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Historias de los pibes del Abasto, un barrio con dos caras

la ley de la calle

Al lado del shopping más grande de la ciudad asoma una dura y más oscura realidad que no sabe de gente brillante y feliz. Un recorrido por las calles del barrio eterno de Carlos Gardel y musa inspiradora de una canción inolvidable de Luca Prodan sirve para reflejar el contraste. Aquí, una crónica de los días difíciles entre vih, drogas pesadas y baratas y verdadero no future.

RAQUEL ROBLES
FOTOS: TAMARA PINCO

“Se cumplió la ley de Dios
porque sus culpas ya pagó
quien tanto daño te hizo”

Escribió para una tal Gricel José María Contursi, hijo de Pascual, el autor de “Mi noche triste”, el primer tango que grabó Carlos Gardel (a) “El morocho del Abasto”. José María fue protagonista de una de las historias de amor más tristes que tuvo el tango. Después de muchos desencuentros, con la vida casi hecha, se juntaron por fin. Pero el alcohol ya había hecho estragos en el cuerpo de José María y murió en brazos de su amada en 1972, culpa de un hígado que no aguantó el ritmo. Otro José María Contursi, nieto de Pascual, no escribió tangos pero los cantó. Como su papá y su abuelo murió apenas pasados los cuarenta, también a causa del alcohol. 1999. Anita Contursi tiene 16 años, no canta ni escucha tangos, más bien le gusta la cumbia. No es adicta al alcohol, aunque de vez en cuando pueda emborracharse. Ella está prendida de “la lata”, “base” o “coraje”, que nombran a la pasta base, residuo de la cocaína, que mezclado con cenizas de cigarrillo se fuma en improvisadas pipas hechas con latitas de gaseosas.

Los Contursi no sólo tienen en común la vida peligrosa, comparten también un mismo escenario: el barrio del Abasto. Un barrio que desde el mercado de verduras y las tanguerías, hasta el shopping más grande de la ciudad y las casas tomadas, ha sabido ser paisaje de historias densas donde la vida y la muerte son la cara y ceca de una moneda que todo el tiempo está volando por los aires.

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Micaela tiene quince años y va a segundo año en la escuela Bartolomé Mitre, una de las dos secundarias que recibe chicos del Abasto y Balvanera. Con sus cabellos largos y su sonrisa amplia, es portadora de una belleza simple pero intensa. Se nota que está preocupada por la suerte de sus amigos. Cuenta la historia de Anita, su amiga desde hace tres años, no porque le guste hablar de los demás, sino porque la ilusiona pensar que contándola podrá ayudar. Micaela conoció a Anita paseando a su perra doberman por el barrio. Eran vecinas y las dos frecuentaban la placita de Paraguay y Jean Jaurés. En esa época Anita vivía con su mamá, una mujer que había probado todas las drogas y se había quedado finalmente con “la lata”, más barata, más directa y más fácil de conseguir. Ella fumaba sólo marihuana y freeway, una mezcla de marihuana con un poquito de pasta base. Un día le dio curiosidad, pidió probar de fumar pasta base sola y su mamá le convidó. Le gustó. Le gustó además poder compartir algo con ella, que siempre estaba como en su mundo sin mucho ánimo para la comunicación filial. A la que no le gustó nada fue a la hermana de Anita. Más grande y con una vida separada de la tradición de los Contursi decidió llevársela a vivir con ella. Allá fueron, al barrio de Caballito, a una casa linda y cómoda. Un año intentó la convivencia con la familia de su hermana, que incluía un marido y una hijita de cinco años. Hasta fue al colegio todas las noches, casi sin faltar. Lo único que tenía que hacer era ir a buscar a su sobrina al jardín y cuidarla unas pocas horas hasta que los padres volvieran del trabajo. Algo de su antiguo barrio la llamaba, sin embargo, o de su historia, o quién sabe. La cuestión es que se escapó de su casa y se fue a vivir con su novio a un conventillo de la cortada Carlos Gardel, en el corazón del Abasto. Su mamá ya había perdido la casa y vivía en hoteles que le pagaba su hija mayor. Anita volvió a “la lata”, aunque sin decirle nada a su novio, porque a él no le gustaba. Lo que sí le gustaba era pegarle con cualquier pretexto. Descubrirla drogada era su favorito. Un día le pegó tanto que terminó en el hospital y ése fue el fin de la relación. Se peleó también con la familia de su novio y entonces ya no lequedó lugar donde vivir. A lo de su hermana no quería volver; su mamá no estaba ubicable y Micaela sólo podía tenerla en su casa un tiempo. Por esos días conoció a Marito y se enamoró. Marito era ya adicto a la pasta base, pero eso no le impedía amarla. Juntos empezaron a pasar las horas y a compartir la rueda de fumar, conseguir plata para comprar, buscar quién la vendiera -algo muy fácil en el barrio- y volver a fumar. Como nidito de amor encontraron las construcciones del ex ferrocarril Sarmiento, en Perón entre Jean Jaurés y Anchorena. Todo fue bien hasta que Marito perdió en un robo y se lo llevaron al Instituto Roca de Menores. Anita lo extraña y todavía lo quiere. Sale con otros chicos a veces, pero no es lo mismo que con Marito.

