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Yo me pregunto

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Al norte de Barcelona, desde las colinas suaves y prácticamente desierta del Alt Empordà hasta el mar, sopla un viento enloquecedor, la tramontana, capaz de descarrilar vagones de trenes y tirar coches al mar. Dalí declaró alguna vez que los nacidos allí son “los paranoicos más grandes producidos por el Mediterráneo”: una vez tocado por la tramontana no hay salvación. Paranoia y depresión son sus efectos. Uno de los tíos de Salvador se suicidó tirándose por la ventana, poseído por ese viento mortífero. Pero había algo más intenso que la tramontana en la familia Dalí: el joven Salvador.

El nene me salió pintor El matrimonio de Salvador Dalí Cusí y Felipa Domènech tuvo tres hijos: Salvador (nacido el 11 de mayo de 1904), su hermana Anna María y un tercer hermano, mayor que ambos pero muerto a pocos meses de nacer. Tal vez por ese terror a la desaparición del hijo, los padres se acostumbraron a obedecer las tiranías del niño, que ya a los seis años pedía a gritos “estereoscopías”, suerte de teatro óptico que proyectaba en la pared imágenes hipnóticas que fascinaban al pequeño: retrospectivamente, Dalí asegura haber visto en esas fotografías estereoscópicas “una niñita rusa” (la futura Gala), así como senos, nalgas, penes y toda la artillería erótica que luego caracterizarían su obra escandalosa y visionaria. Desde muy temprana edad, también, Dalí sintió esa vergüenza atroz y paralizante que domina gran parte de su pintura. La vergüenza es una pasión doblemente insana, porque se nota en ese rubor que denuncia la vergüenza y la redobla. A los 14 años expone por primera vez en una muestra colectiva municipal en el pueblo de Figueras (el crítico de arte del periódico local sentenció: “Salvador Dalí será un gran pintor”). Adopta posiciones revolucionarias, escribe su diario, se rebela contra la autoridad, pinta obsesivamente, a la impresionista (el 4 de diciembre de 1919, cuando muere Renoir, escribe en su diario: “Hoy debe ser un día de duelo para todos los artistas, para todos los que aman el arte y se aman a sí mismos”). Dalí copia, pero con una perversión que no está en el modelo original. En el instituto donde cursó sus estudios secundarios descubre una de las grandes temáticas de su obra y una obsesión definitiva.

El nene tiene buena mano “Estaba absolutamente atrasado en la cuestión del placer solitario, que mis amigos practicaban como hábito regular”, recordó Dalí en su autobiografía. Para 1920, el hábito masturbatorio estaba no sólo arraigado sino empapado de angustia: “Como de costumbre he decidido no volver a hacerlo. Pero esta vez lo digo realmente en serio”. Es imposible saber cuántas miles de veces Dalí habrá prometido en vano: según admisión propia, y el testimonio de varias personas que lo conocieron de cerca, la masturbación fue durante toda su vida casi su único medio de llegar al orgasmo. Dalí sería, además, el único pintor de toda la historia del arte que convertiría la masturbación en un tema central de su obra.

Ansioso por el (reducido) tamaño de su sexo, aterrado ante la posibilidad de no poder sostener una erección, Dalí declara su predilección por la autosatisfacción: hay algo de arte automático en su mano, tanto cuanto pinta como cuando se masturba. Obsesionado por su sexualidad, Dalí lee y sella un pacto definitivo con el psicoanálisis como teoría explicativa pero también como técnica pictórica. Sensible al clima del momento, profundiza sus convicciones bolcheviques. Una vez terminado el bachillerato, y ya toda una estrella juvenil en Figueras y Barcelona, su padre acepta mandarlo a estudiar a la Escuela de Pintura, Escultura y Grabado de la Academia de Bellas Artes de Madrid. La esperanza del notario es que su hijo obtenga un título, si no de abogado, de profesor de arte.

