Deme toda la plata doña, o le doy un puntazo. Lo primero es el desconcierto. Lo miro a los ojos y él muestra un brillo de metal que no distingo. Repite la amenaza para que vea que no miente. No puede tener más de doce años. Y el cálculo tendría sentido si no supiéramos que en la calle los chicos crecen rápido. Toda la plata que tengo son cinco pesos. Mire que le doy un puntazo, insiste y desde adentro del auto me resulta imposible imaginarlo. Estamos en el medio de la 9 de Julio. Pero el miedo apenas afloja. El que lo acompaña pide un cigarrillo. Sólo uno, no quiere todo el paquete. Antes de irse corriendo el más chico, el de la punta me dice de un tirón: ¿Sabe por qué hago esto, doña? Porque mi mamá está enferma y se va a morir. El tiempo me habla al oído. Tiene una voz que conserva el pulso de los segundos, como un martillo que llega cada vez más profundo, más hondo, hasta ese final que no podemos mirar. Mis fantasías de muerte son tan secretas que a veces yacer boca arriba se me ocurre una traición de mi inconsciente. Nada puedo hacer para detener el curso de los días. El lunes sigue al encuentro de los domingos, corro por la semana como si fuera a alguna parte. No me quedo con nada. Hacia delante el resto es siempre el mismo. No puedo situar un momento en el que aceptaría irme sin tristeza. Quiero verlo todo, amarlo todo. Ya no me importa grabar mi nombre sobre las piedras. ¿Por qué abandonar la tristeza? Sabiduría no es mi mejor compañera. Y la tristeza también pasa, el tiempo la hundirá como a todo lo demás. Entonces eso que quede de mí será como una foto, la postal de ese sueño que se irá desvaneciendo con la memoria de los que me quisieron. ¿Servirá de algo a mis muertos que yo los recuerde? ¿Les gustará que los llame míos? Mi problema es que no busco un sentido para la vida, porque el desborde de sinsentidos me alcanza para gozar como una perra. Es cierto, hay que pensar en ganarse la vida. Si no fuera por eso sería igual escribir bien o mal, igual podría reunirme en cónclave y regalarnos los versos como cañitas voladoras, un instante de luz y nada más. Hoy todo es una metáfora de lo mismo. El hospital siempre es un buen termómetro. Encuentro gente que hace dos años se sentía desahuciada y hoy está rozagante, compartiendo con todos la incertidumbre de un futuro que no tiene límites precisos. Ya sentimos el día después del sobreviviente, cuando vida y muerte vuelven a fundirse en la mancha de lo cotidiano. Ahora es cuando la resistencia se pone a prueba. Conservarnos adentro como esa joya que nos creímos alguna vez. Es bueno que las pastillas se hagan invisibles. Que el hábito borre la carga y la sorpresa de ingerir químicos cada ocho horas para mantenerse con vida. Los análisis siguen sonando como alarmas, pero depende sólo de nosotros corregir el rumbo. Es menos romántico que una muerte súbita, por este trabajo invisible de seguir vivos hicimos infinitas promesas. Y ahora aquí está, presente y sin festejos. Otros siguen muriendo. A ellos mismos no les importa, nada entre los días los detiene. Sólo importa que se apaguen de a uno, conseguir lo necesario para que no grite el alma. Aunque cueste empuñar un cuchillito asomado a la ventanilla de cualquier auto. Marta Dillon |