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El increíble
Anton Karas
El
cuarto hombre
Orson
Welles no llegaba, Joseph Cotten se negaba a actuar con él, Graham
Greene se iba de putas, el productor David Selznick se sumergía
en la benzedrina... La filmación de El tercer hombre en la Viena
de posguerra amenazaba ser un calvario para su director, el genial Carol
Reed... hasta que oyó en una fiesta el sonido de una cítara
y encontró el socio ideal para convertir ese thriller en una obra
de arte. Conozca la increíble historia de Anton Karas, el hombre
de la cítara de oro.
POR RODRIGO FRESAN
La
filmación de El tercer hombre junto con la de Casablanca
es uno de esos contadísimos casos en la historia del cine donde
todo lo que pudo salir mal salió formidablemente mejor de lo esperado.
Un cóctel explosivo de personalidades difíciles (el sinuoso
Graham Greene, el inasible Orson Welles, el siempre malhumorado Joseph
Cotten), las complicaciones de filmar en tierra extraña (las alcantarillas
de la Viena ocupada de posguerra) y el duelo entre productores (David
Selznick por los norteamericanos y Alexander Korda por los británicos)
resultó en la magistral película de Carol Reed que cincuenta
años después de su estreno acaba de ser consagrada
como la mejor en toda la historia del cine inglés y reestrenada
en su versión original en todo el mundo. Nunca tantos les debieron
tanto a tan pocos, hubiera dicho Winston Churchill. Uno de esos pocos
a quienes se le debe tanto fue un músico hasta entonces desconocido:
Anton Karas, el hombre de la cítara de oro.
1 Carol Reed llega a Viena para filmar una película sobre
la amistad y la traición llamada El tercer hombre. Reed es uno
de los directores de cine más justamente respetados de su época.
Sabe que no será un trabajo fácil. Viene de soportar maratones
dialécticos con un Selznick que desborda benzedrina, en reuniones
que duran horas y en las que el magnate se empeña en que el personaje
escritor de westerns norteamericano Rollo Martins sea un héroe
y no un imbécil, mientras dicta apuntes inútiles del
tipo Harry Lime debe usar siempre medias verdes, aun teniendo
en cuenta que la película será en blanco y negro. Reed está
cansado del interminable proceso de casting (donde entraron y salieron
nombres como Robert Mitchum para el rol de Harry Lime y James Stewart
para el de Rollo Martins, además de Cary Grant, Robert Taylor,
Barbara Stanwyck, David Niven y Rex Harrison). Reed está cansado
de que Welles no llegue nunca a Viena, que nadie sepa dónde está
y que, cuando llega, desaparezca. Reed está cansado de que Greene
se la pase intrigando con sus amiguetes del servicio secreto y emborrachándose
en cabarets de putas para sentir el Mal. Reed está
cansado de que Cotten se la pase mascullando por los rincones que detesta
tener que volver a actuar con Orson, quien no sabe nada de actuación,
mientras lamenta no poder salir de juerga con los otros ya que está
viajando con su mujer (quien, meses atrás, intentó suicidarse
un par de veces al descubrir una aventura sentimental de su marido). Reed
está cansado de preocuparse porque van a filmar de noche durante
el otoño e invierno vienés y tienen que ganarle a la nieve.
Así están las cosas. Reed quiere hacer algo más que
el comedy thriller al que se refieren los memos de los estudios. Le gusta
filmar, pero lo que más le gusta es montar el film: en su siguiente
película Outcast of the Islands se las arreglará
para compaginar un plano de Trevor Howard en Sri Lanka con uno de Robert
Morley en los estudios Shepperton de Londres y el de un pequeño
niño malayo en Indonesia. Todo en una misma escena, sin que nadie
se dé cuenta. Reed ya decidió que hará algo parecido
con las calles de Viena: armar una Viena de proporciones imposibles, para
que Harry Lime y Rollo Martins se pierdan y se encuentren en sus calles.
Lo dicho: un trabajo nada fácil. Tal vez por eso decide aceptar
la invitación a una fiesta de bienvenida: para distraerse un poco.
Es entonces cuando, whisky en mano, escucha una musiquita interpretada
por un hombrecito que sostiene un instrumentito que parece una cruza entre
guitarra y arpa. Pregunta. Le responden que es una cítara. A la
mañana siguiente, dando vueltas en su larga cama Reed mide
casi dos metros de la suite
en el hotel Astoria, no puede sacarse el asunto de los tímpanos.
