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Mirada

Rally nocturno por = Vera Fogwill

VERA FOGWILL

Desde que ocupamos la casa de Mataderos, todo parecía andar mejor. Vivíamos encerrados. Por nosotros la vereda podía pudrirse y nosotros con ella. Yo vegetaba sola en una especie de altillo. Lo tuve que fumigar con mis manos, murciélago por murciélago, rata por rata, y lo demás me acompañaba en una armonía de encuentros casuales. Tenía restos de tiza, que me había afanado unos meses atrás, antes de que me echen del nocturno de Morón y un poco de polvo de lavar ropa. Y así pasaron unos meses, aspirando la tiza y el polvo de lavar. La mezcla es Trickytotal: toso durante cuatro minutos, y después me quedo con los ojos rojos repletos de sangre y duermo veintitrés horas. Quien llega a la casa, puede quedarse sin explicar quién es, y aparte, tiene derecho a elegir su rincón. Así me hice amiga de Fuga, que es yiro. Ella se instaló conmigo en el altillo. Fuga se avivó de que si el cliente, aparte de pagarle la hora o la chupada, le daba a ella la guita del turno del telo, conseguía más filo. A veces cuando duermo y ella no está, escucho al turro de Filito que revisa lo poco que Fuga tiene, y siempre termina afanándome algo a mí. Después desaparece tres días y yo tengo que hacer tratos con él a cambio de mi borceguí, o de mi espejo roto. A veces no tengo ganas ni de saludarlo y salgo con un solo zapato. Le escribo en la pared del baño cosas como “Recuerdo tu fea nariz de gusano y me caliento”. Un día me acosté a las dos de la tarde, tempranito. Una hora después llegó Fuga con la clientela. Eran dos viejos jóvenes que nada tenían que ver con un joven viejo. No paraban de hablar mientras Fuga los atendía. Eran lo más pérfido que conocí en mi vida y se hacían los cancheros diciendo que habían hecho las instalaciones en “B.A.N.D.”. Comentaron al pasar que era un lugar para la juventud abierto durante diez días las veinticuatro horas. Mientras se la culeaban los interrumpí para saber dónde era mi mudanza, y así no más, con la frazada colgando, me tomé el tren y llegué a mi nueva casa temporaria. Me metí por un ridículo tubo blanco que pretendía hacerte entrar a un lugar futuro, pero en su fin estábamos en el presente, como siempre en el pasado. Pasé el tubo y llegué al campo de concentración de jóvenes y viejos que se creen aún serlo. Me tiré a dormir en un pasillo. Vino una especie de hombre pato y me encajó una patada en las bolas que no tengo y se asombró de que no me duela semejante golpazo. Yo lo insulté y saqué un tenedor amenazante y le dije que era una chica. Me pidió disculpas (a veces está bueno ser una chica). Me dijo que no se podía dormir ahí. A las seis de la mañana éramos tantos los que estábamos tirados que los hombres pato tuvieron que desistir. No les convenía que se sepa que la mayor audiencia era de los desocupados que okupamos y que ese arte zapinesco nos parecía muriéndose antes de nacer. Como en todo, hay cosas ocultas, que son las más vistas. A las cuatro de la tarde del otro día fui por mi mate gratis y un chico me invitó un pancho. Más tarde otro me invitó una hamburguesa y otro cinco birras y tres cigarrillos. A las tres de la mañana del tercer día me di una recorridita. Me encontré con una especie de sala con sillas forradas de terciopelo de una revista de cine. La gente hablaba de cine y es claro que cuando uno no tiene algo habla de eso. En otro lugar hablaban de teatro, y en otro de comida. Me tapé los oídos y metiré a dormir casi tres días. Desperté con la voz de una mujer en los altoparlantes que decía que había desaparecido un joven X, pero no decía todos los cerebros que hasta ese día en ese lugar se habían perdido definitivamente. De fondo se escuchaba a un actor que parecía sufrir en serio, y sobre su voz un ridículo poeta recitaba algo que a la gente no le interesaba. Sobre la voz del altoparlante, del actor, del poeta, el ruido de los zapatos de un joven que enseñaba a zapatear y zarandear, y la voz del pobre Troilo siendo bailado por un grupo de alemanes turistas que de Recoleta los llevaron ahí, escuché un grito feroz y miré. Un joven intentaba cortarse las venas en medio de la gente y decía a los gritos “Naveguemos en el mar, no en la Internet”. Me levanté y miré a mi alrededor, nadie lo escuchaba, nadie lo veía. A mí tampoco. Nuestros ojos se encontraron en el flechazo del rechazo. Me acerqué corriendo a él, tomé su muñeca y le chupé la sangre que le desbordaba. Era fría y era seca y como a muchos jóvenes le quedaba poca. Huimos de ahí, sintiéndonos extraños. En “Buenos Aires no duerme” dormí como nunca y conocí a Mortaja, tiene dieciséis años y mide igual que yo, un metro treinta y nueve, pero es un par de años más chico. Le gusta que yo pese treinta y dos kilos, no tenga nada de nada, la cabeza rapada y no me depile. Se asusta pensando en un encierro de diez días por año despiertos pero más dormidos que nunca y dice que mi nombre Pena nos pertenece a todos.