El húngaro Béla
Bartók, uno de los grandes músicos del XX, tampoco escapó a las tenazas etiquetadoras
de cierta crítica. El influyente musicólogo Ernö Lendvai le encontró en la obra formas
divididas en secciones áureas, ritmos basados en la serie periódica de números que
Fibonacci -.el matemático más notable de la Edad Media estableciera en el siglo
XIII, centros armónicos simétricos y otras ingenierías. Pero Bartók no trabajaba así:
reiteró que lo hacía por instinto y era cierto. No aplicaba ningún sistema
preconcebido. Su música dimana de una fuerte vivencia inspiradora, de su enorme
conocimiento de los clásicos y de vastas zonas de la música folklórica europea y
también árabe. Fusionó los dos saberes con entera libertad y enraizó su originalidad
en territorio colectivo.
Este Mozart magyar empieza a componer a los 9 años y a los 11 da su primer concierto
público con obras propias en el programa. A los 22 de edad crea su poema sinfónico
Kossuth, dedicado al patriota y héroe de la revolución húngara de 1848 contra el
absolutismo imperial de Viena, Lajos Kossuth. El anhelo de independencia nacional no se
agotaba en una Hungría aún sujeta a los Habsburgo. En 1918 cae la monarquía y se
instala brevemente en Budapest la república soviética encabezada por Béla Kun. Bartók
pasa a integrar el Consejo de Música del gobierno. Fue su única participación en la
política. En realidad, buscaba la expresión de su estar nacional en otro sitio.
Recorrió toda Hungría con su colega Zoltán Kodály reuniendo una vasta colección de
música folklórica cultivada por los campesinos a lo largo de capas y capas de tiempo.
Ambos transcribieron muchas canciones populares para piano y otros instrumentos y, a la
vez, incorporaron de ese acervo no pocos elementos melódicos, rítmicos y de textura en
sus composiciones. Hasta su muerte neoyorquina en 1945, devastado por la leucemia, Bartók
insistió en el estudio del folklore húngaro y de otros pueblos vecinos, sin dejar de
crear su propia música, de formar camadas de compositores compatriotas y extranjeros, de
dar innumerables conciertos. Sus trabajos de etnomusicología son fundantes. Estaba
convencido de que una exploración fina y detallada del folklore podía contribuir al
conocimiento del pasado histórico de los pueblos centroeuropeos. Y soñaba: Si el
dinero que el mundo gasta en un solo año para los preparativos de guerra se destinara al
estudio de los cantos folklóricos, la suma recogida alcanzaría para registrar toda la
música popular del planeta.
Los ejes de la obra de Bartók dimanan de su memoria pueblerina, acunada en la aldea
húngara de Nagyszmentmiklós donde nació en 1881. No necesitaba explicarse a sí mismo
cómo componía y, por ende, no podía explicarlo a los demás. Nunca elaboró un cuerpo
teórico y sus observaciones en la materia son sucintas y esporádicas. Compensó ese
laconismo guardando, a partir de sus 30 años, todo borrador y toda anotación musical
relacionada con sus obras. Esa herencia de papel se dividió en dos campos rivales que
siguieron las líneas de la Guerra Fría: en Nueva York, el hijo menor de Bartók
conservó una parte y en Budapest, el hijo mayor y sus editores, otra. Sólo en 1989 el
eminente musicólogo László Somfai pudo examinar la primera y comprobar plenamente el
movimiento creador del compositor, que es producto del proceso de plasmación de la obra y
no de concepciones predeterminadas. Corregía las primeras versiones, las más
espontáneas, y enriquecía su discurso musical a medida que trabajaba la composición. Es
un método que practican muchos escritores, músicos y artistas: la ida y vuelta sobre la
materia conseguida.
El avance del nazismo en su país lleva a Bartók a asilarse en los Estados Unidos, donde
continúa su trabajo de transcripción y estudio del folklore musical serbocroata,
húngaro, rumano y eslovaco. Para Somfai,Atardecer en Transilvania (1929) es una
confesión (de Bartók) de su identidad nacional musical, de su inmenso respeto por el
mundo creador de sus queridos campesinos, una transfiguración en la que se hace uno con
su pueblo, que ha atesorado experiencias de generaciones y de siglos. El filósofo
György Lúkacs, coetáneo y coterráneo del músico, estimó desde otro lugar:
Bartok aparece acaso como el único grande y decidido representante de esa crítica
social que dice abiertamente: aquello que a menudo es llamado y reconocido como
civilización, como forma de vida humana, es la negación de la esencia
humana del hombre. En cualquier caso, la música de Bartók surge como
elevación de una tierra común: la conciencia de la hermandad de los pueblos,
que él acarició con su Cantata profana.
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