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“LA CIUDAD DE K”, UNA MUESTRA SOBRE LA PRAGA DE KAFKA
La ciudad del atormentado

De capital imperial   a pequeña ciudad provinciana, la  ciudad en que  amaba y se desesperaba el gran maldito de la literatura del siglo generó una muestra de cuño literario.

Franz Kafka vivió casi hasta su muerte en esa ciudad, sometido a un padre hiperdominante.
Los expertos afirman que, oh sorpresa, su trazo de escritura tenía las características del optimista.

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Por Ignacio Vidal-Folch Desde Barcelona

t.gif (862 bytes) ¿Cómo era la Praga de Kafka, esa ciudad que tanto lo oprimía? Esa es la pregunta central de La ciudad de K, una exposición organizada por el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, muestra itinerante que llegará a Buenos Aires. Al principio de este siglo era una ciudad provinciana que conservaba, sin embargo, muchos rasgos y recuerdos de la época en que fue capital imperial. Vivían en ella los ciudadanos checos de tres etnias: eslavos, germánicos y judíos. Una combinación menos complicada que la que presenta la Nueva York actual. Se hablaba alemán, yidish y checo. Como es sabido, la xenofobia acabaría con ese equilibrio: durante la Segunda Guerra Mundial los alemanes exterminaron a los judíos, y después de la guerra los eslavos expulsaron a los alemanes.
En esa ciudad provinciana, pero indudablemente “con estilo”, se desarrollaba una vida cultural que, a juzgar por los nombres que permanecen, debía de ser bastante intensa. Una vida cultural que, por un lado, se volcaba hacia sí misma, poniendo los cimientos del nacionalismo futuro (es hilarante la historia de los “descubrimientos” de antiguos cantares de gesta, redactados a escondidas por los poetas nacionalistas para dar pedigrí de antigüedad a una patria checa) y que, por el otro, se contemplaba en el espejo de las capitales del momento. Especialmente en París y Viena, pero también en Berlín.
El que muchos consideran el mejor clásico del idioma checo, el sacerdote Jakub Deml (1878-1961), una especie de Mossén Cinto Verdaguer pero bastante más extravagante y díscolo, empezaba a publicar sus primeros textos y a recibir los primeros castigos de su obispo. Jan Neruda (18341891) fundaba el realismo en la literatura checa y preconizaba el expresionismo centroeuropeo. Rainer Maria Rilke (1875-1926) publicaba sus primeros poemas y relatos y emigraba a Viena, como Leo Perutz (1884-1957), que luego, empujado por el ascenso del nazismo y el Anchluss austríaco, tendría que huir a Palestina. Johannes Urzidil (1896-1970) también emprendería el camino del exilio, en dirección a Inglaterra e Italia. Hasek aún no había escrito su obra maestra, Soldado Svejk, pero ya bebía como un cosaco y dirigía su partido político bufo, el “Partido moderado dentro de los límites de la ley”.
En aquella ciudad relativamente pequeña (medio millón de habitantes en 1900), todos estos escritores se conocían, y muchos se reunían en las mesas del café Slavia, donde Rilke ambienta El rey Bohusch, para escuchar, entre grandes carcajadas, a Kafka leer en voz alta el manuscrito de El proceso. Entre los artistas, el dibujante Mucha, el artista plástico Kubista y el escultor Bilek son “checos universales”. La banca, el comercio, la hostelería, florecían en la Praga de 1900, y con ellos, la arquitectura derivada de la Secesión vienesa, que se extendió por calles y por barrios enteros y que hoy constituye, junto con el barroco, el mayor atractivo turístico de la ciudad.
Kafka (1883-1924) vivió casi hasta el final de su vida en Praga, tuvo allí un padre al que temía, una hermana que lo mimaba, un par de novias de las que se escurría con mil pretextos cuando le tocaba acompañarlas al altar, un empleo oscuro, varios domicilios, muchos amigos. Sólo pudo emigrar hacia Berlín poco antes de morir. La topografía de la ciudad sólo aparece en Descripción de un combate, y en El proceso se reconocen algunos de los escenarios de la ciudad, el puente Carlos y el barrio del Castillo. A este escritor y a su relación con Praga se dedica la tercera exposición que el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) homenajea en la serie que empezó con El Dublín de Joyce y La Lisboa de Pessoa. Es posible que luego la exposición salga a recorrer las principales plazas culturales del mundo, incluyendo Buenos Aires.
La ciudad de K reúne fotografías, instalaciones, animaciones realizadas sobre dibujos del escritor, citas de sus libros, primeras ediciones, manuscritos –el escritor tenía una caligrafía que los grafólogos calificarían de optimista, con las líneas ascendentes de izquierda a derecha–, música, transparencias, proyecciones fílmicas y espacios laberínticos construidos para evocar el ambiente opresivo de los textos kafkianos. “Esta clase de eventos, en la frontera entre la exposición y otra cosa, siempre corren el riesgo de quedarse reducidos a una enorme farsa, pero también pueden constituir un viaje al fondo de un combate espiritual”, dijo el comisario de la exposición, Juan Insúa.
Según el director del CCCB, Josep Ramoneda, con La ciudad de K se marca un punto de inflexión en la dinámica expositiva del centro: “Hasta ahora, aquí y en otros centros, las necesidades históricas, las lagunas a cubrir, han exigido que la tarea del CCCB tuviera una importante vertiente de distribución de lo ya hecho en otras partes, de representación en Barcelona de cosas que se organizaban fuera. Desde ahora, y a partir de septiembre, vamos a poner más el acento en la creación y producción propias”.