Esa maldita cítara es algo fabuloso. Tenemos que meterla
en la película. Ve a buscar al hombre que la tocaba, le dice
a su asistente Guy Hamilton. No será fácil encontrarlo.
2 La única foto de Anton Karas que aparece en el recién
aparecido In Search of the Third Man (publicado en Inglaterra por Methuen)
muestra a un hombre con cara de nada, sentado frente a una mesa de cocina
donde apoya su instrumento. Al fondo y fuera de foco, Carol Reed supervisa
la grabación de una banda de sonido que no sólo revolucionaría
el concepto de música para cine sino que se convertiría
en el single más vendido en la historia del imperio hasta la fecha
(40 millones de copias). En la foto, Karas no demuestra emoción
alguna, pero hay en su pose cierto aire de incredulidad ante su suerte.
La suerte de aquel que ha sido encontrado por la suerte. Pero no enseguida.
Los anfitriones le dicen a Guy Hamilton que la música venía
incluida en el servicio de catering de la fiesta, no tienen la menor idea
de dónde encontrar al hombrecito, ni siquiera saben cómo
se llama. Reed no quiere a ningún otro músico, ninguna otra
cítara. Y quiere esa melodía. Se la pasa silbándola,
filma escenas enteras pensando en esa melodía. Casi por casualidad,
Hamilton encuentra a Anton Karas en un heurigen pequeños
bares donde se vende vino de estación y lo lleva al Hotel
Astoria. Ahí está el pequeño Karas, con un sobretodo
viejo y un maletín de cuero gastado, frente al gigante en pijamas.
Reed le ordena que toque para un viejo grabador Klangfilm. Karas ejecuta
sentidas versiones de Danubio azul y La Vie en Rose,
música para acariciar turistas. Reed lanza un aullido y demora
lo suyo en hacerse entender: quiere la otra música.
Karas tiembla, obedece y toca durante una hora algo que, poco después,
será rebautizado The Harry Lime Theme.
3 Semanas más tarde, en Londres, Reed no sabe muy bien qué
hacer con la música de Karas. Primero se inclina por usarla como
leit-motiv musical a lo largo de la película y reservarse la parte
de la persecución para una orquesta. Pero a la hora de montar la
inolvidable y perfecta escena final Aida Valli en el rol de Anna
Schmidt caminando desde lejos hacia Rollo Martins para pasar de largo
sin dedicarle una mirada, Reed toma una decisión revolucionaria:
música de Karas aquí también, nada más que
música de Karas para toda la película. Decisión revolucionaria:
los años 40 fueron la gran era de la música orquestal para
películas. Usar nada más que una cítara, ejemplifica
Drazin en su libro, era el equivalente de Steven Spielberg descartando
a John Williams para poner a un desconocido con una ocarina en su lugar.
Al director
musical de London Films, Hubert Clifford, el asunto no le causó
la menor gracia. Era un fanático de la Royal Philarmonic y el sonido
de esa cítara le ponía los nervios de punta. Reed insiste.
Clifford dice de acuerdo, pero si Karas queda afuera y, en su lugar, va
un músico profesional que, por lo menos, sepa leer música.
Reed dijo que tenía que ser Anton. Así llegó Karas
a Londres a finales de mayo de 1949, sin entender del todo qué
se pretendía de él. Porque seguía sin entender una
sola palabra de inglés.
4 Plano de Anton Karas frente a una pantalla donde se proyecta
una y otra vez El tercer hombre, noche tras noche. El músico no
entiende la trama; el director no entiende al músico. El presidente
de los estudios asiste a una función privada y le manda a Reed
un telegrama: Querido Carol, vi El tercer hombre la otra noche.
Me encantó. Creo que va a ser un gran éxito. Pero, por el
amor de Dios, saca ese maldito banjo. Reed estruja y arroja al suelo
el telegrama y decide ir aun más lejos: la secuencia de apertura
de El tercer hombre será una cítara en primerísimo
plano, las cuerdas moviéndose impulsadas por un Anton Karas invisible,
la música como otro de los protagonistas. Karas regresa a Viena
el día después del estreno londinense de El tercer hombre.
Sólo quiere volver junto a su esposa Kate y su hija Menkerl; todo
aquello ha sido un trabajo inesperado y bien pago: trescientas libras
esterlinas, antes de volver a tocar en los bares y fiestas. Semanas más
tarde alguien le dice que es una de las estrellas dela película.