El perro andaluz Todos lo saben: en la Residencia de Estudiantes Dalí conoce a Buñuel y a Lorca. Con ellos, habla de arte, de política, del futuro. En 1925, a los 21 años, Dalí adhiere incondicional y rabiosamente al surrealismo. Publica manifiestos, escribe ensayos, pinta, expone, es un suceso en Madrid. Su próximo objetivo es París. Abandona su modelo anterior, Picasso (por quien nunca dejará de sentir una admiración reverencial hasta la mentira), copia a Ives Tanguy, a Miró. Y, una vez más, aun copiando, es ya él mismo: masturbadores multiplicados, nalgas sangrantes, las piedras de Cadaqués, burros podridos, el deseo y la vergüenza. Con Lorca hay una indudable tensión sexual: durante un verano en Cadaqués trabajan en una serie de conferencias sobre San Sebastián, de quien les fascina su “ambigüedad sexual” y su “masoquismo extático”. Buñuel, alarmado por la creciente intimidad de Lorca y Dalí, los difamaba en sus cartas (“Federico me revienta de un modo increíble. Yo creía que el novio [Dalí] es un putrefacto, pero veo que lo contrario es aún más”).

La “alarma” no es sólo una fantasía de Buñuel. En su autobiografía, Dalí cuenta que García Lorca intentó sodomizarlo. El asegura haberse negado, aterrado por la mera posibilidad del dolor. En una carta a Lorca le dice: “Debes ser rico; si estuviera contigo haría de putito para conmoverte y robarte billetitos que iría a mojar en el agua de los burros”. Vuelto de Nueva York y de Cuba, enterado de que Dalí vive con una mujer (Gala), Lorca exclama: “¡Es imposible! Si sólo se le pone tiesa cuando alguien le mete un dedo en el culo!” (Ian Gibson comenta con malicia en su biografía: “Lorca sabía mucho de los gustos de Dalí... pero no conocía a Gala”).

Si el deseo los acerca, Dalí y Lorca están cada vez más separados por el arte: Dalí reprocha a Lorca su “tradicionalismo” y éste no alcanza a entender el furor vanguardista que se ha apoderado de su amigo. La primera película que Dalí hace con Buñuel (prácticamente se la dicta) se llama Un perro andaluz y, desde el título hasta las imágenes, está plagada de maliciosas referencias al exitosísimo poeta gitano.

La ciudad de las tentaciones Por supuesto, Un perro andaluz arrasa en París y catapulta a la fama a Buñuel y a Dalí. Todas las anteriores películas de vanguardia parecen tímidos ejercicios escolares. André Breton convoca a Buñuel y reclama a Dalí. Los dos españoles planean otra película. Dalí expone en París, conoce gente. Vende cuadros. Profundiza sus “convicciones” surrealistas y comunistas. Su padre, que ha visto esa evolución con alarma, abandona toda esperanza cuando se entera de un dibujo de su hijo: sobre el Sagrado Corazón de Jesús, Dalí escribe “Escupo, por divertirme, sobre el retrato de mi madre”. El notario excluye a su hijo de su testamento, lo repudia y lo amenaza. Dalí, que navega en un plano moral diferente, no hace caso. El notario escribe a Lorca (“Ya puede pensar la pena que nos da tanta porquería”) y a Buñuel (“Mi hijo no irá a Cadaqués, no debe ir, no puede ir”). Dalí no sólo triunfa socialmente, y arranca al surrealismo de la crisis en que se encontraba (la presencia del catalán desencadena el Segundo Manifiesto). Conoce al matrimonio Eluard: el gran poeta y su esposa rusofrancesa, Gala. Diez años mayor que Dalí, Gala es una seductora consumada y una amante siempre ávida: ha metido en su cama a muchos hombres (algunos, simultáneamente). Eluard también es muy promiscuo y ambos siguen sus respectivas conquistas con alegre complicidad. Max Ernst y Eluard han compartido la cama y el cuerpo de Gala. El señor Eluard le escribe a su esposa: “Comprende y hazle comprender que me gustaría que a veces te poseyéramos juntos, como habíamos acordado”.

