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Por M. Fernández López
Pelito para la vieja
¡Maneja como un animal! ¡No sabés nada, sos un burro! ¡Qué vida de perros! ¿Somos distintos a los animales o una variedad de ellos? Yo tengo enormes dudas, por eso acudo a los que saben. Adam Smith atribuía al animal una falta de sentido de la propiedad, y por ende la imposibilidad de celebrar contratos: “Nadie vio nunca -decía- a un animal dar a entender por gestos y gritos naturales a otro animal: esto es mío, eso es tuyo; estoy dispuesto a dar esto por eso”. Pero Smith sólo vio media verdad: cualquier perro sabe señalar su territorio con una marca inteligible para los demás perros, o gruñir para dar a conocer que algo le pertenece. Lo que no sabe el animal es reconocer que algo no es suyo, o lo que equivale a lo mismo, que algo es del otro, y que lleva escrito: noli me tangere. Si la cosa le apetece, avanzará hasta tomar de ella tanto como se lo permita el cuidado de la misma y ferocidad del otro animal. La inhabilidad para contratar nace de desconocer el derecho del otro: nadie contrata con quien carece de derechos. Simplemente lo asalta y le arrebata aquello apetecible. Ninguna metrópoli negoció con ningún aborigen la propiedad del suelo colonial. Cuando no reconocemos la existencia del otro y sus derechos, cuando nuestra acción ignora que ciertos bienes o valores no nos pertenecen y nos servimos de ellos como si fueran propios, no nos diferenciamos de los animales. Somos una fiera hambrienta, voraz, depredadora. Por desgracia, éste es el caso de muchos directivos tanto en la esfera pública como en la privada, a quienes se ha confiado el manejo de fondos destinados a los fines de la entidad en que trabajan y de quienes se espera ejemplaridad. Simulan pagos o desvían sumas destinadas a adquirir bienes o a contratar servicios que, en definitiva, son cobrados por ellos mismos. El cambio, dijo Aristóteles, acerca y une a la gente. Pero ¿quién va a entregar a otro una cosa en cambio, si lo probable es que el deudor se haga humo con la cosa recibida o rehúse su pago? Y esto incluye el arrebato de productos físicos, productos de intelecto y de tiempo de vida y el salario del trabajador por empresarios voraces. Si el cambio une, su falta desune y enfrenta. Australia en el siglo XIX era una gran Alcatraz, lugar de castigo de delincuentes. Era entonces un montón de marginales. Hoy es una nación. Siguió un camino convergente. Recorrerlo en sentido contrario lleva sólo al punto de partida.
Escraches
Los egipcios creían que cada uno de nosotros tiene un doble, el Ka. Y por cierto que muchos tienen vidas anteriores a la actual. Como Thais que, según Anatole France, luego de una vida de prostitución y libertinaje se hizo penitente en un monasterio. Escrachar es, en nuestro lunfardo, retratar, o más exactamente, mostrar que un retrato de una vida anterior y otro de la vida actual son de la misma persona. Mejor aún: es exhibir un retrato de la vida impresentable de alguien. Usted ya sabe a qué me refiero. Pero también en Economía hay escraches. Una teoría revolucionaria, en su nacimiento debe abrirse paso entre las teorías existentes, como el bajito que jode y jode con la pelota, hasta que se hace un lugar en la familia. Marx, antes de publicar El Capital, en Teorías de la plusvalía (1862-63), hizo un escrache masivo de todos sus predecesores. Sostenía que una cierta parte de la fuerza laboral estaba permanentemente desocupada y la competencia por puestos de trabajo deprimía el salario a nivel de subsistencia. Ricardo obtuvo el mismo resultado, pero el exceso de trabajadores derivaba de la tendencia de la población a crecer de manera exponencial, propuesta por Malthus. Marx lo escrachó, mostrando que su principio de la población era un plagio de Townsend y otros, que su teoría de la renta de la tierra era un plagio de Anderson y que sus Principios de economía política, obra hostil a los trabajadores, estaba tomada de Adam Smith, y que su elaboración posterior era un plagio de Sismondi. Keynes, en su Teoría General de la ocupación, el interés y el dinero (1936), apuntó sus dardos contra los clásicos: Ricardo, J.S. Mill, Marshall, Edgeworth y el profesor Pigou. Vale decir, el escrache iba dirigido a la voz oficial de Cambridge, A.C. Pigou (18771959), quien acababa de publicar Teoría de la desocupación (1933), que Keynes consideró “única descripción detallada que existe de la teoría clásica de la desocupación” y que se limitaba a sugerir medios de reducir la desocupación voluntaria y la friccional, pero no el llamado paro forzoso. Su obra magna, la Economía del Bienestar, en un pasaje que Keynes mostró con fines de escrache, hacía “caso omiso de que algunos recursos se encuentren sin empleo contra la voluntad de sus propietarios. Eso no afecta a la esencia del argumento”. Poca autoridad sobre paro forzoso podía tener aquel cuya teoría lo consideraba descartable.
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