Críticos y público se vuelven locos con su música.
Una de las publicidades proclama: Graham Greene lo creó...
Carol Reed le dio vida... Aida Valli lo encontró... y la música
de Anton Karas lo sigue a todas partes. En Londres todos buscan
a Karas, pero nadie en los estudios da una pista. En octubre de 1949,
la discográfica Decca lanza el single. En el lado A, The
Harry Lime Theme; en el lado B, The Café Mozart Waltz.
Para mediados de noviembre se han vendido medio millón de copias.
Todos los músicos profesionales se apresuran a aprenderse la melodía
y a comprarse cítaras no es sencillo encontrarlas porque
es lo único que les pide el público. El 10 de diciembre
The Harry Lime Theme alcanza el número dos en la lista
de Melody Maker.
5 Karas no recibe un chelín de toda esta locura. El contrato
que firmó lo ha obligado a renunciar a su copyright. No era explotación:
sencillamente, la música para películas no existía
por entonces como producto propio. En London Films, sin embargo, son caballeros
agradecidos y consienten en darle el 50 por ciento de las ganancias por
venta de discos y partituras. En Estados Unidos aún no se ha estrenado
la película, pero el demencial Selznick ya está al tanto
de la histeria de la cítara y le pide de rodillas a Noël Coward
(quien inicialmente había sido otro de los candidatos fuertes para
el rol de Harry Lime) que arrime su versión. Coward responde ni
lo sueñes, cariño. Selznick organiza un concurso entre
los mejores letristas de canciones, para ponerle versos a la melodía.
Gana una horrible letra de Buddy Bernier que dice cosas como El
amor siempre es para vivir de a dos, nunca de a tres. El popular
Guy Lombardo y sus Royal Canadians registran una versión tan apresurada
como eficaz con solo de guitarra y la llevan al primer puesto de ventas
(la versión original de Karas pondrá las cosas en su lugar:
acabará siendo el tercer disco más popular del año
después de The Tennessee Waltz de Patti Page y el Goodnight
Irene de Gordon Jenkins & The Weavers, relegando a Lombardo
a la cuarta posición). Para cuando se estrena El tercer hombre
en Estados Unidos, el público corre a verla por la música.
Dicen que era casi imposible escuchar los diálogos y que a nadie
le importaba si Harry Lime estaba vivo o muerto: lo único que hacía
la gente en las butacas era silbar en la oscuridad con todo el aire de
sus pulmones.
6 Karas volvió a Londres en noviembre de 1949. Era, ahora,
una estrella del mundo del espectáculo: Mi éxito me
parece un sueño. Lo único que me interesa es hacer mucho
dinero y volver con mi familia en Viena, le dijo al corresponsal
del New York Herald Tribune. Arrancó tocando dos veces por semana
en el prestigioso Empress Club. La primera noche repitió The
Harry Lime Theme a pedido de la princesa Margaret. Volvió
a ejecutarlo seis veces durante la siguiente hora y media. Dos días
más tarde hizo lo propio ante el Rey y la Reina y luego se embarcó
en un tour inglés donde agotaba entradas y dejaba en la puerta
hasta a mil adictos a la cítara. Pronto empezó a cansarse.
Iba a pubs envuelto en una bufanda. Les pedía a sus amigos ingleses
que no dijeran en voz alta su nombre en lugares públicos porque
estoy de incógnito. En febrero de 1950, llegó
a Nueva York para el estreno de El tercer hombre, en una versión
que para desesperación de Carol Reed y Alexander Korda
había sido toqueteada por Selznick dejándola con once minutos
menos, eliminando parlamentos vitales y suplantando el prólogo
en off leído por Reed por otro recitado por Cotten. Desde su nube
benzedrínica, a Selznick sólo le importaba una cosa: El
hombrecito tiene que ser nuestro. Si no contamos con Karas, será
como edificar un rascacielos sobre arenas movedizas. Pero, después
de abrir un par de funciones con su música en vivo, el vienés
volvió aterrorizado al Viejo Mundo donde llegó a tocar para
el papa Pío XII. Aquel músico de catering ya era con
35 mil libras esterlinas en el bolsillo el artistamejor pago en
toda la historia de Austria. Sus compatriotas, que habían considerado
al film de Reed falso e irrespetuoso, lo recibieron como a un héroe
que había devuelto el orgullo perdido a una nación alguna
vez poderosa y ahora en ruinas. Karas comprendió que su carrera
no iba a ser larga y usó sus ganancias para comprar un bar que
bautizó Der Dritte Man. Allí, en el centro exacto de cada
noche, se oía un redoble de tambores y el dueño aparecía
de smoking, con la cítara bajo el brazo, dispuesto a tocar todas
las veces que fuera necesario The Harry Lime Theme, esa melodía
universalmente conocida como El tema de El tercer hombre.