Gala y Dalí cruzan miradas y ya son una sola alma: el virgen pintor entregado al onanismo y la disipada y experimentada mujer. Viajan juntos a Cadaqués, casi en fuga. Se aman. Gala es la mujer de los sueños de Dalí y es lo que él necesita para completar su obra y completarse como artista. Gala abandona a Eluard por Dalí.

Mientras tanto, Dalí y Buñuel concluyen el guión de La edad de oro, producida por el vizconde Charles de Noailles. Dalí pinta y expone. El grupo surrealista defiende a Trotsky y a Freud y se enfrenta con el partido. Dalí, claro, va más lejos. Reclama “regresar a las fuentes prístinas del crimen, del exhibicionismo y de la masturbación”. Es 1931, tiene 27 años y Europa se encamina hacia su ruina.

Operación Zodíaco El estreno de La edad de oro en octubre de 1930 es un escándalo gigantesco. Francia es ya una sociedad dominada por el fascismo, como Italia y Alemania (España, a contrapelo de la corriente, instaura la Segunda República). La película despierta la antipatía de los censores y asociaciones católicas. Finalmente, se prohíbe su exhibición, el dueño de la sala es llevado a juicio, expulsan al vizconde de Noailles del Jockey Club. La fama de Buñuel y Dalí no sufre mella: el surrealismo los aclama, los ecos del escándalo atraviesan el océano. Pero la situación financiera de Dalí se complica. Su galerista no puede ya sostenerlo económicamente y en 1933 alguien encuentra la solución ideal: doce millonarios pagarán una cuota anual (uno por mes) para el sostenimiento del pintor. Cada uno tendrá derecho, a cambio, a elegir un cuadro de los pintados por el catalán. El plan, toda una moderna estrategia de mecenazgo, fue bautizado como Zodíaco. El arte de Dalí ya está maduro y ya es lo que será para siempre. Sólo falta una denominación para su proyecto (y la fama delirante que Dalí había soñado desde siempre).

Paranoico crítico Los cuadros de Dalí han sido admirados, desde el comienzo, por la voluptuosidad de las formas que en ellos aparecen y por la pasión miniaturista con la que el catalán reproduce un mundo entero. “Dalí tenía más maestría para el detalle que un persa, estaba más seguro de sus recursos que un japonés”, dice su biógrafo. Todo lo que piensa, teme, sueña y fantasea, está en sus cuadros, en una escala tan mínima que ni la mejor reproducción puede captar todos los pormenores. El surrealismo le había dado a Dalí la llave para penetrar lo que él llamaba la “zona subterránea y proletaria de la mente”. Lo que le devuelve él al surrealismo es una teoría sofisticadísima de la lectura y la creación artística, uno de los hitos del siglo: el método paranoico crítico.

En 1931 Dalí ya ha empezado a pintar y exponer sus célebres relojes fláccidos, imágenes que repetirá hasta volverlas tan célebres como la Mona Lisa o el David de Miguel Angel. Es uno de los grandes pintores de Europa: los millonarios norteamericanos compran sus cuadros, las galerías neoyorquinas exponen su obra. Gala es su amor definitivo: le enseña técnicas masturbatorias que potencian sus orgasmos. Aunque cuando expone en Londres dicen que “pinta como un prerrafaelista que se ha vuelto loco”, Dalí sabe que sólo él puedo nombrar lo que hace. Desde finales de la década del veinte insiste en recuperar la imagen del Angelus (1857-1859) pintada por Jean-François Millet, esa popular (y sentimental) representación de una pareja de campesinos en el acto de repetir el Ave María a la hora de la puesta del sol. En febrero de 1933, Dalí dice que su Interpretación paranoico-crítica de la imagen obsesiva del “Angelus” de Millet (tal el título original de su ensayo) está terminada. Publica fragmentos en revistas donde reconoce su deuda con la tesis de Jacques Lacan sobre la psicosis paranoica. El ensayo es una mezcla de la lógica y el fanatismo por los cuales Dalí ya era célebre. Su lectura le permite ver, detrás del cuadro “visible”, un drama invisible. Como estrategia de composición, el método fundamenta las imágenes dobles y trucos ópticos que obsesionan a Dalí desde su infancia.

