Opinión
El Papa y las dictaduras genocidas
Por Rubén Dri
Juan Pablo II acaba de
intervenir a favor del genocida Augusto Pinochet invocando razones
humanitarias. Para algunos la noticia es recibida con consternación, como lo
expresa Carlos Reyes, porque anteriormente el mismo Juan Pablo II había afirmado que
debían ser condenados los que tenían las manos manchadas en sangre y que, por otra
parte, Pinochet es responsable de la muerte, la tortura y el exilio de miles de
católicos.
Para otros, como para Lord Normal Lamont, la movida del Papa es coherente con la línea
política de todo su pontificado. En ese sentido, el jefe del Vaticano con esta
intervención reconoce la gran contribución del general a la protección del mundo
occidental en la Guerra Fría.
La consternación de Reyes tiene que ver con el sentimiento de un cristiano que cree que
efectivamente el Vaticano actúa siempre en concordancia con el mensaje liberador de
Jesús de Nazareth. Bastaría pensar en las relaciones que Jesús tuvo con el poder
político, es decir, con el Imperio Romano y con el poder político-religioso, esto es,
con el templo, y en las que tiene el Papa con tales poderes para quedar pasmado de la
diferencia abismal que se da entre Jesús de Nazareth y el Papa.
La actuación de Juan Pablo II, independientemente de si actúa por propia voluntad y si
lo hace condicionado por la burocracia vaticana el célebre entorno de los jefes
políticos y político-religiosos, es coherente con la que mantuvo durante su
pontificado. Nosotros la hemos sufrido.
Efectivamente, el 23 de octubre de 1991, al cumplirse trece años de la ascensión al
trono pontificio de Juan Pablo II, su nuncio en nuestro país, el inefable Ubaldo
Calabresi, hizo una celebración en la Nunciatura como correspondía a tan fausto
acontecimiento. Fueron invitados a la recepción ilustres genocidas como Jorge Rafael
Videla, Roberto Viola, Leopoldo Fortunato Galtieri, Basilio Lami Dozo y Emilio Massera,
todos indultados ya por Carlos Saúl Menem.
No faltaron a la cita calabresiana la plana mayor menemista, presidida por el mismo
Presidente y con la presencia de personajes tan simpáticos y atrayentes como Alicia
Saadi, María Julia Alsogaray, Raúl Granillo Ocampo, Adelina de Viola y Domingo Cavallo.
Naturalmente que no podía faltar el sindicalismo menemista, representado brillantemente
por Armando Cavalieri y la farándula representada por Gerardo Sofovich. El acto estaba en
plena consonancia con la elevación de la vicaría castrense a obispado; con la
designación de monseñor José Miguel Medina, un conocido colaborador de los
torturadores, como obispo castrense; con la aprobación que el Papa hizo del
comportamiento de la jerarquía católica argentina durante la dictadura militar, con la
negativa a recibir a los organismos defensores de los derechos humanos cuando visitó a
nuestro país en 1991, porque tenía la agenda completa. El citado acto
significaba, además, la aprobación papal al indulto menemista a los genocidas. Nadie, en
efecto, puede creer que el nuncio, o sea, el embajador del Vaticano, sea capaz de invitar
a tales personajes a la nunciatura apostólica para celebrar el aniversario de la
ascensión de Juan Pablo II al pontificado sin la anuencia de éste. Se pueden citar otros
hechos que están en la misma línea, como el nombramiento de Antonio Quarracino, ardiente
defensor de los genocidas, como arzobispo de Buenos Aires y elevado al cardenalato; la
promoción de Pio Laghi, el amigo de Massera y defensor de las atrocidades cometidas por
Bussi en Tucumán, en primer lugar a nuncio del Vaticano en Estados Unidos, luego a
prefecto de la Sagrada Congregación para la Educación Católica y finalmente promovido
al cardenalato, y la comunión que le diera a Galtieri.
Cuando monseñor Romero, el obispo mártir de El Salvador, puso en conocimiento del Papa
el peligro de muerte que corría, la respuesta del Pontífice fue que no exagerara. Lo
dejó solo en manos del poder imperial, igual que se lo dejó solo a Angelelli.
Juan Pablo II por un lado y Romero o Angelelli por otro, son dos maneras antagónicas de
entender el mensaje de Jesús de Nazareth, aunque tanto el primero como los segundos
pertenezcan a la misma institución. El primero lo entiende desde el poder, y es lógica
su alianza con los poderosos, mientras que los otros entienden desde el pobre y es lógico
que el poder trate de aplastarlos.
|