Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


Finanzas

Banco de Datos

E-mail

Volver

El Baúl de Manuel

Por M. Fernández López

Baches

Si algo caracteriza al país es la manera alocada como se maneja y se mata. Muchos automovilistas vamos como epilépticos montados en una bicicleta: acelerando, frenando, zigzagueando. El estado deplorable de las calles obliga al conductor a repartir su atención entre los baches de la calle, las piruetas de otros automovilistas y peatones desaprensivos que, como mamá Cora, pueden cruzar a toda velocidad por cualquier parte de la calzada. A la menor distracción, cualquiera de sus ruedas pisa un bache capaz de cortarle la cubierta hasta la llanta o doblarle la punta del eje, con la consiguiente pérdida de tiempo, de dinero y acaso de una herramienta de trabajo como es el auto. El país vial ¿es otro país, o un reflejo del país social? La calle que el automovilista tiene por delante, que de pronto puede dejarlo paralizado junto al cordón de la vereda, ¿no es como el futuro que tienen por delante hoy tanto trabajadores como pequeños y medianos empresarios, en el que pueden verse, imprevistamente, excluidos del sistema social? Hace poco dos obreros murieron al caer al vacío en una obra en construcción. En seguida se vio ofrecerse decenas de personas para ocupar las vacantes en iguales condiciones a las que permitieron los decesos. Esa experiencia, ¿no enseña a desconfiar del otro, a ver en el otro un potencial arrebatador de su estabilidad y de su inserción social, tal como el automovilista considera al bache un enemigo de su continuidad y de su patrimonio? Automovilistas, obreros y pymes, están sujetos hoy a cualquier agresión imprevisible. En una sociedad en guerra, la actitud natural es colocarse a la defensiva, como fieras acechadas. Ortega y Gasset nos enseñó que “el inmoderado apetito de fortuna, la audacia, la incompetencia, la falta de adherencia y amor al oficio o puesto son caracteres conocidos que se dan endémicamente en todas las factorías”. Ese autor sugirió 69 años atrás que el argentino medio era un hombre de factoría, que veía su tarea de hoy como provisional, un peldaño hacia otro puesto, y estaba siempre a la defensiva al ver su puesto apetecido y disputado por otros semejantes. Pero una factoría no es una nación, sino un emporio: un gran mercado. Al empezar la era democrática el Presidente prometió que tendríamos el país que nos merecemos. Hoy tenemos una sociedad insolidaria, a la defensiva. El sueño de una Nación Argentina, ¿fue un sueño, no más?


Fósforos

Quiero encender el piloto de mi calefón. Saco un fósforo, intento rasparlo y se quiebra el palito; raspo otro y enciende, pero al acercarlo al piloto se apaga; pruebo un tercero, la cabeza se enciende con un fogonazo, pero sale volando y me quema un ojo. Desisto del calefón y quisiera que alguien se haga cargo de mi lesión. ¿La fábrica de fósforos? La ley de defensa del consumidor, en su oportunidad vetada parcialmente, me obliga a litigar donde fije la fábrica. Si la fábrica me fija Capital Federal y yo vivo en Jujuy o Ushuaia, y además la empresa tiene mil veces más capital que yo, en la timba judicial yo soy punto y ella banca: mejor me olvido del resarcimiento, porque terminaré perdiendo parte de mi patrimonio. Llevo mi alma al Nirvana, me olvido de mí y navego con la imaginación. Pienso: ¿en el extranjero comprarían esos fósforos? Me digo: tal vez sí, por probar, pero serían de inmediato desechados al ver su errático desempeño. ¿Y otras producciones? Recuerdo a unos parientes, dueños de una fábrica de guantes de trabajo, de cuero de descarne, que en cuanto pudieron vender algo al exterior remitieron cajas con guantes buenos arriba y guantes de cuero roto abajo, como suelen hacer los fruteros. Y recuerdo también los vinos de alcohol metílico, los propóleos, los jugos de fruta sin fruta, las muzzarelas con gérmenes de materia fecal, las leches no aptas para consumo humano enviadas a recién nacidos, la inexistencia de controles bromatológicos, y los repetidos triunfos del lobby empresario sobre cada intento de hacerlo eficazmente responsable de la calidad de aquello que dicen vender. Lo único de calidad que ofrecemos al exterior son bienes con mínima participación del trabajo nacional: frutos de la tierra, entre los que el hombre se limita a elegir los de mejor calidad para enviarlos afuera. Detrás de la primarización de las exportaciones -cueros, madera, petróleo, granos, fruta- está no sólo una política que apunta a una economía con sólo sectores primarios y de servicios, con progresiva extinción de su industria (¿qué fue de nuestros textiles, electrónicos y juguetes?), y lo logra a través de la apertura indiscriminada y un tipo de cambio antiexportador. Falta también ofrecer calidad. Hoy el mundo es un supermercado y los países sus góndolas. El productor que no se gana la simpatía del consumidor camina, como diría Walt Whitman, hacia su propio funeral.