A fuerza de tanto taller durante el año, las murgas ganaron un lugar inédito en la calle. Hay 60 en 25 corsos diferentes. Algunas ya cobran para actuar en fiestas privadas. Las tradicionales rivalidades tienen un nuevo argumento: las de barrio desconfían de las formadas por los hijos de la clase media. |
Por Cristian Alarcón Aturde el caminar pacífico de los turistas esa murga gigantesca que se adueñó del playón de Lamadrid e Iberlucea, a una calle de los cuadros tangueros que intentan venderse en Caminito. Y los gringos nuevos, de visita, medio que desconfían de lo que está pasando en el confín al que se largaron en busca de la nostalgiosa música de moda en Europa. Es que la tendencia por aquí, este verano cruel, tiene el tono de la parodia, del quilombo, de la mersada alegre e irrefrenable a la que hasta las clases medias le han perdido el miedo. Amalgama de tamboril y bombo, brillantina y alentejueladas caderas, orgía callejera múltiple y canciones de crítica social, a la que difícilmente atrape alguna vez la fatiga, la murga se instala en Buenos Aires una vez más. Y no hay corte de luz que pueda detener los ensayos de los cientos que se preparan para los corsos como si entrenaran para las olimpíadas de la fiesta universal. Alguien los definió como exorcistas de los demonios del buen comportamiento. Y si es así, son incontables los espacios vacíos donde se desata el paganismo. El Carnaval tiene larga data entre los porteños. Ya en 1600 había bailes de negros que con las levitas viejas de los amos blancos emparchadas de colores festejaban liberados por los símbolos, con un ritmo que nadie más entendía. La murga ha vuelto, después de las prohibiciones de la última dictadura, como pocas cosas regresan, yendo mucho más allá de las orillas, complejizándose, y hasta bordeando el mercado, tanto que esta vez suman más de sesenta en 25 distintos corsos, sin parar hasta que el otoño triste de marzo se imponga. Las murga está en la calle y está en la radio, porque en los últimos dos años es cómplice del rock. En los corsos hay murgas enteras de chicos con parches de sus amadas bandas en las levitas donde se suceden La Renga, los Redonditos, Los Piojos (hacen Fasolita con la murga La Chilinga), Los Auténticos Decadentes, que llevaron a hit y vendieron cientos de miles de copias del tema El Murguero. Jorge Serrano, uno de los Decadentes, dice que el contacto viene por el barrio, por lo rioplatense, con lo desfachatado. El martes a la tarde, cuando se encendió Corrientes con sesenta murgas marchando por la recuperación de los feriados de Carnaval eliminados por la última dictadura, por entre los estandartes y los lanzallamas avanzaba uno de los mitos de la murga, Agustín Fernández Tinti, bajo el mejor de los trajes de este Carnaval, hecho a medida por él mismo. Sastre, murguista desde hace doce años, este enero Tinti ha cortado ochenta nuevos ropajes para los Mocosos de Liniers. Y lo van saludando a medida que camina como consecuencia natural de la popularidad de su estampa y figura. Tintín es, de alguna manera y por esas cosas que tienen las propagaciones masivas, el murguero, el protagonista del video de Los Decadentes, que baila como loco al lado del cantante al compás del bombo y el tamboril. Murga numerosa En estos días, y como consecuencia de una explosión que empezó con la primavera democrática, la murga se reproduce por los cien barrios como una madre proletaria que no puede, o no quiere, dejar de parir. Y los chicos, los niños proletarios, los que desde siempre tuvieron el aliciente del corso, bailan bajo una luz cuadriculada por el esqueleto del puente de La Boca, sabios sobre los pasos de la murga, descoyunturados como sólo pueden hacerlo quienes empezaron a los cuatro y ya tienen once. Como los tres pequeños Farías, representantes de ese apellido conocido en el barrio Chino, donde el pago de La Doce va convirtiéndose en el Dock, mientras cantan para la nueva murga Los Navegantes del Sur sobre la música de Gilda y su Corazón Valiente: Un ladrón corría/ un cana lo seguía/ éste con su panza/ se cansó enseguida/ disparó de frente/ buscó al delincuente/ pero sin querer/ le dio a toda la gente/ Disparó a mansalva/ matáte vos. Las letras de la murga atacan al poder desde siempre. Históricamente, los carnavales han sido un espacio donde las clases populares pueden burlar al poderoso, reírse de la tragedia y criticar con formas muy diferentes de las viejas canciones de protesta de los setenta. Para ello hay una tradición según la cual la murga, después de desfilar con los niños adelante (las mascotas), luego las mujeres, atrás los hombres, y al final los bombos, sube a un escenario y canta sobre ritmos populares. Encimados a cumbias o bailantas la murga desarrolla tres actos: presentación, crítica y retirada. Por la crítica pasan desde el presidente hasta los genocidas. Los Farías pertenecen a una minoría en La Boca. Son de una murga novata, la de los Navegantes del Sur. Apenas unos treinta, surgidos de la intención de un grupo que hace funcionar un centro cultural y que consiguió un director de murga para acercar seductoramente a los pibes del barrio. Julio Esquite se llama, y define la correlación de fuerzas boquenses a su manera: Acá están Los Amantes de La Boca, que vendrían a ser el Carrefour. Y estamos otros chicos, como nosotros, que no somos más que un quiosco. Los hechos parecen darle la razón cuando la lógica del pez grande y chico queda expuesta por Andrés Farías, de 11 y los ojos de un auténtico Spilimbergo. Ahí viene el puto, el puto de Los Amantes. Es un pibe no mucho más grande que