Por Luciano Monteagudo Hasta ahora, la
experiencia señalaba que el declarado amor de Gabriel García Márquez por el cine era un
amor no correspondido. O peor aún: un matrimonio mal avenido, como lo evidenciaron la
Crónica de una muerte anunciada que perpetró Francesco Rosi y la Triste historia de la
Cándida Eréndira según Ruy Guerra, por no citar la desafortunada serie de Los amores
difíciles, con su título tan elocuente. Casi se diría que la única excepción a esta
regla trágica fue Tiempo de morir (1965), la sólida opera prima de Arturo Ripstein, un
peculiar western latinoamericano basado en un guión escrito por Gabo especialmente para
el cine. Más de treinta años después, Ripstein ahora en su madurez como
cineasta vuelve a repetir la hazaña con El coronel no tiene quien le escriba, la
mejor adaptación que se haya hecho en cine de la obra de García Márquez. Lo que no es
decir mucho, considerando los antecedentes, pero lo que no es decir poco, teniendo en
cuenta las dificultades que entrañaba llevar a la pantalla un libro tan leído, tan
conciso, tan perfecto.Esa exactitud, esa precisión que tiene la prosa y la estructura de
El coronel..., debe haber sido el primer obstáculo al que se enfrentaron Ripstein y su
guionista de siempre, Paz Alicia Garciadiego, fogueada en esto de animársele a firmas
famosas, ya sean las de Guy de Maupassant (para La mujer del puerto) o el mismísimo Juan
Rulfo (para El imperio de la fortuna). Sucede que el cine de Ripstein y Garciadiego suele
estar concebido bajo el signo del barroco, del exceso, de la desmesura, y no era eso
precisamente lo que pedía el texto de García Márquez, tan económico (apenas cien
páginas), tan justo en cada uno de sus adjetivos, tan claro para describir la ordalía de
ese viejo terco, empeñado en hacer de su demorada pensión y de su gallo de riña una
causa por su dignidad personal. Se diría que la primera victoria de esta versión es la
de haber conseguido el clima, el tono de la novela sin tener que serle necesariamente
fiel. La fidelidad, ya se sabe, no siempre rinde sus frutos en la compleja relación
cine-literatura. Y en este sentido, el film no es obsecuente, nunca se conforma con ser
una mera ilustración del texto. La de Ripstein y Garciadiego es siempre una relectura,
una mirada nueva, capaz de descubrir aquello que podía estar escondido en los pliegues de
esa historia tan conocida y en la que los cineastas tenían la posibilidad de encontrar su
propio mundo, aquel que han venido desarrollando durante la última década en un puñado
de films memorables. Porque lo primero que descubre Ripstein es que el Coronel de García
Márquez puede pertenecer también, por derecho propio, a su propia galería de derrotados
y sobrevivientes. El Coronel es ahora uno más de los olvidados de su cine, quizá el
olvidado por excelencia. Ya nadie se acuerda de él y aún así él sigue adelante con su
sueño, con la misma ciega obstinación de los amantes de Profundo carmesí o de los
hermanos incestuosos de La mujer del puerto. Lo que ya no hay en El coronel notiene quien
le escriba es el sonido y la furia que venían caracterizando hasta ahora ese cine,
marcado por la desesperación y la miseria. Hay otra visión más piadosa, más
compasiva en este nuevo Ripstein, y eso se nota no sólo en la ternura con que
dibuja al Coronel (que encuentra en Fernando Luján su voz y su rostro definitivos) sino
también en la manera en que pone en escena la delicada relación con su mujer, Lola (la
gran Marisa Paredes), que adquiere en esta versión un peso insospechado. Las madres
siempre han sido personajes predilectos de Ripstein y Garciadiego en Principio y
fin, en La reina de la noche y de alguna manera esta Lola se integra a esa estirpe.
Es verdad que, a diferencia de sus predecesoras, Lola parece de una paciencia y de una
bondad sin límites, pero en su intransigente rechazo del gallo que desvela a su marido,
en su duelo eterno por la muerte de su hijo, en sus celos de hembra ante la prostituta que
compone Salma Hayek (la prostituta no podía faltar en Ripstein, aunque Gabo no la hubiera
escrito) se puede intuir a una mater dolorosa extrema, inconsolable. El melodrama, que
antes se desataba en el cine de Ripstein como una tempestad, aquí adquiere la
melancólica forma del amor de dos viejos solos, que apenas si se tienen el uno al otro.
Esa pareja ya estaba prefigurada en el Papá Basilio y en la Mamá Dorita de El evangelio
de las maravillas, el film anterior de los Ripstein, pero aquí tiene como exigía
la novela otra entereza, otra dignidad. La de una mujer dispuesta a aceptar el
sacrificio del hambre y la de un hombre capaz de decir -puro, explícito,
invencible, como quería García Márquez mierda.
OPINION
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