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El Baúl de Manuel

Por M. Fernández López

El miedo nuestro de cada comicio

Inocentes padres de familia cosidos a ráfagas de ametralladora, bandas que en segundos saquean bancos, a veces con participación policial, entregadores, jueces que rápidamente liberan a los presuntos delincuentes. ¿Aquí y ahora, o allá y antes? Pueden ser ambas alternativas, como se verá. La desenfrenada carrera al poder ha llevado a sacar del primer plano a la desocupación entre las preocupaciones colectivas, mal que afecta actualmente a un quinto de la población activa, para llevar al primer lugar de los miedos a la inseguridad, que afecta potencialmente al ciento por ciento de la sociedad. La creciente violencia contra personas y bienes ha originado variadas y aun contradictorias explicaciones: entre otras, se dice que los lanzados a la marginación por la falta de trabajo, en su desesperación salen a robar; que los que roban están drogados, y por ello su agresión es más violenta; que los legisladores aliviaron los castigos a los delincuentes y ataron de manos a los policías, invitando así a delinquir. En consecuencia –se propone– debe reformarse la legislación punitiva, dar a la policía más libertad para abrir fuego, poniendo en sus manos la pena de muerte, que nuestro orden jurídico veda, suministrarles más potentes medios de represión y construir más cárceles. Como el problema tiene muchas aristas y está muy contaminado por intereses espurios, conviene que los árboles no tapen el bosque: la economía anda a la deriva (“con piloto automático”, se dice eufemísticamente) y nada se hace para frenar el desempleo –pues ésa es la filosofía del ministro del ramo– como no sea dar más ganancias a las empresas y más flexibilidad a los trabajadores. Desempleo y delincuencia crecieron al mismo paso. Conocemos el caso análogo del presidente Hoover en los EE.UU.: en 1929 las economías capitalistas comenzaron a ver crecer el desempleo, hasta que su peso se volvió intolerable. En 1932/33 la recesión tocó fondo, el caos reinaba en el sistema policial y la ola de crímenes y secuestros era enorme. En 1933 Roosevelt reemplazó a Hoover en la presidencia de EE.UU. y emprendió una durísima batalla contra el desempleo, centrada en el aprovechamiento y regulación hidráulica del valle del Tennesee. La obra no sólo dio empleo, sino terminó con el crimen y la inseguridad. En un par de años terminó el reinado de los Capone, los Dillinger, los Barker y los Bonnie y Clyde.


Niños de Hiroshima

La economía clásica (siglos 18 y 19) fue la única etapa de la ciencia económica en que la distribución funcional del ingreso y el nivel de vida de las familias merecía una atención preferente. Adam Smith se refirió a la calidad de vida de las familias en el ámbito de tres hipótesis sobre el crecimiento económico: crecimiento nulo o estado estacionario, crecimiento positivo o estado progresivo y crecimiento negativo o estado declinante. En el primero, el jefe de la familia ganaba lo justo para subsistir; en el segundo, un salario superior al costo de la subsistencia; y en el tercero, ni siquiera se alcanzaba a cubrir la subsistencia más elemental. El salario era el cepo que limitaba la calidad de la vida de cada miembro del grupo familiar. Pero en las familias, sus miembros más tiernos eran los más sensibles a cambios en la calidad de vida, para mejor o para peor: si eran para mejor, era más alta la expectativa de vida de los neonatos; si eran para peor, se reducía la expectativa de vida. Cuando las subsistencias escasean, decía Malthus, la naturaleza le ordenaba a la población excedente que se vaya, y ella misma se encargaba de cumplir su orden. ¿Quiénes se iban? El célebre mecanismo malthusiano de “ajuste” de la población –el de los “frenos positivos”– operaba a través de los decesos infantiles. Era en cierto sentido un método para impedir la expansión indefinida de la pobreza, pues así como los pobres son más prolíficos, la mortandad infantil también es entre ellos muy elevada. El hombre nunca logró –acaso nunca lo buscó– eliminar la mortalidad infantil por causas evitables. Sí logró “democratizar” la mortalidad infantil, exterminando por igual a niños sin discriminarlos por su clase social, raza o religión. La industria armamentista, necesitada de pruebas de la eficacia de sus productos, y la nación gendarme, necesitada de exhibir la posesión de armas invencibles, produjeron la tragedia de Hiroshima un 6 de agosto, el actual “día del niño”. Hoy la globalización y el neoliberalismo nos ha devuelto a las fuentes: cuando un desequilibrio macroeconómico por déficit en el balance comercial nos manda a todos achicarnos, una parte de la población deberá renunciar a sostener a su familia, otra parte deberá renunciar a la educación más elemental y convertirse en “niños de la calle”, y otra parte sólo tendrá vida efímera, al nacer sin probabilidad de sobrevivir.