MARTA DILLON
Miro
en mis manos. Las miro y busco en el cuenco que forman el rastro de
lo que contuvieron. No veo nada. Si las cierro sólo el aire se
escapa entre los dedos, aunque en ellas habite un rumor de vidas vividas
a fuerza de voluntad y deseo. Manos peregrinas que todo lo aferran y
todo, inevitablemente, lo sueltan. O se escapa de ellas. Destino inexorable
el de dejar partir aquello que alguna vez completó cada forma
vacía, cada hueco, cada grieta por la que se escurre el tiempo.
Nada dura tanto como para poder poseerlo. Nada queda entre estos dedos
más que el rastro de un perfume como la imagen de un sueño,
borrosa y esquiva, deformada por el cincel de las intenciones que todo
intentan modelarlo a imagen y semejanza del deseo. Estas manos dieron
forma al dolor y la alegría y sin embargo no son más que
dos manos que corren tras las teclas como el único refugio posible
para tanta ausencia. Tanta ausencia que no es más ni menos que
la necesaria para seguir en el camino, descorriendo los telones de la
noche, rasgando con paciencia los muros que adivinan mis ojos ciegos
cuando ciegos están de ver siempre lo mismo. Hoy todo me habla
del fulgor y la decadencia, las calas en el jardín se ajan bajo
la lluvia que en plena primavera nos devuelve al invierno. Y en otra
esquina de este mismo jardín en el que me miro como en un espejo,
una flor que nunca había florecido se yergue sobre las cañas
a una altura inexplicable. En esta espiral infinita acomodo mis únicas
seguridades, lo único que permanece es este ritmo de las cosas
que viven y mueren, que florecen y se pudren, que alumbran y se ocultan
detrás de los velos negros que estas manos, siempre, intentan
derribar. Yo misma cambio y me someto al cambio no sin rebeldía.
Aunque haya en el aire un perfume que dice mi nombre y los nombres de
los que me precedieron y me seguirán, el duelo sin fin de no
poder permanecer siempre de pie es la constante y la fuga. Aprender
a soltar de estas manos los jirones de lo que creía mío
para siempre es como un despertar violento que me deja en el camino,
otra vez, como una huérfana, como huérfanos todos alguna
vez dimos nuestro primer paso. Nada se retiene, ni siquiera la experiencia.
Los mismo errores acechan a pesar de lo aprendido y también los
mismos gozos nos besan de tanto en tanto con la boca fresca de quien
por primera vez entrega sus jugos. Aquí, de pie y con las manos
vacías, intento una vez más un recuento de mis posesiones.
No tengo nada y lo tengo todo. Porque en el vaivén de esta marea
se acuna el mar del que a veces soy la espuma y otras la violencia de
las olas. Aunque alguna voz, algún amor, me susurre al oído
que tampoco es posible ni justo decir que nada queda cuando la experiencia
me ha puesto en este lugar en el mundo, móvil e impreciso, pero
mío al fin y al cabo.