Los estrenos principales de la semana tienen signos bien diferentes: el nuevo film de Arturo Ripstein es una certera adaptación de la novela del colombiano. Velvet goldmine retrata magistralmente el glam de los 70, mientras que Un hombre de este mundo entrega otra clase de homenaje al Che.
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Por Luciano Monteagudo Hasta ahora, la experiencia señalaba que el declarado amor de Gabriel García Márquez por el cine era un amor no correspondido. O peor aún: un matrimonio mal avenido, como lo evidenciaron la Crónica de una muerte anunciada que perpetró Francesco Rosi y la Triste historia de la Cándida Eréndira según Ruy Guerra, por no citar la desafortunada serie de Los amores difíciles, con su título tan elocuente. Casi se diría que la única excepción a esta regla trágica fue Tiempo de morir (1965), la sólida opera prima de Arturo Ripstein, un peculiar western latinoamericano basado en un guión escrito por Gabo especialmente para el cine. Más de treinta años después, Ripstein ahora en su madurez como cineasta vuelve a repetir la hazaña con El coronel no tiene quien le escriba, la mejor adaptación que se haya hecho en cine de la obra de García Márquez. Lo que no es decir mucho, considerando los antecedentes, pero lo que no es decir poco, teniendo en cuenta las dificultades que entrañaba llevar a la pantalla un libro tan leído, tan conciso, tan perfecto.Esa exactitud, esa precisión que tiene la prosa y la estructura de El coronel..., debe haber sido el primer obstáculo al que se enfrentaron Ripstein y su guionista de siempre, Paz Alicia Garciadiego, fogueada en esto de animársele a firmas famosas, ya sean las de Guy de Maupassant (para La mujer del puerto) o el mismísimo Juan Rulfo (para El imperio de la fortuna). Sucede que el cine de Ripstein y Garciadiego suele estar concebido bajo el signo del barroco, del exceso, de la desmesura, y no era eso precisamente lo que pedía el texto de García Márquez, tan económico (apenas cien páginas), tan justo en cada uno de sus adjetivos, tan claro para describir la ordalía de ese viejo terco, empeñado en hacer de su demorada pensión y de su gallo de riña una causa por su dignidad personal. Se diría que la primera victoria de esta versión es la de haber conseguido el clima, el tono de la novela sin tener que serle necesariamente fiel. La fidelidad, ya se sabe, no siempre rinde sus frutos en la compleja relación cine-literatura. Y en este sentido, el film no es obsecuente, nunca se conforma con ser una mera ilustración del texto. La de Ripstein y Garciadiego es siempre una relectura, una mirada nueva, capaz de descubrir aquello que podía estar escondido en los pliegues de esa historia tan conocida y en la que los cineastas tenían la posibilidad de encontrar su propio mundo, aquel que han venido desarrollando durante la última década en un puñado de films memorables. Porque lo primero que descubre Ripstein es que el Coronel de García Márquez puede pertenecer también, por derecho propio, a su propia galería de derrotados y sobrevivientes. El Coronel es ahora uno más de los olvidados de su cine, quizá el olvidado por excelencia. Ya nadie se acuerda de él y aún así él sigue adelante con su sueño, con la misma ciega obstinación de los amantes de Profundo carmesí o de los hermanos incestuosos de La mujer del puerto. Lo que ya no hay en El coronel notiene quien le escriba es el sonido y la furia que venían caracterizando hasta ahora ese cine, marcado por la desesperación y la miseria. Hay otra visión más piadosa, más compasiva en este nuevo Ripstein, y eso se nota no sólo en la ternura con que dibuja al Coronel (que encuentra en Fernando Luján su voz y su rostro definitivos) sino también en la manera en que pone en escena la delicada relación con su mujer, Lola (la gran Marisa Paredes), que adquiere en esta versión un peso insospechado. Las madres siempre han sido personajes predilectos de Ripstein y Garciadiego en Principio y fin, en La reina de la noche y de alguna manera esta Lola se integra a esa estirpe. Es verdad que, a diferencia de sus predecesoras, Lola parece de una paciencia y de una bondad sin límites, pero en su intransigente rechazo del gallo que desvela a su marido, en su duelo eterno por la muerte de su hijo, en sus celos de hembra ante la prostituta que compone Salma Hayek (la prostituta no podía faltar en Ripstein, aunque Gabo no la hubiera escrito) se puede intuir a una mater dolorosa extrema, inconsolable. El melodrama, que antes se desataba en el cine de Ripstein como una tempestad, aquí adquiere la melancólica forma del amor de dos viejos solos, que apenas si se tienen el uno al otro. Esa pareja ya estaba prefigurada en el Papá Basilio y en la Mamá Dorita de El evangelio de las maravillas, el film anterior de los Ripstein, pero aquí tiene como exigía la novela otra entereza, otra dignidad. La de una mujer dispuesta a aceptar el sacrificio del hambre y la de un hombre capaz de decir -puro, explícito, invencible, como quería García Márquez mierda.
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