A veces me da miedo mirarme en sus ojos porque sé que no me pueden mentir. Los mismos ojos que juran amor eterno se manchan de pronto y no me dejan ver. Hay algo de lo que me protegen. Algo que no me quieren mostrar. Como si fuera la búsqueda del tesoro, voy siguiendo pistas confusas, algunas preguntas que se niega a contestar. Con medias palabras voy armando el discurso que nunca dijo. Nunca a mí, por lo menos. No hay que llamar a los fantasmas, dice, pero yo sé que en el fondo teme hacerme daño. No quiere nombrar sus temores porque cree que, si les pone palabras, se van a cumplir igual que los sueños que se cuentan en ayunas. Pero cuando hablamos me doy cuenta de que esta conversación debería suceder más seguido. ¿Cómo puedo ser tan bruta como para no tomar en cuenta que para él también una llaga en la boca puede ser el principio de una pesadilla? Pero a los dos nos cuesta. Yo hago preguntas y me sorprendo con las respuestas ¿Pensás mucho en el vih? Sí, piensa, en el abandono, me dice. ¿Cómo en el abandono? No me imaginaba que todavía hoy la muerte se respire tan cerca. Muy, muy pocas veces pienso que me puedo morir. La ilusión de los cócteles es ya una verdad tangible que me rescató de la cornisa en que cada paso podía ser el último. Ahora me siento tan fuerte que me olvido de esos cuidados especiales que se llevaban casi toda mi energía. Pero claro, pienso, el amor siempre está exhalando su último suspiro. Apenas nos separamos del primer beso y ya acuden a nuestra mente imágenes de naufragio en las que todo lo que conseguimos se hunde sin remedio. El amor nos amenaza con la pérdida y tal vez es por eso que mientras lo tenemos, tejemos lazos de arañas que después del coito se almuerzan a su pareja. El vih es una imagen concreta para esa zozobra constante entre tener y perder. Una razón mucho más romántica que los celos para alimentar al monstruo-pasión-cotidiana siempre a punto de desinflarse. Pero, como siempre, detrás de cualquier ventaja acechan los contras. El vence a sus miedos, pero el miedo se niega a abandonarlo. Justo cuando yo aprendo a darle a la tos el exacto significado que tiene -una tos en invierno-, él empieza a hilar enfermedades a partir de la más mínima manchita en la piel. Vive obsesionado por la salud de su boca, ese órgano sexual tan importante como los genitales, que queremos mantener a salvo de todo látex. Y para eso no puede haber heridas ni encías excesivamente sangrantes. Muchas veces lo descubro en el espejo analizando una llaga que el viento le abrió en el labio y el pánico acude como un relámpago a cambiar la luz de nuestros ojos. Yo estoy curada de espanto, jamás pienso lo peor y lo más honesto sería decir que apenas pienso en que podría contagiarse. Y él me protege de eso que lo asusta y se queda solo en la república del miedo. Después reacciona como puede: a toda hora me persigue con las pastillas. Me llama a mediodía o la tarde para controlar que me las haya tomado todas, me obliga a visitar a mi médico, sabe mejor que yo cuándo van a estar listos los análisis. Alternativamente le agradezco y me rayo con su insistencia, me olvido de que nuestras vidas están encastradas como piezas de rompecabezas y que le debo cuidarme como se lo debo a mi hija. Por eso temo mirarme en sus ojos, porque no me pueden mentir. Y cada vez que los veo me dicen que no estoy sola en el mundo: un placer que esconde su doble filo. Como la vida. Como la muerte. Marta Dillon |