Su hermana la busca y hay días en los que quiere volver y días en los que quiere seguir viviendo en la calle. Su amiga Micaela le lleva todos los días el sanguchito que le dan en el colegio (a veces, su única comida). A veces tiene más suerte. Se encuentra con su mamá de vez en cuando y juntas transan alguna ropa por “base” y comparten la droga que consiguen. Micaela insiste en su cruzada por salvarla, aunque por momentos se cansa. “Yo le digo que la quiero, que no sea estúpida, que vaya al colegio. Ella me dice que quiere dejar, pero más adelante. A mí me duele lo que se hace. Me duele y me da bronca también, porque ella podría hacer muchas cosas. Es una chica muy inteligente.”

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Anita no vive sola en las viejas dependencias del ferrocarril. Otros 15 chicos entre niños y adolescentes se refugian en esa cuadra de construcciones a medio terminar, como casitas bajas de un barrio obrero abandonado. Desde el puente de Jean Jaurés hasta el de Anchorena los pibes encontraron un lugar que ya les es casi propio. Por fuera hay una cerca de rejas no muy alta sobre la que se apoyan carteles que venden cualquier cosa, candidatos políticos, cigarrillos o chicles. Entre cartel y cartel, una distancia de unos treinta centímetros deja ver a los chicos que descansan bajo un sol de otoño que dan ganas de dormir la siesta sobre el pasto. Adentro se adivina la rutina de la vida diaria. En los umbrales de todas las casitas hay chicos, alguno que otro está sentado en una silla, la mayoría se deja caer en el piso. Están como muy a la vista, con la impunidad de los enajenados. Aunque también es cierto que es difícil encontrar un ángulo desde donde observar sin sentirse intimidado. Hay un chico flaquito que se separa del resto. Lleva pantalones de tiro muy bajo. De lejos parece casi un niño, de cerca se nota que pronto será un adulto. Entra en una construcción aún más precaria que las demás, algo alejada del resto. Lo acompaña una chica. Se demoran un rato. Después sale, cruza la calle, intercambia algo con alguien y vuelve con la mano ahuecada y el cigarrillo colgando de los labios. Más tarde se sacará las zapatillas que dejará muy prolijamente en la entrada de su refugio y saldrá a pedir monedas a los conductores de los autos que paran en el semáforo de la esquina.

Un niño de unos diez años se ocupa de la otra esquina. Después se juntan a hacer cuentas. Se acerca otra chica y todos se inclinan sobre las monedas mientras van sumando. Es el momento del relevo. Desde el interior sale otra chica, que también se saca las zapatillas y se arremanga los pantalones para dejar al descubierto unos tobillos muy finitos. Hay algo en ella que delata su feminidad. Algo indefinible pero contundente. Por lo demás podría ser un pibito cualquiera, esmirriado y petiso, con su gorrita con visera y su bucito floreado. La chica es algo menos arisca que los demás. Mira a los ojos y no evita el contacto físico al hablar. Las primeras palabras son para pedir unas monedas, claro, pero después acepta conversar sobre otras cosas entre semáforo y semáforo. Sin embargo poco después de pasar las presentaciones, hay que interrumpir el intercambio de fuego y cigarrillos. Dos señores muy trajeados se meten en la guarida delos pibes como pancho por su casa. Uno de ellos tiene una camarita de fotos y retrata todo lo que ve a su paso. Algunos chicos están demasiado fisurados para reaccionar, otros les salen al cruce. Los hombres dicen ser del Ente Regulador de Ferrocarriles y que tienen que desalojar las instalaciones. Algunos chicos piden quedarse un ratito, otros siguen tomando sol. Los señores advierten que si no se van llamarán a un servicio de asistencia de la Municipalidad, y si se comprueba que adentro hay drogas, entonces será la policía la que intervenga. La chica que pide monedas observa desde la esquina sin descuidar su trabajo. Tres pibes se van, entre ellos el niño. Los demás no muestran mayores preocupaciones, como si lo que escuchan les llegara desde muy lejos y les costara demasiado trabajo tomar una decisión. Los hombres se suben a una camioneta Ford, algo desvencijada para unos trajes tan caros y se pierden en la tarde.

