines de su terraza de Villa Urquiza y
cuenta cada llamado de su nieto Javier como una victoria que le devuelve el alma al
cuerpo. Y sigue soñando: con que algún día se sepa dónde está su hija, con que algún
día Javier se decida a hablar de lo que ahora no puede y por fin le diga esa palabra
mágica, abuela.
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