Neomarxismo. A partir de 1934 las extravantes posiciones de Dalí preocupan a los surrealistas. Breton le exige explicaciones, Dalí no las da, y se pone al borde de la expulsión. 1936 es el comienzo del fin. El golpe fascista en España no por esperado es menos traumático. Además de su significado político, para Dalí fue el fin de la juventud: Lorca es fusilado en Granada. En diciembre de ese año, el artista radical vuelve a Nueva York. Entregado a la publicidad, a la producción reglamentada, a la autopromoción, Dalí adhiere a un “nuevo marxismo”: decide reemplazar el ideario revolucionario de Karl Marx por el humor delirante de los hermanos Marx. En enero de 1937 llega a Hollywood y se entrevista con Harpo, para convencerlo de hacer una película juntos, cosa que lamentablemente no sucederá. Otra vez en Europa, comienza, a los 34 años, a planificar sus memorias. Escribe poesía, obras de teatro, ballets, se distancia cada vez más de Breton (por su tendencia a la “organización compulsiva” de los artistas) y continúa solo en su carrera tras la fama.

Escándalo en la Quinta Avenida En 1939, de vuelta en Nueva York, los grandes almacenes Bonwit Teller de la Quinta Avenida le encargan a Dalí dos vidrieras para promocionar las nuevas telas de primavera. ¿Arte en una tienda? ¿Por qué no? El nuevo Dalí empieza a jugar con el kitsch industrial. Realiza, antes que nadie, instalaciones. O, como las llama él: “manifiesto de poesía elemental en plena calle”. Cuando “El Surrealísimo” (así lo apodó la revista Time) descubre que un gerente ha decidido “moralizar” un poco sus escenas, monta en cólera, rompe (sin querer) un vidrio y provoca la intervención de la policía, su arresto y, claro, la cobertura de la prensa internacional. Encantado, Dalí explota al máximo el incidente (más tarde lo consideraría “la acción más mágica y eficaz” de toda su vida). Sin saberlo, estaba inventando la performance.

No hace falta más: el experto manipulador encuentra en los Estados Unidos a un público ideal y siempre fascinado por sus extravagancias. Hitchcock le pide colaboración para las secuencias oníricas de Cuéntame tu vida. En 1945, Disney lo contrata para que realice un dibujo animado de seis minutos (nunca se hizo, como casi todas las demás ideas con que Dalí aterrorizó a Hollywood, pero Disney se quedó con todos los originales).

El comienzo del fin En 1948 los Dalí vuelven a una Europa devastada. Se instalan en Figueras y Cadaqués. El pintor hace cuanto puede por convencer a las autoridades españolas de su entusiasmo por el franquismo y su adhesión a la Iglesia Católica. Comienza a pintar sus cuadros religiosos kitsch (La Madona de Port Lligat, el Cristo de San Juan de la Cruz), que culminarán en la más desvergonzada campaña de autopromoción: en 1950, Dalí se declara místico y, ebrio de sí, entregado a los brazos de la autocomplacencia, franquista. Dice que el Generalísimo ha instaurado “la claridad, la verdad, y el orden en el país en uno de los momentos más anárquicos del mundo. A mí esto me parece originalísimo”.

A todos los demás, en cambio, esa curva demencial en la que entra Dalí desde entonces (y que lo lleva a celebrar los asesinatos cometidos por el franquismo) les resulta francamente inaceptable: el genio sigue estando, sí, pero ahora viste ropas de payaso, para la naciente sociedad mediática que él mismo vio avecinarse antes que nadie.