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Clara de noche
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Convivir con Virus

Guardo para mí los ojos de María. Para que me miren cuando el miedo intoxique a la esperanza. Tanta calma nos desorienta a todos los que buscamos en su carita alguna grieta por donde la entereza se escape. Pero no. María consuela a los que lloramos la muerte de su padre. Sus parientes la abrazan y bañan su cabeza con lágrimas que ella soporta golpeando espaldas con su manito de once años, como si quisiera dormir a un bebé demasiado crecido para sus brazos. El rito de la muerte nos reúne otra vez. Muchos de los que acompañamos el cuerpo de Gustavo hasta ese cementerio que parece un poster sobre el que se calcan poemas de quiosco, nos hemos juntado otras veces para despedir amigos. Y el poder de lo inevitable ya no nos arrasa, de una manera o de otra encontramos motivos para festejar el pasaje. Recordamos quiénes van a estar del otro lado para recibirlo, contamos con él para que nos espere el día que nos toque a nosotros dar el paso. Como en una comedia de enredos nos perdemos otra vez camino al cementerio. Nos acordamos de otros velorios, tomamos conciencia de que no es la primera vez que nos pasa lo mismo. “Nos perdemos siempre porque la verdad es que no sabemos dónde van los muertos”, dice Pipi con el humor de los días tristes. Llevamos en el cuerpo la resaca de una noche en vela, tomando mate o alcohol junto al cajón abierto en el que Gustavo descansa como si no hubiera atravesado ni un solo día de enfermedad. Incluso fue mejorando con el correr de las horas, como si la muerte se hubiera tomado ese tiempo para darle su paz. Mabel, su mujer, puso música en la sala de velatorios, la misma que escuchaban juntos cuando el sol de Cabo Polonio llenaba de luz las ventanas de su casa. María también se mantuvo en pie hasta la madrugada. Enhebrada con su amiga por el abrazo de los hombros, las nenas dieron vueltas por entre los mayores tratando de entender qué significa no “verlo nunca más”. Todo les parece raro, ajeno. María se para junto al cajón y mira el cuerpo. Lo toca, le levanta los dedos, siente la falta de aire en los huecos de la nariz. No hay desconcierto en sus ojos, apenas la comprobación de lo que le dijeron de la muerte y el asombro frente a la actitud de los mayores que no dejan de sobarla cada vez que pueden. Nosotros tratamos de no parecer demasiado ridículos frente a ella. Llorar nos alivia de todas nuestras ausencias y es difícil no sentirse usurpador trayendo a este entierro los dolores de siempre. Pero es lo que podemos, poner en común los agujeros que quedaron en la manta de la vida para no ver .-no ahora- cómo la trama vuelve a cerrarse para protegernos. El cementerio de poster está manchado de figuras negras. Es cierto, muchos de nosotros parecemos cuervos perdidos entre los árboles estratégicamente plantados para crear la sensación de belleza. María mira de lejos y dice “qué ridículos, todos tirados en el cementerio”. Puedo adivinar cierto alivio en esa ridiculez menos pautada que la fuerza que le aconsejaron infinitas veces mientras el cajón descendía lentamente hacia su destino en la tierra. Tiene hambre y cuando alguien sugiere ir a comer se pone a saltar pidiendo carne, asado, papas fritas. Lentamente nos vamos levantando. El mundo de los vivos nos arranca del trance de la despedida. Durante unos días la vida nos parecerá un bonus track. Gracias, Gustavo, y hasta la vista.

Marta Dillon