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El Baúl de Manuel

Por M. Fernández López

Agua que has de beber

Goethe falleció diciendo: “¡Luz, más luz!”. Estamos persuadidos de que su deseo no intentaba deteriorar el nivel de vida de sus supervivientes. Hoy no pasaría lo mismo: quien exprese como última voluntad “¡agua, más agua!” o “¡teléfono, más teléfono!” puede dejar a su familia otro muerto difícil de levantar: las facturas de servicios. El agua, especialmente, la necesita la vida humana con independencia del sistema económico en que se habite y el lugar que se habite: bajo esclavitud o bajo capitalismo, en la Edad de Piedra o en la Edad Contemporánea, en la tierra o en Marte o la luna. Es el bien ideal para explotar al consumidor: cualquier otro bien, al subir su precio, libera reacciones del consumidor destinadas a reemplazar el bien más oneroso por otro -un sucedáneo- y así eludir el encarecimiento del costo de vivir. Pero el agua no tiene sucedáneos: un aumento en su precio reduce el ingreso real, y con ello la demanda de dicho bien y de otros. La demanda para uso vital apenas baja al subir el precio, y al consumidor le cabe renunciar a usos no vitales o diferibles del líquido elemento; por ejemplo, bañarse día por medio y no todos los días. Pero al volverse menor la disponibilidad de agua, aparece una secuencia perversa: 1) a menor cantidad de un bien, mayor es su utilidad. Por ejemplo, si uno tuvo un grave percance de salud, o un accidente en que arriesgó la vida, o toma conciencia de que se volvió viejo, va a valorar más la vida que aún le resta por vivir. Eso está aceptado desde aquí a la China; 2) a mayor utilidad, mayor precio se está dispuesto a pagar por no verse privado de su cantidad actual. A mayor tarifa, pues, más se está dispuesto a pagar. En otro orden de cosas, es pública y notoria la ingente masa de ganancias obtenidas anualmente por las empresas concesionarias de servicios de agua, luz, gas, teléfono y otros. Entre ellas no hay una sola argentina. Lo cual no ofende al escuálido nacionalismo, pero da lugar a una situación económica por demás curiosa. Como empresas de servicios, su producto no es exportable. Pero, por ser gestionadas por extranjeros, sus ganancias -y es natural que las tengan- en parte deben remitirse al exterior, una transacción similar -para el balance de pagos- a la de la importación de un producto. Su monto se suma al ya ingente de las importaciones de todo tipo, alentadas por un tipo de cambio bajo, y a las megarremesas de pagos por la deuda externa.


Las vueltas de la vida

Usted gana, un suponer, 100 pesos al mes, de los que gasta 10 en carne. Por tanto, le quedan 90 para todo otro gasto, lo cual le permite llevar un nivel de vida de, se puede decir, tercera categoría. Si la cantidad que compra de carne de pronto pasa a costarle 20 pesos, el resto se reduce de 90 a 80. Si los demás precios no han cambiado, tendrá que comprar menos de los demás artículos. O bien repartir el ajuste reduciendo algo de sus compras de carne, y tal vez comprando más pollo y menos carne. Por donde saque la cuenta, su nivel de vida desciende, se puede decir, de tercera a cuarta categoría. El único caso en que no se vería afectado sería si el bien cuyo precio aumentó no figura entre sus compras habituales, por ejemplo una suba en el precio de los baleros, los lupines o los remociclos. De donde un solo, un humilde precio, al subir le altera toda su vida: le reduce el bienestar y lo induce a consumir distintas proporciones de bienes. En términos técnicos, se llama al primero “efecto ingreso” (cuenta con menos ingreso, en términos reales) y al segundo, “efecto sustitución” (reemplaza el bien encarecido por otros bienes similares). La separación racional de estos distintos ajustes de la demanda ante el cambio de un precio, que parece tan fácil expresar en palabras, les llevó a los economistas más eminentes del mundo más de ocho décadas, contadas desde 1874, cuando Walras publicó la primera matematización completa de la teoría económica, hasta 1915 cuando se publicó el resultado que, contra toda predicción posible, no fue obra de un anglosajón, ni apareció en inglés ni conmocionó a la comunidad científica mundial. Fue un ruso, nacido en Yaroslav en 1880 y fallecido hace hoy medio siglo, llamado Eugen Slutsky, que trató de estudiar física y matemática en la Universidad de Kiev, pero fue expulsado por participar en revueltas, probó mejor suerte con la ingeniería en el Instituto de Tecnología de Munich, hasta que se diplomó en Derecho. Se incorporó al Instituto de Comercio de Kiev y allí escribió su estudio famoso: “Sobre la teoría del equilibrio del consumidor”, que envió en italiano para su publicación en el Giornale degli Economisti, de 1915. El trabajo es de lectura extremadamente fatigosa, no fue leído y, en 1934, sin saber de su existencia J. Hicks y R. Allen obtuvieron el mismo resultado, de cuyo descubrimiento reconocieron la prioridad del ruso y lo llamaron ecuación de Slutsky.