Mauricio, Mario y Rosa son otros amigos de Micaela y de Anita que también viven ahí. Los tres tienen vih. A ninguno de los tres parece importarles mucho. “De algo hay que morir” dicen, mientras hacen un gesto que delata indiferencia. De muchos otros amigos se supone o se intuye que están infectados, pero sólo lo saben con certeza los que han caído presos, o han estado en algún instituto de menores donde la reglamentación obliga a hacerse el análisis. También se enteran en el hospital las chicas que quedan embarazadas, cuando llega el momento de parir. Todos fuman “base”, ninguno se inyecta, por lo que están seguros de haberse contagiado por vía sexual.

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A pocas cuadras de allí están las dos cortadas que todo el mundo en el barrio coincide en llamar “las más peligrosas”: Carlos Gardel y Zelaya. En la esquina de la primera todavía se puede adivinar la fachada de Chanta 4, un bar que supo ser centro de reunión de tangueros. Después el paisaje de las casas tomadas se repite. Una entrada oscura que no invita a asomar la nariz. Por las ventanas se ven sábanas que cuelgan y ropas de colores que se secan al sol. Muchos de los habitantes, si no la mayoría, son peruanos. En la vereda los niños juegan y los adultos esperan. Algo, que pase algo que les devuelva la inversión de ilusiones que los hizo venir hasta acá. Dicen que son estos inmigrantes los mayores proveedores de la pasta base. Y debe ser cierto, aunque no menos cierto es que casi todo lo malo que pasa en este barrio es cómodamente endilgado a los peruanos.

Otro lugar de evidente concentración de inmigrantes proveniente del altiplano es la Galería LH, en Corrientes y Azcuénaga, otrora gran centro comercial donde la gente hacía cola para entrar a los restaurantes de moda. Ahora son los olores y los modos del Perú los que habitan el edificio. El ceviche, comida típica hecha con pescado crudo y verduras en caldo, cocinado en numerosos y pequeños comedores, se hace sentir. Como las miradas duras, que son más ostensibles a cada paso. Las escaleras mecánicas enhebran seis pisos y un gran sótano. Desde la planta baja hasta el último piso la precariedad va creciendo como crece en el conurbano a medida que se aleja de la Capital. En el hall, hombres de piel oscura y celulares a los costados del pantalón como si fueran armas de modernos cowboys hacen saber en seguida que ése no es un lugar para pasear, mucho menos para curiosear. Para divertirse: Chevere Latino en el sótano de la galería, un gran espacio con una pequeña entrada donde no hay baños ni mostrador y las cervezas se venden por cajón. También encuentran un lugar de esparcimiento en Latino 11 y Popularísimo.

Todo está bien compartimentado, tal como es común en el barrio del Abasto. Donde van los peruanos no van los argentinos -que suelen elegir El Reventón de Mitre y Jean Jaurés para bailar cumbia- y por supuesto ninguno de estos lugares es elegido por la comunidad judía para pasar un buen rato. Los grupos no se mezclan. Comparten el mismo escenario, perocada cual sabe de dónde viene y cuál es su lugar. Los judíos con sus templos parapetados detrás de los grandes maceteros de cemento, como una advertencia permanente de que todo puede volar por los aires, en cualquier momento. Con sus familias numerosas, las tradicionales sederías, las mujeres con pelucas y polleras largas, los hombres con sobretodo y kipa.

Y en el centro, equidistante de todos, el shopping más grande de la ciudad. El monstruo de tres pisos de subsuelo y otros tantos hacia arriba construido en 1934 por un yugoslavo y dos argentinos para concentrar la venta de frutas y verduras, hoy es un complejo de 200 negocios, 12 cines y 170 millones de pesos de inversión. Ya no se ve a los puesteros cruzarse al banco de enfrente con la recaudación del mes desbordando los delantales. Tampoco se los ve ir en los ratos libres a la cantina El 88 en Corrientes y Agüero, a jugar por plata a las cartas, ni engominarse en los baños del mercado para ir a bailar unos tangazos a Chanta 4 o Mare de Argento los viernes a la noche después de concluida la faena. Tampoco está más Luca Prodan, que vivió poco por el barrio pero que escribió una canción que lo hizo recibir de porteño. Ahora todo es moderno y brillante, atento a las necesidades de mercado. Aunque alrededor todo se caiga a pedazos y los vidrios espejados reflejen casas tapiadas y chatarra acumulada. Aunque los pibes, a un par de cuadras, sigan viviendo. O muriendo, cada día. Micaela, Anita y sus amigos son del Abasto y no se imaginan en otro barrio. Pasan sus tardes escuchando cumbia, Los Redondos, Bob Marley, Los Piojos, La Renga, Viejas Locas y mucho Rock Chabón. No son tangueros como sus antecesores, pero hablan de las mismas cosas: el alcohol, las drogas, la prostitución, los inmigrantes y la pelea diaria por el mango. A veces todo parece una “herida absurda”, un callejón sin salida donde lo único seguro es una vida corta y atormentada. Otras, alguna mano solidaria como la de Micaela trae una lucecita de esperanza.