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Me duele el corazón marchito de pena. La misma mano que me dio de comer me mata. El globo del amor se me hizo plomada y ya no puedo soltar el lastre. Tengo un dolor viejo como el mundo, veo a la tierra empezar a recuperarse de ese diseño cartográfico que tenía de las alturas. Voy a estrellarme y desde esta distancia nueva creo que empiezo a ver claro. Pero sigo sin abrir los ojos, buscando algo que me golpee pero no me deje caer en el pozo ciego de la vida sin sentir para que no me duela.
Y duele igual, y de pronto todo se funde bajo la misma pátina, todo tiene esa cara de después de la lluvia, cuando el sol sale perpendicular y la nostalgia hace contraste con la promesa de la luz. Y uno caminando solo, sabiendo que la vida es bella, antes y después de la tormenta, pero que el vacío, ese vacío del corazón que no tiene eco, no descansa más que en mínimos intervalos de orquesta que nos empeñamos en guardar en cajitas de música. Y no se puede. Hay que soltarlo para que vuelva, como en los aforismos de Narovsky, como en las más melosas canciones de amor. Quiero rebelarme, vida. Quiero aprender de nuevo lo que otra vez tengo que aprender. Como una equilibrista que recorre siempre el mismo pedazo de cuerda. Y se cae. Y vuelve a empezar. Yo creía que sabía. Creía que nunca más el amor iba a ser sinónimo de posesión. Que podía soltarme de la luz de sus ojos y proyectar juntos una película sin conflictos. Pero una mínima fisura, un discreto cambio, me desangra lentamente, me deja ir por ese hilo colorado que deja el rastro de lo perdido. Ya sé, inmadurez. Pero también, tanto tiempo resistiendo, tantas veces convencerse de que no hay que entregarse, que hay que darle para adelante, ajustando el corset de los miedos para que los fantasmas no se suelten en tropillas como los animales cuando huyen de un incendio. Tantas, tantas veces dibujando el límite de mí, de lo que soy, de la historia, de lo que vendrá, que fundirse a veces resulta demasiado parecido a la muerte. Amar es entregarse y entregarse a veces suena a rendirse. Porque también sé que sería blando entregarme a sus brazos y que por fin se acabe la soledad sin remedio de estar en el mundo. Duele el amor, me duele y me sienta otra vez en el pupitre del alumno para quitarme la brillantina de la mirada y borrar los artificios de póster de calle Lavalle. Duele el amor real, da miedo pensar que es posible, que se puede madurar, que no tengo un terreno a mi nombre en su cuerpo ni puedo disparar contra quienes se detienen en esos límites. Me duele, pero no voy a renunciar. Si suelto algo de lastre, todavía puedo remontar vuelo. Ir por más. Aunque el único consuelo sea ese efímero eco que me devuelve la montaña un segundo antes de estrellarme contra ella. Voy por más, hasta que aprenda, mientras esté viva, mientras mi corazón siga hablando en su código morse que a veces ríe y a veces llora.
Marta Dillon |