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El Baúl de Manuel

Por M. Fernández López

Leviatán

Observadores del corazón humano destacaron el factor violencia en el hombre en sus relaciones con los demás. El dicho de Hobbes “el hombre, lobo del hombre” tuvo de inmediato una confirmación en los hechos: al republicano Cromwell no le tembló el pulso para lanzar, como política de Estado, una invasión genocida sobre Irlanda, donde la distinta religión fue pretexto para echar de sus tierras a irlandeses e instalar a colonos ingleses. Los motivos de Cromwell eran tan legítimos como los de Hirohito en China, de Hitler en Polonia, del demócrata Truman en Hiroshima o el demócrata Clinton en Yugoslavia. Sólo cambió la capacidad de destrucción. En todos los casos, los motivos de los gobernantes fueron ejecutados por los servidores del Estado como políticas nacionales. En un mundo violento, los países o son dominadores o dominados. ¿Y en el interior de los países? La violencia inter-nacional halla correspondencia en la agresión social intra-nacional, con su correspondiente ideología justificatoria: en la India, la creencia en la reencarnación justifica el perverso sistema de castas, en la Alemania nazi, la idea de la superioridad racial justifica el exterminio organizado por el Estado, etc. Pero hablamos de países extranjeros. Aquí, en las dos primeras presidencias de Perón, el periodista oficial Américo Barrios contaba por la radio las atrocidades que ocurrían en otros países, y cerraba sus micros con la frase: “Así está el mundo, mis amigos, ¡claro que no en la Argentina! ¿no le parece?”. Entre tanto, ocultaban bajo el talud de la Panamericana los cuerpos de huelguistas ferroviarios, o torturaban con picana eléctrica a opositores políticos. Luego vino algo peor: el exterminio organizado, ocultamiento de los restos y apropiación de hijos de todo aquel que caía mal a algún uniformado. No es casual que al mismo tiempo comenzase la destrucción de la industria y la pequeña y mediana empresa argentinas y la pauperización de la clase media. Ni es casual que la conducción económica fuera entregada a graduados y simpatizantes de la escuela de Chicago, sostén del neoliberalismo económico, que sometió a la gente a un darwinismo o selección del más apto: impuestos a los pobres y exenciones al capital, destrucción de los jubilados y entrega del patrimonio público, mantenimiento del poder adquisitivo del dinero al precio de dejar sin dinero a millones.


Bronca en el gallinero

No faltan entre economistas casos de áspera controversia. Y no entre segundones, sino entre los jefes. El flemático Adam Smith, fundador de la escuela clásica, contrario a las ideas de intervención de su compatriota Steuart, optó por no citar su nombre una sola vez. Igual actitud tomó Schmoller, jefe de la joven escuela histórica alemana, hacia las doctrinas de Menger, fundador de la escuela austríaca y discípulo de Roscher, fundador de la escuela histórica: “A quien en Alemania seguía otra orientación, más que refutarlo se lo ignoraba”, escribió dolido el vienés. De Malthus decía Marx, fundador del socialismo científico: “El era de hecho un plagiario profesional; lo copia a Townsend como un plagiario servil, nunca lo cita por su nombre y oculta su existencia. Comparado con los infelices economistas burgueses que predican la armonía, el único mérito de Malthus está en su énfasis particular en desarmonías, ninguna de ellas descubierta por él, que subrayó, amplió y publicó con complaciente cinismo sacerdotal”. Wicksell, cofundador de la escuela sueca y seguidor de Malthus y los austríacos, decía de Cassel, el otro cofundador: “Cassel no posee méritos ni en economía. Carece de autocrítica. Tiene el `feliz’ don de descalificar una crítica como falta de importancia, en tanto sostiene una cháchara incesante sobre diminutos granos de verdad que cree haber descubierto, así sean hechos obvios que todos conocen”. Marshall, cima del neoclasicismo inglés, fue calificado así por Keynes, creador de la macroeconomía moderna: “Un hombre muy grande, aunque supongo que untanto bobo”. Por último, Prebisch, jefe de la Cepal, decía de Friedman, jefe de la escuela de Chicago: “Presenciamos el reverdecimiento del neoclasicismo. Corresponde al doctor Milton Friedman el mérito de supremo divulgador. Nos ofrece en verdad el doctor Friedman soluciones claras y simples a los inquietantes problemas del mundo económico. Déjese obrar libremente las fuerzas de la economía, suprímanse las restricciones con que empresas y trabajadores trastornan su funcionamiento, elimínese la protección aduanera y demás trabas que se oponen a la división internacional del trabajo, y veremos surgir por doquier la prosperidad y la justicia distributiva. Nada de frenos a la actividad económica, pero sí al crecimiento del Estado: hay que ponerle un límite constitucional”.