 


 

EL FENOMENO DE LAS MEGAMUESTRAS
La cultura como negocio

Por V.A.

t.gif (862 bytes) Franz Kafka, que vivió tan atormentado como cualquiera de sus personajes, seguramente se hubiera espantado de saberse el centro de una exposición-homenaje. Tanto como se hubiese asombrado Jorge Luis Borges de ver hasta qué punto se multiplican su nombre y su imagen en el centenario de su nacimiento. Los casos no son aislados: por el contrario, se dan en el marco de una tendencia internacional que convierte a buena parte de las personalidades más importantes del arte y la literatura del siglo en centro de exposiciones y actividades culturales. James Joyce, Pablo Neruda, Pablo Picasso, Italo Calvino, Jorge Luis Borges, Frida Kahlo, Salvador Dalí, Ernest Hemingway, Alfred Hitchcock, Fernando Pessoa y Lewis Carroll han sido casi excusas para la realización de muestras u homenajes itinerantes, sólo en los últimos tres años. El fin de siglo parece haber generado un crecimiento geométrico de los “consumidores de cultura”, una categoría enunciada por el investigador estadounidense Vance Packard que incluye a quienes, incluso desconociendo a los artistas, están dispuestos a pagar una entrada a cambio de conocer aquello otro de la obra: fotografías, objetos personales o manuscritos, a veces con curiosidad fetichista. Este tipo de actividades –que pueden estar acompañadas de reediciones de libros, estrenos de películas y obras de teatro– están comúnmente justificadas por aniversarios. Pero sería ingenuo ignorar que, de lo que se trata, en primera o en última instancia, es de la concreción de negocios, lo que no quita que sean útiles a los fines de difusión o pedagógicos. Buenos Aires no está al margen del fenómeno sino en el centro. En mayo se montó aquí la exposición Pablo Neruda en Buenos Aires, y en junio la megamuestra Velázquez, el arte de mirar, en el Palais de Glace. El sórdido universo de Frida Kahlo tuvo su espacio en el C.C. Recoleta. Las obras de Dalí se expusieron en la Rural, en Dalí monumental, y en el Museo Nacional de Bellas Artes, en La vida secreta de Dalí. Mientras que algunos objetos del italiano Italo Calvino se conocieron en Encuentro con Calvino, que se inauguró en el Palais de Glace hace quince días. Las fotos del autor de Alicia en el país de las maravillas se presentan hasta el domingo en el C.C. San Martín ... y sigue la lista.

OPINION

 

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