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Por Angel Berlanga Una biografía breve es una ridiculez, escribió Raúl Scalabrini Ortiz en 1928, cuando tenía 30 años. Cabe preguntarse, entonces, por el sentido de esta nota hoy, cuando se cumplen 40 años de su muerte. Lleva, obliga, a que esta nota no sea una simple enumeración de datos sobre su vida. ¿Qué pensaría Scalabrini Ortiz si leyera los artículos que hoy se publican sobre él? ¿Qué pensaría del resto de las noticias de los diarios? Además de ese condicionante, elegido de manera subjetiva, hay otro multiplicable por los hipotéticos lectores: cómo se percibe hoy a este tipo nacido en Corrientes en 1898, un muchacho que había arrancado como gran promesa de las letras nacionales con los cuentos de La Manga (1923) y la novela El hombre que está solo y espera (1931), periodista de La Nación, El Hogar y Noticias Gráficas, investigador de cuestiones vitales de la economía y la política argentina. Para la enorme mayoría su nombre acaso sólo sea el de una avenida que antes se llamaba, paradójicamente, Canning. ¿Qué significa eso? ¿Qué significa que hoy sea más conocida la biografía de Jazmín, el perro de Susana Giménez, que la de Scalabrini Ortiz? Provenía de una familia de clase media bastante acomodada y tenía muchas señales como para consagrarse con la literatura. Wilde y Poe le gustaban y, creía, lo influenciaban especialmente. Fue amigo de Jorge Luis Borges y de Eduardo Mallea y discípulo de Macedonio Fernández; con la buena recepción de su libro inicial, el camino literario le mostraba perspectivas de brillo y reconocimiento. Pero él andaba buscando otra cosa. Había sido campeón argentino de box amateur, peso liviano en 1920. Se había desilusionado de lo europeo en 1924, cuando su viaje a París, y eso le cambió la mirada sobre lo argentino. Se había recibido de agrimensor y había cursado cinco años de ingeniería (no terminaría la carrera). Se había entusiasmado con el marxismo y había participado activamente en 1919 en un grupo llamado Insurrexit, del que de a poco fue distanciándose. Esa práctica del comunismo dejó en mí una huella tan honda que mi espíritu parece un par de brazos fraternales, recordaría después. La crisis financiera mundial derivada de la quiebra de Wall Street en 1929, el golpe de Estado contra Yrigoyen un año después, la Década Infame y la crisis socioeconómica del país lo llevaron a cambiar radical y definitivamente el rumbo de su trabajo. Después de publicar El hombre que está solo y espera, Scalabrini Ortiz se pone a investigar las causas de la crisis, no porque la economía y su cotización de materialidades me atrajera particularmente, sino porque no es posible la existencia de un espíritu sin cuerpo, y la economía es la técnica de la auscultación de los pueblos enfermos. Sus análisis lo llevan a sacar conclusiones de las que no duda: La República Argentina está en poder del capital británico. Somos esclavos de los ingleses. Dice: Computé los elementos primordiales de la colectividad inglesa y comprobé con asombro inenarrable que todos los órdenes de la economía argentina obedecían a directivas extranjeras, sobre todo inglesas. Ferrocarriles, tranvías, teléfonos y por lo menos el cincuenta por ciento del capital de los establecimientos industriales y comerciales son propiedad de extranjeros, en su mayor parte ingleses. Esto explica por qué en un pueblo exportador de materias alimenticias puede haber hambre. Scalabrini Ortiz razonó que un Estado no es tal si no tiene control sobre los principales resortes de su economía y si está representado por una banda de títeres que se mueven de acuerdo con hilos digitados en otras latitudes. Porque cuando al titiritero se le ocurra rascarse la cabeza, o cuando le agarre un ataque de alergia (Wall Street, 1929), las consecuencias para la escena de los títeres pueden ser imprevisibles. Claro que una cosa era darse cuenta de esto y otra muy distinta emprenderla campaña de denuncias. Sabía que se me cerrarían todas las tribunas literarias, periodísticas y políticas. Y así fue, al menos durante largo tiempo. A sus esfuerzos por difundir las denuncias, la mayoría de las veces financiados de su propio bolsillo, correspondieron esfuerzos por acallarlo e ignorarlo. Escribe Política británica en el Río de la Plata e Historia de los ferrocarriles argentinos, forma parte del grupo FORJA, da conferencias y participa de actos, pero llega un punto en el que sus recursos económicos se agotan y debe retomar su oficio de agrimensor para mantener a sus cinco hijos. Durante la Segunda Guerra Mundial se pronuncia firme a favor de la neutralidad y le achacan en simultáneo ser fascista y comunista. Definiciones: Creo que el fascismo es un engendro bastardo importado por los abogados de empresas extranjeras que buscan hurtar los últimos restos de libertades públicas; Disiento con la orientación impresa por su dirección al Partido Comunista de la Argentina porque tiende a complicar a la juventud y la inteligencia locales en los problemas europeos y extraños a nosotros. Con la llegada del peronismo y la estatización de los ferrocarriles, Scalabrini Ortiz ve cómo sus ideas se cristalizan. Aun así, rechaza ocupar cualquier cargo gubernamental. En los 50, sin embargo, cuando cuestiona algunos aspectos del gobierno, los laderos de Perón (¿Perón mismo?) se encargan de socavarlo. El, entonces, prefiere convertirse en un simple espectador apasionado que aplaudía los aciertos y lamentaba los errores. Temía que sus palabras fueran usadas en contra de un proceso con el que coincide en los trazos generales. El golpe del 55 lo pondría en movimiento otra vez. Participa en la contraofensiva del general Valle, pero los fusilamientos del 56 lo llevan a pensar que el camino insurreccional es suicidio. Perón le escribe desde el exilio y le propone que encabece un movimiento de intelectuales a su favor. También le dice que tomó para su libro, Los vendepatrias, una serie de artículos suyos contra el imperialismo. Scalabrini Ortiz ve en Frondizi un buen testaferro de Perón e insta a votar por él, pero pronto, con Frondizi ya en el gobierno, se da cuenta de que el flamante presidente está dispuesto a aceptar inversiones extranjeras, en especial en petróleo. Critica las medidas, toma distancia de Frondizi, se deprime por haber instado a votarlo. Un cáncer ya lo carcome. En la madrugada del 30 de mayo del 59, en un pueblo extrañamente llamado Borges, en la provincia de Buenos Aires, todo se acabó. Andará indignado Scalabrini Ortiz con las noticias de estos años de privatizaciones, paradójicamente llevadas adelante durante otro gobierno justicialista. Los medios y la sociedad ya no se alteran demasiado cuando Soros bosteza y parece poner en riesgo la estabilidad económica, o cuando el FMI ordena cómo debe cortarse el pelo el ministro de Educación. Es fácil imaginarlo convertido en el peor fantasma de pesadilla de Guido Di Tella, para vengarse de aquello de las relaciones carnales. Y también es fácil imaginar una cuadrilla de empleados municipales deteniéndose a cambiar cada cartel indicador de la avenida Scalabrini Ortiz. Que en el futuro bien podría llamarse avenida Domingo Cavallo.
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