El se acerca a la ventanilla del auto y el corazón se cae hasta mis pies. La paranoia general arruinó mis reflejos. Tardo unos segundos en darme cuenta de que no me va a robar y varias horas en digerir lo que terminó diciéndome. Podría ser sencillo, está vendiendo unos practiquísimos instrumentos de limpieza a tres pesos, pero en lugar de decirme lo útiles que pueden ser se levanta la remera y me muestra unas cicatrices que no puedo identificar. Se levanta la remera para probarme que es verdad, que tiene sida, que si pudiera trabajar no estaría vendiendo cosas por la calle, que tiene una nena, que la nena también tiene sida y que tiene que comprar los remedios, que los remedios son muy caros... No hay modo de detenerlo. Le pido por favor que me diga qué necesita. Quiero que se baje la remera. ¿Qué puede ser esa línea roja que le surca el vientre? ¿Un herpes? ¿Será contagioso? No puedo ser correcta, quiero salir corriendo. Le compro uno de los paquetes y trato de ahorrarme sus repetidas gracias. El le pide a Dios que me bendiga y se va por la vereda oscura, agachando la cabeza. Yo me quedo sin saber qué pensar. Todos armamos una novela de nuestra vida y contamos los detalles más truculentos cuando sabemos que tendrán su efecto. Pero desde la comodidad de mi auto me da bronca que quiera inspirarme pena, que me hable de su hija cuando la mía está a mi lado y evita cualquier pregunta. Después la bronca se me va pasando un poco y me doy cuenta de que no es fácil conseguir trabajo, que esos mismos análisis que él me mostró son razón suficiente para quedar afuera, incluso de los contratos basura. ¿Qué puede importarle a él mi bronca si lo único que quiere es salvar el día? Nada, supongo, tal vez sea eso lo que quiere, generar alguna reacción, dar miedo, dar lástima. ¿Para qué? Marta Dillon |