7 Anton Karas nunca se olvidó de su benefactor y defensor
a muerte. En los fondos de su bar tenía una habitación con
una cama larga siempre dispuesta para Carol Reed, y una de sus contadas
composiciones originales después de la película se llamó
The Karol Theme. Reed nunca durmió en la cama que le
dedicó Anton Karas, pero el músico viajó a Londres
en 1976, para tocar en los funerales del director la melodía que
los dos habían hecho famosa para siempre. La historia de la amistad
musical y sin palabras entre ambos es uno de los capítulos más
nobles del libro donde Drazin se dedica a dar por los suelos con varias
leyendas. Por ejemplo: Graham Greene basó el personaje de Harry
Lime en los años mozos de Kim Philby señalándolo
con elegancia como espía años antes de que fuera descubierto
como el tercer hombre del triángulo de dobles agentes
soviéticos Burgess y MacLean. Además le robó buena
parte de la trama a Peter Smollett, corresponsal de The Times en Viena,
y hubo hasta tres guionistas más que no figuran en los créditos.
Orson Welles quien se dedicó a alimentar con su silencio
la leyenda durante años no ofreció dirección
alguna a la célebre secuencia de las alcantarillas que muchos le
atribuyen, y su parrafada de los relojes cucú es una inteligentísima
reescritura de una conferencia de James McNeill Whistler. La lucha por
la supremacía entre Selznick y Korda acabó perjudicando
la carrera del film, que sólo
recibió tres nominaciones para los Oscars de 1950. Si bien el camarógrafo
Robert Krasker ganó la estatuilla a la mejor fotografía,
no fue el responsable de la escena de la primera aparición de Harry
Lime en el portal ni de la del final, cuando Aida Valli camina y camina
y camina ignorando a Joseph Cotten al costado del camino (ambas fueron
filmadas por Hans Schneeberger, ex amante de Leni Riefensthal, que pasaba
por ahí, comía todo el tiempo sandwiches de ajo y, tal vez
por eso, no figura en los títulos).
8 Al final, no importa. Una película es un trabajo de grupo
y El tercer hombre es uno de esos contados ejemplos donde los límites
entre un nombre y otro acaban siendo cubiertos por la sombra poderosa
del producto final. En cuanto al final de esta historia, tiene lugar como
el de tantas otras en un cementerio. En el último capítulo
de In Search of the Third Man, se cuenta que Carol Reed llegó a
la locación una helada mañana de diciembre, le pidió
a Schneeberger que instalara su Eclair y pensó que sería
maravilloso que tuviéramos hojas cayendo de los árboles.
Alguien se subió a unas ramas fuera de cuadro con una bolsa llena
de hojas amarillas, mientras Reed le decía una y otra vez a Aida
Valli que se fuera más lejos, más lejos, más
lejos todavía. La quería tan lejos de la cámara
que Guy Hamilton se subió a un jeep y se ofreció a llevarla
y Reed le explicó a la actriz que él dejaría caer
un pañuelo blanco cuando ella tuviera que empezar a caminar hacia
cámara. Joseph Cotten preguntó entonces con un gruñido
si podía encender un cigarrillo mientras la esperaba. Carol Reed
gritó ¡acción!, y por un momento pensó
en la idea de que los títulos finales subieran sobreimpresos y
la escena fundiera a negro antes de saber si la chica de la película
iba a detenerse junto al chico de la película. Entonces se acordó
de que en Inglaterra era costumbre que se oyera el God Save the
King al final de la función y que la gente se escapaba antes
delos créditos de cierre. En ese instante volvió a llenarle
la cabeza esa maldita música de esa maldita cítara en esa
maldita fiesta, y se dijo que no estaría mal que la chica siguiera
de largo como si fuera a salirse de la pantalla y bajar a la platea y
abandonar la sala. No estaría mal dejar la cámara quieta,
filmando, como si tuviera todo el tiempo del mundo, hasta el final de
esa melodía.
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