él, con el traje azul y amarillo de la gran murga del barrio que suman a casi 500 (sí, quinientos). El epíteto deviene a la traición. El pibe es uno de los que se ha pasado de bando en la última semana, a punto de salir al ruedo. Se nos fueron dos tamborileros y un bombo a los que les habíamos enseñado todo, se queja Esquite. Los protagonistas de semejante felonía avanzan por los laberintos del barrio hacia el playón de Lamadrid, donde comienza el alboroto de la masa. Uno de los Farías acusa: Hay madres que no quieren que los pibes vayan con drogones y borrachos. Murga de clases Nacidos en el 92, Los Amantes están en acción casi todo el año, pero de diciembre a febrero pasan a la obsesión, en estas vacaciones sin pasajes en las que se refugia la muchachada para pasar el veranos de calor y mishiadura. ¡Aquí traigo al debutante más joven y más lindo de la murga!, gritonea una señora Botero que lleva de la mano su obra terminada en el hijo de tres años. Consecuencia lógica de tanta práctica costurera, pantalón y levita han quedado perfectos sobre el niño, tieso como un Obelisco para que no se le caiga la galera a la que todavía no le han puesto el elástico. La señora, como otras tantas, sonríe al murguero coordinador Facundo Carma, con un ansia que se le nota en el escote. En casi todas las murgas hay una comisión de madres, que se dedican a la costura y el acompañamiento. Históricamente la murga ha sido machista. Recién en la década del sesenta las caderas femeninas salieron de los hogares para seguir el compás. Facundo Carma, pelo largo, 30 años, estrella federal en el pecho, cuenta que de niño se recuerda vestido de pequeño Nerón. Es un ex militante del PJ y estudiante de Ciencias Políticas, aguerrido defensor de la murga de barrio, ajena completamente a la murga de clase media y taller. Carma dice que Los Amantes de La Boca jamás aceptarán un contrato para actuar en una quinta ante una fiesta de empresarios. Y plantea la disyuntiva que atraviesa el interior de las murgas: cuán positivo es el paso de lo netamente popular a lo masivo, de las familias de murguistas a los advenedizos de taller, de lo folklórico a la industria cultural. Carma representa toda una postura, la de quienes creen que murguero se nace y no se estudia para ello. Son el sector que ve con desconfianza la explosión carnavalera más allá de la identidad de barrio. El murguero de los mil iconos justicialistas en el traje tiene claro que los muchachos que paraban antes en la Unidad Básica, están ahora en la murga. El desencantamiento, la putrefacción de la política nos empuja a la cultura. Ya no hay nada que hacer en las instituciones, ahora se disfruta la calle. Murga de modas Desde el balcón del hotel de una estrella, una rubia mujer de vestido blanco a crochet fuma recostada sobre la baranda, y mira pasar el corso. Se la ve absorta en el bailotear de los Arrebatalágrimas de Flores. Y sobre todo en un chico que le ha puesto una piel sintética de leopardo al cuello y los puños de su levita. Emulo de Mick Jagger, tatuó en lentejuelas rojas la lengua de Warhol en la espalda y, fuera del libreto de las murgas tradicionales, baila al lado de un chica rubia con estrellitas en la mejilla, que declara un tercer año de la carrera de Imagen y Sonido de la UBA y una vacante en el corazón. El chico es dueño de una de esas violentas bellezas de bocas hinchadas y digno ejemplar de las murgas de taller, tal cual resulta ser Arrebatalágrimas. La murga, que como otras tantas lleva un nombre como un conjuro contra la amargura, nació de un taller en el Centro Cultural Roberto Arlt. Los centros culturales han sido caldo de cultivo de las murgas desde que en 1990 el músico Coco Romero dio el primer taller en el Ricardo Rojas. Los antiguos cánones se nutrieron de técnicas coreográficas, plásticas, de vestuario, composición y maquillaje. En las aulas del Rojas, estudiantes universitarios, maestros, burgueses de profesiones liberales y psicólogos se iniciaron en el arte de la murga. Una nueva clase, que hasta el momento había visto apenas el Carnaval de Río por tevé, pasó a interesarse en la murga, uno de los nuevos gritos de la moda cultural. Nada de eso había en la fiesta del Año Nuevo de 1995 cuando una vez más los vecinos cortaron la calle en Elía y Grito de Asencio, esternón de Parque Patricios, para bailar, esta vez disfrazados. Esa noche debutó la murga que se dio en llamar Pasión Quemera, o sea pasión por el barrio de La Quema. De aquel debut han pasado 265 presentaciones en corsos, comedores de villas, geriátricos o plazas. En ese grupo que este Carnaval organiza su propio corso y suma 65 levitas conviven, según cuenta su director el docente Félix Loiácono, el barrio y la idea de profesionalización, la búsqueda de una estética más cuidada con la espontaneidad natural de las formas del arte popular. Y el espíritu del rey Momo con la necesidad de una rítmica militancia social. Loiácono arremete contra los polos opuestos: Descreo de la división entre murga de barrio y murga de taller. Pueden convivir mientras se sea coherente. Quizás por cada actuación paga se hacen nueve solidarias. No hay nada malo en vender esto como no hay nada malo en actuar en los casamientos del barrio. Claro que si el que se casa es el hijo de un genocida, se pudre todo. Destinada para siempre a combatir la amargura en ese paréntesis de la alienación que es el Carnaval, la murga, más allá o acá de los barrios donde ha nacido y sobrevivido a todo, baila brillante y lujuriosa, como una loca en el aire y exorciza sin parar.
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